Solemnidad de la Ascensión del Señor

Homilía del obispo de Almería, Mons. Adolfo González Montes

Lecturas bíblicas: Hch 1,1-11; Sal 46,2-3.6-9; Ef 1,17-23; Aleluya: Mt 28,19-20; Mt 28,16-20

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos la gloriosa ascensión del Señor a los cielos, su exaltación como Cristo de Dios glorificado por su muerte y resurrección, causa de nuestra salvación. En la ascensión culmina el misterio pascual por medio del cual Cristo ha salvado a la humanidad alejada de Dios por el pecado. La narración de san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles nos presenta una escenificación en la cual la ascensión del Señor es un acontecimiento perceptible a ojos de sus discípulos. Dice el evangelista san Lucas que «lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista» (Hch 1,9). La nube que oculta a Jesús arrebatándolo de la visión de los discípulos es signo de la presencia de Dios ya en el Antiguo Testamento y de este modo el evangelista transmite este mensaje: es Dios Padre quien se lleva a Jesús para sentarlo a su derecha. La nube es un elemento escénico , un instrumento de la presencia de Dios, de su poder y gloria.
Todos pueden así comprender que, una vez resucitado, Jesús se mostró a sus discípulos para manifestarles que estaba vivo, pero que su nueva vida estaba junto al Padre, al cual ahora volvía. La instrucción que Jesús había dado a los discípulos durante su vida pública revelándose como Hijo de Dios, les ayudaría a comprender que él era el Enviado por el Padre, para darles a conocer su amor y su misericordia.
En los domingos precedentes de pascua hemos seguido fragmentos centrales de los discursos de Jesús, despidiéndose de sus discípulos, en los cuales está contenida la enseñanza que les deja. Esta es la perspectiva en que el evangelista san Juan coloca a Jesús en la última Cena: Jesús anuncia su retorno al Padre, del cual procede. El evangelista dice a propósito de los preparativos de la cena que comenzaron con el lavatorio de los pies: «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre… los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Lo que iba a suceder en aquella pascua judía era lo que celebramos en la pascua cristiana: el paso de Jesús al Padre.
También para san Lucas Jesús que viene de Dios retorna a él, por lo cual ve en la historia de Jesús una doble ascensión: la peregrinación que va de Galilea a Jerusalén como una ascensión a la ciudad santa donde ha de culminar el misterio pascual. Jerusalén está en lo alto de los montes de Judea y desde allí se producirá la ascensión de Jesús al Padre. El evangelista sitúa la ascensión de Jesús en el monte de los Olivos, en el cual los peregrinos vienen a lo largo de los siglos haciendo conmemoración de la ascensión del Señor a los cielos. Esta narración responde a la verdad histórica. El libro de los Hechos no pretende que nos quedemos con el recurso literario de la escenificación que nos ofrece, sino con el hecho acontecido de la glorificación del Señor y de su nueva vida junto al Padre. Una vez resucitado de entre los muertos, Jesús ya no puede ser asido por sus discípulos y las santas mujeres, por todos cuantos le han amado durante su vida terrena. Lo vemos en la aparición de Jesús resucitado a María Magdalena y a las santas mujeres, a pesar de que nos dice el evangelio que cuando ellas partieron para llevar a los Once la noticia del sepulcro vacío y de la aparición angélica, Jesús mismo sale a su encuentro, y ellas le pudieron asir los pies y lo adoraron (cf. Mt 28,9). Fue la delicada recompensa del Resucitado con aquellas mujeres que tanto le habían amado y servido a lo largo de su vida pública. También los apóstoles reunidos en el monte de Galilea que Jesús les habían indicado se postraron ante él y lo adoraron: «Al verlo lo adoraron; y algunos dudaron» (Mt 28,16).
El período de cuarenta días que va de la resurrección a la ascensión es el tiempo en que Jesús se deja ver de sus discípulos, para confirmarlos en la fe afianzando en ellos la convicción de que está vivo y retorna al Padre. El modo de narrar que tienen los evangelistas responde a la concepción del mundo de la Biblia: para los judíos los cielos se allá arriba y a ellos se llega atravesando las nubes. Del cielo vendrá el Hijo del hombre que aparecerá sobre las nubes del cielo, como profetizó Daniel (cf. Dn 7,13).
Jesús se referirá a su retorno sobre las nubes del cielo «…os digo que a partir de ahora veréis al hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder, viniendo sobre las nubes del cielo» (Mt 26,64; cf. Mc 14,62). En el evangelio de san Juan Jesús manifiesta a Nicodemo que será difícil que puedan comprenderle si les hablara del cielo, porque: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13) Sólo Jesús ha venido del cielo y puede hablarle del cielo, pero ¿quién ha podido subir al cielo para comprender aquello de lo que Jesús le habla? La narración evangélica ayuda a comprender a los discípulos la procedencia de Jesús, que viene de Dios y retorna a Dios, pero también ayuda a comprender la vuelta gloriosa del que es Señor de la historia y Juez de vivos y muertes, a quien Dios Padre ha sometido el juicio final. También san Pablo en la primera carta a los Tesalonicenses se sirve de esta representación de la vuelta del Señor desde el cielo para explicar la resurrección de la carne al final de los tiempos. Les dice: «El mismo Señor, a la voz del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán…» (1 Te 4,16).
En la resurrección los evangelios dicen que un ángel comunicó a las mujeres que Jesús había resucitado y no estaba en el sepulcro y les encomendó comunicárselo a los apóstoles. También ahora, después de la despedida de Jesús y últimas recomendaciones a sus discípulos antes de ascender a los cielos, mientras Jesús asciende y es ocultado por la nube, dos ángeles en figura de hombres comunican a los apóstoles que Jesús ya no está en la carne terrena, sino que su carne ha sido glorificada por su resurrección y está en los cielos, pero volverá con ellos igual que lo han visto marchar (cf. Hch 1,11).
El evangelio de san Mateo nos presenta a Jesús resucitado como el plenipotenciario de Dios, a quien le ha sido entregado todo el poder en el cielo y en la tierra, que les envía a la misión, fortaleciendo su fe al anunciarles: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Jesús tiene ahora una nueva presencia entre ellos: la del Espíritu consolador y Paráclito, el mismo por medio de cuya acción Jesús les ha instruido durante los cuarenta días en los que se aparecido a sus discípulos. Un tiempo que los apóstoles han de prolongar instruyendo ellos a quienes les proclamen el evangelio, enviados por Jesús a las naciones. También a ellos les acompañará en esta tarea evangelizadora el Señor por medio de Espíritu.
Ha llegado el tiempo de la Iglesia, que comienza en el germen apostólico, es el tiempo del Espíritu santo que Jesús les ha prometido, para que los guíe a la verdad plena y sea su presencia en medio de ellos. La fe es obra del Espíritu en el corazón del creyente y el Espíritu es el que conduce al que cree al conocimiento del, misterio de Cristo, como les dice san Pablo a los Efesios. Les desea la bendición divina, para que Dios, Padre del Señor nuestro Jesucristo, ilumine los ojos de su espíritu y les dé la sabiduría mediante la cual llegaran a conocer la esperanza a la que Dios los ha llamado en Cristo, la riqueza que da a los santos y la eficacia de su fuerza, mediante la cual resucitó a Cristo de entre los muertos (cf. Ef 1,17-20).
La fe alimenta nuestra esperanza y nuestra vocación a la santidad. A pesar de las dificultades con las que tropiece la vida de los cristianos, no podemos perder la esperanza que es don del Espíritu como la fe y la caridad, virtudes teologales que hacen realidad de cada día la identidad del cristiano. Pertrechados con estas virtudes, a las que acompañan en la vida cristiana las virtudes morales, sobre todo las cuatro virtudes cardinales: prudencia para obrar con criterio; justicia, que hemos de perseguir siempre con aquella misericordia sin la cual podríamos ser movidos por el deseo de venganza y la pasión del desquite; fortaleza, para no sucumbir a las contrariedades de la vida y dar testimonio de palabra y de obra del triunfo de Cristo sobre toda la creación, triunfo del cual hacemos memoria sacramental en esta fiesta del Señor con la que culmina la Pascua; y finalmente templanza, para dejar en las manos de Dios y de Cristo el juicio sobre nuestro prójimo y no sucumbir a la ira ante el aparente triunfo del mal.
Somos testigos del triunfo de Cristo sobre el poder del mal y el pecado, no podemos ceder a la tentación de la desesperanza, sino dar ánimo a quienes han perdido toda esperanza, pidiendo al Señor la acción del Espíritu sobre ellos y nosotros. Nuestro testimonio pasa por dar consuelo a quienes lo necesitan y sostener a los débiles en la fe y en la esperanza, ayudados por la caridad que alimenta el amor al prójimo cada día.
Pidamos el Espíritu Santo y sus dones, y recibámoslo unidos a María, Madre Cristo y de la Iglesia. Hoy, memoria de María Auxiliadora y Jornada de oración por la Iglesia de China, encomendemos a los cristianos chinos a la Virgen, refugio seguro y socorro de cuantos a ella acuden. Ellos acuden con fervor al santuario de María Auxiliadora en She Shan, en Shanghai, uno de los centros marianos de peregrinación en Asia más conocidos, para que ella sostenga a los cristianos chinos y los mantenga fieles a Cristo en la persecución. Que en comunión con la Iglesia universal se mantengan con nosotros en acción de gracias por haber sido salvados en Cristo, como reza la oración colecta con la que hemos abierto la Misa, y firmes en la esperanza de llegar con Cristo, que es nuestra cabeza, allí donde él nos ha precedido a nosotros que somos miembros de su cuerpo .

S.A.I. Catedral de la Encarnación
Almería, a 24 de mayo de 2020

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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