Misa por la Evangelización de los Pueblos

HOMILÍA EN LA MISA DE APERTURA DEL CURSO PASTORAL
Misa por la Evangelización de los Pueblos

Lecturas bíblicas: Jon 3,10-4,11
Sal 95,1-3.7-10
Rm 10,9-18
Aleluya: Mc 16,15
Mt 28,16,20

Queridos hermanos sacerdotes y diáconos;
Miembros de los diversos servicios pastorales diocesanos, movimientos apostólicos y comunidades;
Profesores y alumnos del Instituto de Ciencias Religiosas y profesores de Religión;
Hermanos y hermanas en el Señor:

Nos convoca el Señor en esta asamblea para celebrar la misa de apertura del nuevo curso pastoral, que este año tiene una particular dimensión misionera. Así lo ha querido el Santo Padre Francisco, que ha declarado este mes de octubre de este año de gracia de 2019 como «mes misionero extraordinario», con el lema que motiva todo cuanto venimos haciendo en perspectiva misionera: «Bautizados y enviados», lema que el Papa ha propuesto en su Mensaje para la Jornada de las Misiones de este año . Vamos entrar justamente en la vigilia ya del Domingo Mundial de las Misiones y cómo no mencionar la exigencia reiterada del Papa: la Iglesia tiene que vivir en una permanente “conversión misionera”.
Esta llamada del Papa Francisco me ha llevado a reflexionar sobre la historia de las misiones en la época contemporánea, fuente de heroísmo evangélico y de inspiración para todos los cristianos, que por el bautismo somos testigos de Cristo resucitado y portadores de la misión que el Señor resucitado confío a sus Apóstoles: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20).
El mes de octubre extraordinario ha tenido como motivación particular el cumplimiento del primer centenario de la llamada Carta Magna de las Misiones, la carta apostólica Maximum illud del Papa Benedicto XV, publicada el 30 de noviembre de 1919. Esta carta apostólica abría una nueva etapa en la historia de la evangelización de los pueblos y ha orientado hasta nuestros días las líneas maestras de las misiones. Desde las primeras décadas del siglo XX, la carta apostólica de Benedicto XV ayudó a la recuperación de la obra de las misiones, liberándola de dependencias políticas, después de los crueles enfrentamientos de la Iª Guerra mundial, que no sólo dejaron desolada a las naciones de Europa, sino que alcanzó los territorios de misión en aquel tiempo bajo mandos coloniales enfrentados, particularmente en África. Desde entonces hasta hoy se han ido sucediendo orientaciones sobre la teología de la misión y la proclamación del Evangelio en los territorios de misión, la plantación de la nuevas Iglesias y la formación e instauración del clero nativo para regirlas y ejercer en ellas la función pastoral que corresponde a los pastores.
Los papas han exhortando a lo largo de un siglo a que todos los bautizados asuman el compromiso misionero, que es envío y tarea de la Iglesia universal. Las enseñanzas de Benedicto XV y de los papas que han sucedido siguen orientando también hoy nuestra acción evangelizadora y pastoral, ayudándonos a superar la idea errónea de que el respeto a las demás religiones y a las culturas de los pueblos tenga que inhibir la proclamación del Evangelio. Tampoco la que hoy llamamos «inculturación» de la fe puede significar capitular ante el reto de las diversas culturas, que han ser también evangelizadas, porque el Evangelio purifica y transforma todas las realidades humanas y, en consecuencias, también las culturas.
He escrito la carta pastoral «Iglesia para la misión» , con el propósito de acompañar desde una óptica misionera la puesta en práctica del nuevo Plan pastoral de la Iglesia diocesana; y aparece con el título que da unidad a todas las propuestas de «Ser Iglesia en conversión misionera» . El nuevo Plan pastoral concreta propuestas y tareas con las que hemos de responder al difícil reto de la evangelización de la sociedad de nuestro tiempo, abierta y plural. Puede que nos cueste hacerlo y que queremos mejor inhibirnos y, de un modo u otro, privatizar la acción misionera que nos corresponde hacer avanzar.
Ponemos tener la tentación de Jonás, rebelde a la llamada de Dios a proclamar su palabra y exhortar a la conversión de Nínive, la ciudad símbolo del pecado. Jonás conoce la misericordia de Dios, sabe que es compasivo y perdonador, y siente celos del trato que Dios puede dar a los que se conviertan, los que a su juicio no merecen sino la condena eterna como enemigos de Dios y pecadores. El profeta Jonás representa al nacionalismo judío, refractario a la actitud misericordiosa de Dios con los extranjeros que, aunque son pecadores y enemigos de Israel, pueden responder a la llamada de Dios a la penitencia y convertirse. Jonás trata de convencerse a sí mismo de que los habitantes de Nínive son malos por principio y no merecen el perdón de Dios. Su postura es la misma que la del hermano mayor de la parábola del hijo pródigo: se disgusta por la misericordia gozosa del padre ante el regreso de mal hermano pródigo, que ha vuelto a casa (cf. Lc 15,28-30).
Es la tentación de los buenos que tienden a refugiarse en su propia comunidad de ideas y afectos, excluyendo la novedad y el riesgo de hallarse, en palabras del Papa Francisco, «en salida». No quieren abrir las puertas del cenáculo en el que se han refugiado contra los peligros, y proclamar el Evangelio afrontando dificultades y obstáculos de una sociedad indiferente o marcadamente contraria a su proclamación y vigencia social.
Al lado de esta tentación de los buenos está la tentación de los que no dan a la libertad infinita con la que Dios, que es al mismo tiempo justo y remunerador, y obra en sus juicios como conocedor de todo cuanto a los humanos escapa: es el Dios indisponible, que en su sabiduría y bondad nos ha enviado a predicar el Evangelio proclamado por su Hijo. Esta tentación se reviste hoy de múltiples precauciones, y lentamente ha ido degenerando hasta el convencimiento de que no es necesario evangelizar, porque Dios tiene caminos de salvación para cada pueblo y cultura, pues “todas las culturas son iguales”, dicen con aplomo, y la proclamación evangélica podría atentar contra ellas. Jonás huía de Dios para sustraerse a la misión. Hoy nos parece que la misión ha terminado su tiempo y que es preciso convivir, sin molestarlas con la predicación, con todas las posturas religiosas, la indiferencia y el ateísmo, renunciando a proponer el Evangelio. Se duda de la necesidad de la Iglesia y de los medios de gracia para la salvación y así se relativiza estar o no bautizados, recibir o no los sacramentos de la fe que transmiten la vida sobrenatural a los fieles cristianos y sostienen la comunión de la Iglesia.
Tenemos por delante un nuevo curso pastoral que el Señor nos regala y que es gracia de salvación. No podemos dejar de producir los frutos que Él espera de nosotros mediante la puesta en práctica de los compromisos apostólicos del laicado y el ejercicio pastoral de los que presiden las comunidades la Iglesia y la pastorean con amor, llamados a dar su vida por ella. Las Iglesias diocesanas preparan bajo la guía de la Conferencia Episcopal un gran congreso de apostolado seglar. Es tiempo para fortalecer el apostolado laical, para que la presencia de los cristianos en la sociedad tenga el alcance evangelizador que Cristo ha confiado a la Iglesia. Los diversos apostolados y carismas no pueden encerrar a los laicos en compartimentos estancos, en una vida a veces paralela a la de Iglesia diocesana como comunidad abarcadora del conjunto de los fieles cristianos, que por el bautismo se halla integrados en ella.
A nadie escapa que la educación católica reviste una importancia que no podemos dejar de valorar, cediendo lentamente terreno que el laicismo de una sociedad alejada del cristianismo ha infiltrado en la cultura cristiana. La educación de la infancia de la juventud es tarea ineludible de la educación de la fe, de la cual no podemos abdicar en la Iglesia. Del mismo modo hemos de fortalecer la vida familiar conforme a la fe, y afianzar la dimensión caritativa y social de la vida y la acción de los cristianos en favor de los más necesitados y débiles.
Todo esto es evangelizar y hacer de la vida ordinaria de cada día misión, sin renunciar a poner mente y corazón en sostener con la plegaria y la colaboración material la acción ad gentes: la acción evangelizadora de la Iglesia en los territorios de misión, y el apoyo que hemos de prestar a las Iglesias jóvenes. Para lograrlo también hemos de sentirnos como Iglesia que envía y como cristianos que son misión y se saben enviados, porque, como dice el Apóstol en la carta a los Romanos: «¿Cómo van a invocar a Dios, si no creen en él?, ¿Cómo van a creer, si no oyen hablar de él?, y ¿cómo van a oír sin nadie que proclame?, y ¿cómo van a proclamar si no los envían?» (Rm 10,14-15a). Catequistas y profesores de Religión son hoy como siempre valiosos agentes de evangelización, colaboradores del ministerio pastoral que requieren formación y compromiso.
Termino invitando a todos a comenzar con ilusión esperanzada este nuevo curso pastoral, dispuestos a fortalecer la vida cristiana y proyectarla con voluntad misionera en la sociedad actual. Pidámosle a la Reina de las misiones y Estrella de la evangelización, la Virgen Madre de Dios, que nos ayude a llevar a Cristo a nuestros hermanos. Que su intercesión nos ayude a vivir aquella adhesión a Cristo que es comunión por medio de Él con el Padre en el Espíritu Santo, para que el mundo crea que Jesús es el único Salvador de todos.

S. A. I. Catedral de la Encarnación
Almería, a 19 de octubre de 2019
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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