Meditaciones sobre la caridad en la Fiesta del Señor

La fiesta del Corpus Christi prolonga la adoración del Señor presente en el sacramento de la Eucaristía en la atención a los hermanos más necesitados. La Iglesia ha elegido esta fiesta grande del Señor como jornada de Cáritas, que hoy adquiere una resonancia mayor a causa de la crisis económica y social que ha desencadenado la pandemia contra la que luchamos sin tregua. La crisis que estamos viviendo ha dejado desprotegidos a millones de seres humanos en todo el mundo, incluidos los países de la zona europea del bienestar como el nuestro. Los pobres se han multiplicado y las necesidades de familias enteras duran más tiempo que el esperado, a pesar de que los signos de recuperación vayan afianzándose en la sociedad, dando lugar a un tímido optimismo.

  1. Somos un solo cuerpo formado por hermanos

En este contexto social, la fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo nos devuelve al fundamento de nuestra fraternidad, razón de ser de la preocupación que sentimos por nuestros hermanos más necesitados: que, siendo distintos, formamos un solo cuerpo, pues si comparamos la Iglesia con el cuerpo humano, con san Pablo tenemos que decir: «Si todo fuera un solo miembro, ¿dónde quedaría el cuerpo? Por tanto, muchos son los miembros, pero uno solo el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: “¡No te necesito!”. Ni la cabeza a los pies: “¡No os necesito!” (…) Y si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo» (1Cor 12,19-21.26).

Esta comparación del cuerpo social de la Iglesia con el cuerpo humano tiene una fuerza plástica tan contundente, que nos lleva a dar un paso más y preguntarnos por el origen de la unidad del cuerpo de Cristo, para responder que es el designio creador y redentor de Dios, en Jesús se ha revelado como Padre de todos los hombres. Esta afirmación contundente del Nuevo Testamento puede repetirse con san Pablo, que en la carta a los Efesios revela el dinamismo amoroso del designio divino, pues es el Dios creador el que nos ha perdonado y redimido haciéndonos hijos suyos, eligiéndonos antes de la fundación del mundo y destinándonos a vivir en su presencia con santidad y justicia «para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo conforme a su voluntad» (Ef 1,4-5).

Esta paternidad universal de Dios es la que nos hace hermanos, porque somos hijos en el Hijo de Dios estamos hechos a la medida del Hijo que entregó su vida por nosotros; y, en consecuencia, sólo el dinamismo benevolente de quien se abre al otro pone la convivencia al servicio integrador de los más necesitados de amor. Así lo sostiene con gran alcance para una civilización del amor el Papa Francisco, al poner de relieve el fundamento cristológico del dinamismo social de la fe cristiana: «El amor nos pone en tensión hacia la comunión universal. Nadie madura ni alcanza su plenitud aislándose. Por su propio dinamismo, el amor reclama una creciente apertura, mayor capacidad de acoger a otros, en una aventura nunca acabada que integra a todas las periferias hacia un pleno sentido de pertenencia mutua. Jesús nos decía: “Todos vosotros sois hermanos” (Mt 23,8)»[1].

El Papa, siguiendo la tradición del magisterio de los grandes maestros de la fe, se detiene en la dinámica del amor cristiano, que funda sociedades abiertas y benevolentes como fruto de la acción divina. Dice el Papa que este dinamismo es consecuencia de la caridad que Dios infunde, y apela al magisterio de Benedicto XVI, que se remite al criterio del amor como medida de valoración definitiva, positiva o negativa, de una vida humana, conforme a las palabras de Jesús sobre el amor como criterio de la decisión de Dios en el juicio final (cf. Mt 25,31-46)[2].

  1. La Iglesia, el cuerpo social por el que pasa el dinamismo de la acción divina generando comunión

Este magisterio prolonga y desarrolla la enseñanza permanente de la fe cristiana que da razón de la misma naturaleza de la Iglesia, cuerpo místico del Señor inseparable del cuerpo social que configura su realidad humana como comunión orgánica de personas que siguen a Jesucristo. Dios mismo ha querido hacer de la Iglesia «sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano»[3]. Es lo que explica que, entre las imágenes de la Iglesia que ayudan a comprender su misterio, el Vaticano II recuerde que la comunión eclesial es la que corresponde a una sociedad definida como pueblo de Dios. Una definición de la Iglesia que el Concilio justifica apelando a la voluntad de Dios que «quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente como excluyendo su mutua conexión, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa»[4].

Recordar estas verdades de fe nos colocan ante la inevitable exhortación a los fieles cristianos a no sucumbir a la tentación de destruir la comunidad de la Iglesia con su conducta inmoral, dejando sin razón evangélica la llamada a la caridad con el prójimo y al servicio de los más necesitados. Si el cristianismo ha de fecundar la civilización del amor, la llamada a la fe que integra a quienes vienen a formar parte de la comunión eclesial mediante el bautismo sólo manifiesta el ser de la Iglesia si va acompañada de una vida que evidencie y respalde su misma naturaleza como cuerpo místico de Cristo, donde no haya oposiciones pecaminosas y perturbadoras que amenazan la comunión en Cristo sin destruir la diversidad de los miembros del cuerpo.

Con esta enseñanza Francisco nos recuerda también que nada es tan contrario a esta naturaleza de la Iglesia y de la comunión eclesial como el ejercicio impositivo y violento del poder sobre el cuerpo eclesial de quienes así quieren hacer triunfar su propia visión de la Iglesia y de la evangelización. Así a la definitividad de l amor como razón del juicio divino sobre una vida humana, agrega el Papa: «Sin embargo, hay creyentes que piensan que su grandeza está en la imposición de sus ideologías al resto, o en la defensa violenta de la verdad o en grandes demostraciones de fortaleza. Todos los creyentes necesitamos reconocer esto: lo primero es el amor, lo que nunca debe estar en riesgo es el amor, el mayor peligro es no amar (cf. 1Cor 13,1-13)» [5].

De ahí que quienes viven al margen de la comunión eclesial y apelan a ella sólo por motivos de interés ideológico, cuando estratégicamente creen que ha llegado su tiempo para imponer sobre el cuerpo eclesial sus propias ideas, sólo contribuyen a la destrucción del cuerpo social de la Iglesia. Desfiguran la naturaleza sacramental de la comunión eclesial, ya que apartados de esta última como estilo y talante de vida y de procedimiento constante en la Iglesia, cuando pretenden imponer su propia ley de plegaria y su propia forma de administrar la gracia divina, olvidan que la gracia de Dios es indisponible, no está a su merced porque no es manipulable, porque es imposible domesticar lo que la Iglesia es como obra de Dios. Incluso cuando algunos pastores pretender crear una Iglesia nueva, suponiendo que esa obra de sus manos será la Iglesia renovada que el mundo necesita, yerran gravemente en la fe al no concebir el misterio de la Iglesia como nos ha sido transmitido por la tradición apostólica de la fe, sino como un cuerpo discrecional.

  1. La caridad se realiza en la verdad

La caridad que viene de Dios sólo puede ejercerse en la verdad, porque sin la verdad no es caridad que Dios infunde, sino mera filantropía humana. La pretensión de separar la obra de Caritas de la Iglesia es obra de los adversarios de la Iglesia, porque en Caritas se manifiesta el dinamismo de la gracia de aquel que dio su vida por nosotros y está presente en la mesa del altar donde la Iglesia celebra el sacrificio eucarístico. Esta presencia de Cristo glorioso, que se ha llevado al cielo las marcas de su cruz redentora, alarga la mesa para que, el partir y compartir el pan de la caridad cristiana satisfaga el hambre de cuantos padecen las muchas maneras de pobreza que pueblan la tierra. Esta es la secreta y al mismo tiempo manifiesta verdad que encierra la Eucaristía como fundamento del dinamismo cristiano de la caridad.

Benedicto XVI, refiriéndose a la improcedencia de la “contraposición usual entre culto y ética” afirma que «en el “culto” mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amado y el amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma. Viceversa, el “mandamiento” del amor es posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser “mandado” porque antes es dado»[6]. Jesús exhorta a sus discípulos a permanecer en el amor y les pide cumplir el mandamiento de amor recíproco, y extender su contenido de amor más allá de parientes y conocidos, e incluso más allá de la tierra de Israel, como amor universal a todos los hombres. Hay una relación intrínseca entre el amor a Jesús y el cumplimiento de los mandamientos de Jesús a sus discípulos que ellos han cumplir como Jesús ha cumplido los mandamientos de su Padre (cf. Jn 15,10). La Eucaristía que integra en el amor a Jesús se prolonga así en el cumplimiento de sus mandamientos.

  1. La Eucaristía desencadena y nutre el dinamismo de la caridad

Si los mandamientos se recapitulan en el amor a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,36-40), el culto a la Eucaristía será inseparable del amor a los que padecen hambre y sed de justicia y a cuantos sucumben al hambre física que los convierte en indigentes en riesgo de enfermedad y de muer. Así, pues, el Señor nos dice: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Participar en el Pan de la vida eterna nos apremia a atender las situaciones de pobreza, porque «el alimento de la verdad nos impulsa a denunciar las situaciones indignas del hombre, en las que a causa de la injusticia y la explotación se muere por falta de comida y nos da nuevas fuerzas y ánimo para trabajar sin descanso en la construcción de la civilización del amor»[7].

Al rendir en el día del Corpus Christi la adoración que tributamos a Cristo presente en la Eucaristía, se nos concede renovar el compromiso de atención cuidado de cuantos necesitan de nosotros, colaborando con Caritas diocesana y haciendo posibles sus programas y proyectos en favor de los hermanos necesitados: unos, víctimas de la crisis económica; otros, abandonados a su suerte o refugiados en su soledad y en su enfermedad crónica; demasiados, portadores de las carencias que trae consigo la pérdida del empleo cotidiano; no pocos, inmigrantes en un país que necesita organizar su acogida… Por ello, al adorar la santísima Hostia donde Cristo se ha hecho presente para seguir siendo alimento de resucita y da vida eterna, en la fiesta grande del Señor, la fe eucarística nos ayudará a recordar que cuanto hicimos con uno de los peños hermanos lo hemos hecho con el mismo Señor.

Almería, a 5 de junio de 2021
Víspera de la solemnidad del Corpus Christi

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

[1] Francisco, Carta encíclica sobre la fraternidad y la amistas social Fratelli tutti [FT] (3 octubre 2021), n. 95.

[2] FT, n. 92, nota 71; cf. Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est (25 diciembre 2005), n. 15.

[3] Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia Lumen gentium [LG], n. 1.

[4] LG, n. 9.

[5] FT, n. 92

[6] Carta encíclica Deus caritas est, n. 14.

[7] Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007), n. 90.

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