Las vocaciones sacerdotales, cosa de Dios y nuestra

Carta Pastoral del Obispo de Almería, Mons. Adolfo González Montes, con motivo del día del Seminario.

Las vocaciones sacerdotales, cosa de Dios y nuestra

Carta a los diocesanos en el día del Seminario

Con la fiesta de san José, patrono de la Iglesia universal y de las vocaciones sacerdotales, la campaña del Seminario, que siempre está en acción, llega cada año a su temporada de mayor intensidad. De las comunidades parroquiales le llegan al Obispo permanentemente solicitudes de los fieles pidiendo se les envíe un sacerdote que resida en la comunidad, tal como lo manda la ley de la Iglesia; y además, que no les falte nunca la posibilidad de pedirle al Obispo que les retire un sacerdote que no les gusta para que les llegue otro mejor, con el que se sientan más a gusto, cuando algunas de las actuaciones del párroco o del sacerdote administrador parroquial les complacen menos.

 Que suceda así es para dar constantemente gracias a Dios, no por la estima del ministerio pastoral que estas solicitudes dejan ver tras la inquietud de los fieles, sino porque en esta querencia de tener cura propio, y a ser posible el mejor, para cada comunidad, se manifiesta el hondo deseo espiritual de la gente, que a veces suponemos demasiado secularizada como para apetecer los servicios pastorales.

Conviene tener en cuenta que, si es verdad que esto sucede más en las zonas rurales que en las urbanas, también las parroquias de las ciudades se resienten de la carencia de sacerdotes para todas. En algunos lugares se han implantado las llamadas «unidades pastorales», que agrupan algunas parroquias, al frente de las cuales el Obispo envía un solo sacerdote; y ya raras veces a un equipo sacerdotal, porque la experiencia ha hecho ver que el pueblo de Dios quiere tener un sacerdote capaz de ser el cura de almas que la comunidad necesita, y ante el cual los fieles se consideran puestos bajo su cuidado y caridad pastoral, sin la inquietud de qué cura les va a tocar este domingo o quién vendrá cuando llaman al Obispado para los servicios pastorales más demandados como la misa dominical, las exequias y las fiestas patronales.

Sin embargo, no es fácil contar con los sacerdotes necesarios; en primer lugar, porque los cambios en la distribución de la población han modificado la geografía de las comunidades parroquiales; y después, y es lo importante, porque las vocaciones no son sólo el resultado de una «ordenación racional de los recursos», sino de que los haya de modo suficiente. La campaña del Seminario no basta para lograrlo, si no va acompañada de una intensidad de vida cristiana suficiente como dar las vocaciones necesarias.

Cuando piden sacerdotes, cualesquiera fieles cristianos que sienten la necesidad de contar ellos han de plantearse seriamente si las comunidades parroquiales a las que pertenecen tienen verdadera vida cristiana, la que da como resultado el don de las vocaciones sacerdotales. Como tienen que preguntarse si piden estas vocaciones a Dios y de él las esperan. ¿Pedimos al Señor las vocaciones necesarias y estamos dispuestos a recibirlas como un don inmerecido? Tal vez sea más fácil pensar que es un servicio al que se tiene derecho y que la administración central de la Iglesia, al modo de las administraciones civiles, tiene que prestar y además a su tiempo.

Que haya sacerdotes que prediquen la palabra de Dios, instruyan y eduquen en la fe a los niños y a los jóvenes, lleven a los matrimonios y familias la cercanía de Dios, creador de toda vida; sacerdotes que orienten la vida moral de los cristianos, con claridad y sin ambigüedades, y al mismo tiempo con la suavidad de la caridad pastoral, no depende de la voluntad del Obispo. Es algo que depende de Dios, porque depende de que se susciten divinamente las vocaciones que pedimos, y las comunidades arropen y sostengan con la oración y el apoyo humano necesario el don de la vocación incipiente de adolescentes y jóvenes dispuestos a seguir a Jesús por el camino del apostolado. Que haya sacerdotes que administren los sacramentos a los fieles cristianos, proporcionándoles las aguas regeneradoras del bautismo, el perdón de la absolución y la mesa de la Eucaristía, pan de vida y comunión con Dios en el Cuerpo y Sangre de Jesús, esto es algo que depende de que cultivemos y acompañemos las vocaciones como aquella perla inestimable que encuentra en el campo quien está dispuesto a venderlo todo para comprar el campo.

Que tengamos sacerdotes que, llenos de amor por los necesitados, muevan el corazón de los cristianos para acudir en su ayuda, que haya sacerdotes que acompañen a los que enferman llevándoles el alivio de los sacramentos de la Penitencia y de la Unción, confortándolos en el sufrimiento y trance final de la vida al proporcionarles el viático, alimento para salir al encuentro del Creador y Juez de los hombres, pero Padre que nos ama y espera, depende también de las vocaciones que “vienen de lo alto”, y sólo Dios las “produce “ donde hay vida cristiana verdadera.

No vale echarle la culpa a la cultura de nuestro tiempo, que ya sabemos que es contraria la lógica del Evangelio, pero que también tiene valores que sí son evangélicos, y de la que hemos de tomar todo aquello que en la cultura y la sociedad de nuestro tiempo es valioso, tal como les dice san Pablo a los Filipenses: «todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud o valor, tenedlo en aprecio» (Fil 4,8).

El problema no es, ciertamente, que haya obstáculos que vienen del mundo, pues Jesús «está puesto para caída y elevación de muchos en Israel y como signo de contradicción» (Lc 2,34). La mayor de las dificultades está en nosotros mismos, en nuestras comunidades, que languidecen con una vida espiritual débil, en las que no su
rge una sola vocación y las que surgen son a veces obstaculizadas empezando por la propia familia del muchacho que dice que quiere venir al Seminario. No es que ahora se haya de echar la culpa a las comunidades parroquiales, que ya tienen bastante con sostenerse como comunidades cristianas, dirán algunos­, pero sí es necesario que sacerdotes y comunidades nos examinemos sobre qué responsabilidad tenemos en la carencia de vocaciones suficientes.

Sin sacerdotes a la Iglesia le falta la estructura-eje y la articulación que le permiten ser Iglesia sin derrumbarse, como un cuerpo sin el esqueleto, que sostiene la cabeza que lo rige, y las articulaciones que traban y unen los miembros del cuerpo. Por eso los sacerdotes y los  fieles cristianos, todos en la comunión eclesial de quienes comparten fe y vida en Cristo, tenemos que examinarnos y preguntarnos si nuestro compromiso con la pastoral familiar es suficientemente explícito y comprometido; y si estamos empeñados en que la transmisión de la fe sea una realidad consistente como iniciación cristiana de los niños y de los adolescentes, de los jóvenes y de cuantos adultos reciben el mensaje de Jesús después de haberse apartado de la vida de la Iglesia o no haber tenido nunca vida cristiana.

De nosotros principalmente depende un asunto que a nosotros nos toca afrontar, pero cuya solución viene de Dios y a él se lo hemos de suplicar noche y día, sabiendo que las vocaciones las hemos de recibir como lo que en realidad son: inestimable don de Dios. Que nos ayuden la Virgen María y san José, artífices del primer seminario de la historia de nuestra fe.

X Adolfo González Montes

    Obispo de Almería

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