Homilía en la Vigilia de Beatificación de los mártires de Almería

Homilía del obispo de Almería, Mons. Adolfo González en las I Vísperas de la Anunciación del Señor

Queridos hermanos y hermanas:

El Señor ha querido, en su providencia, que la Beatificación de los mártires de Almería, después del largo proceso de años de estudio y preparación llegara a su término en esta solemnidad del Señor, titular de nuestra Santa Apostólica Iglesia Catedral. El sacrificio de los 95 sacerdotes de la causa que encabeza el Deán del Capítulo de la Catedral aúna en una común confesión de fe, sellada con la sangre, a los presbíteros que fueron inmolados, algunos de ellos eran miembros del Capítulo de esta Catedral de la Encarnación.

Suben a los altares, partícipes de la gloria de Cristo, los ministros del Evangelio que configuraron su vida con la vida de Cristo y su muerte con la suya. Procedían estos sacerdotes mártires de los presbiterios de las diócesis que ocupaban la geografía de la provincia de Almería, cuyos límites geográficos hoy son también límites geográficos de la actual diócesis almeriense. Por razón de la geografía diocesana de la provincia fueron llevados al sacrificio presbíteros de las diócesis de Granada y Guadix; los de esta última diócesis, junto con su Obispo, el Beato Manuel Medina Olmos, unieron su suerte a la de los sacerdotes de Almería y su Obispo, el también Beato Diego Ventaja Milán.

A la glorificación de los dos obispos se suman hoy los presbíteros de esta causa, acompañados por los mártires del laicado católico, procedentes en su mayoría de los movimientos devocionales y apostólicos más pujantes en aquellos años del pasado siglo. Entre ellos, se encontraron dos valerosas mujeres. Una de ellas, Carmen de Adra, que no quiso dejar de ser cooperadora estrecha de la parroquia y de sus obras sociales y apostólicas, defensora de su patrimonio cultural y religioso; y Emilia, de etnia gitana, que aprendió a rezar el rosario en la escuela de María mientras esperaba dar a luz a su hija.

A la multitud de mártires que jalonan la historia de la Iglesia les precede con su sacrificio redentor el Protomártir, Jesucristo nuestro Señor. Recordemos la respuesta de Jesús a Pilato: «Yo para esto nací y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37-38). El Verbo eterno de Dios, cuya encarnación celebramos, asumió nuestra humanidad para ser nuestro Salvador y Redentor. Hijo del Padre engendrado antes de los siglos, no creado, tomo para sí un cuerpo de nuestra human condición, para poder entregar su cuerpo y verter su sangre por nosotros, pues confiesa la fe de la Iglesia que el Hijo «bajó el cielo y por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre» (Credo Niceno-Constantinopolitano).

Si dejáramos de creer por un instante que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios tendríamos que dejar de creer que la salvación haya podido venir con él. Dotado de excelentes cualidades humanas, benefactor de la humanidad como maestro de moral y fundador de un camino religioso, no habría podido librarnos del pecado y de la muerte eterna. Creemos, por el contrario, que Jesús es el Hijo de Dios encarnado y este hecho extraordinario y sobrenatural es el que da fundada motivación para creer que en él hemos sido salvados, porque creemos ser verdad revelada que Jesús vino para librarnos del pecado y de la muerte eterna. Sin esta fe fundada en la verdadera identidad de Jesucristo no habría motivo alguno para evangelizar.

Celebramos en esta solemnidad cuyas primeras vísperas cantamos glorificando a la santa Trinidad, una e indivisa, confesando que el Hijo de Dios tomó por nosotros y por nuestra salvación nuestra carne herida y se hizo hombre por nuestro amor. En el amor de Jesús por nosotros se revela el amor infinito de Dios por la humanidad, que el Padre creó en Jesucristo, que es su palabra y su fuerza; y este amor de Dios revelado en el amor de Jesucristo por nosotros crucificado, nos urge sin que podamos sustraernos a él. Lo decían recientemente los Obispos españoles, recogiendo palabras del Papa Francisco: «La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, pues “¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer?” (EN, n. 264). Porque Dios nos ha ofrecido el perdón y la salvación en Jesús, estamos llamados a comunicar el amor misericordioso de Dios a todos; y como Felipe a Natanael, no podemos menos de decirles: “Aquel de quien escribieron Moisés en la ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret” (Jn 1,45)» (CVII As. Pl. CEE, Jesucristo, salvador del hombre y esperanza del mundo, n. 7d).

Fue esta fe en Jesús la que confesaron los repobladores cristianos dando a esta Catedral el título de Catedral de Nuestra Señora de la Encarnación, título que dieron a un buen número de iglesias parroquiales de la diócesis almeriense, igual que sucediera en las diócesis vecinas, empezando por la Catedral Metropolitana de la Encarnación de Granada. De la fe en la divinidad de Jesucristo recibimos la luz que ilumina nuestro origen y nuestro destino trascendente. Por su condición divina, el Hijo de Dios pudo hacer suya la humanidad, uniéndose en cierto modo, con todo hombre, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, menos en el pecado (cf. Hb 4,15) (cf. Jesucristo, salvador del hombre, n. 8).

San Bernardo ha escrito con gran belleza sobre la impaciencia de una humanidad que espera la redención que había de irrumpir en nuestra historia con el sí de María al saludo del ángel. San Bernardo presenta a la humanidad, que desea verse liberada de su esclavitud, urgiendo el sí de María Virgen, que ha de concebir al Hijo del Altísimo: «[Oh piadosa Virgen] se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librados, si consientes (…) Y no sin motivo aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje» (SAN BERNARDO, Homilía 4, 8-9: Opera omnia, ed. cisterciense, vol. 4 [1966], 53-54).
Quiso el Creador depender de la aceptación de María y su sí nos trajo la salvación. María es apremiada por la impaciencia de una humanidad que espera de ella el fiat: «Da pronto tu respuesta. … Responde presto al ángel (…) responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna» (ibid.). No se puede expresar mejor el anhelo de redención de la humanidad pecadora, la ansiedad que genera el deseo de verse libre de la esclavitud a que la sometió el primer Adán. Esta impaciencia temerosa no podría estar mejor reflejada que en esta homilía de san Bernardo, conociendo como, por la gracia de Dios y su misericordia, hemos conocido la respuesta de María a la salutación del ángel: «Dijo Ma
ría: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Y el ángel, dejándola, se fue» (Lc 1,38).

Aprendamos nosotros, como quería el santo papa Juan Pablo II, la imitación de Cristo que sólo se aprende en la escuela de María. Ella, aceptando el designio de Dios, que la quiso Madre del Redentor, no dudó en ofrecer nuestra humanidad al Verbo de Dios, que la asoció a su obra de redención.

S.A.I. Catedral de la Encarnación
24 de marzo de 2017

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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