Homilía en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre del Señor

Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería.

Lecturas bíblicas: Gn 14,18-20

Sal 109, 1-4

1 Cor 11,23-26

Lc 9,11b-17

«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; quien coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51-52)

Queridos sacerdotes y diáconos,

Queridos hermanos y hermanas:

En el canto del aleluya hemos recitado estas palabras del Seños que acabáis de escuchar de nuevo. Jesús es, en verdad, el pan vivo que Dios Padre da al hombre para que no perezca y tenga vida eterna: «Quien coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,52). Jesucristo es el alimento celestial que Dios da al mundo, porque, en verdad, contra la palabra del tentador, la palabra de Jesús es determinante: «No sólo del pan material vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4; cf. Dt 8,3). Jesucristo es la palabra de Dios hecha carne y vivir de la palabra de Dios es vivir de Jesucristo. Todo el discurso del pan de vida que nos transmite el evangelio de san Juan tiene por tema esta enseñanza: que Jesús es la palabra de la que el hombre puede vivir para siempre. En este discurso de Jesús se funden las dos ideas acerca de la palabra de Dios como alimento espiritual del hombre. Una primera idea es la que con toda verdad ve la palabra divina como revelación del misterio de Dios, de su ley como camino y cauce de vida para el hombre, ley que Jesús recapitula en el mandamiento nuevo del amor, por cuyo cumplimiento los discípulos de Jesús «permanecen» en él: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15,10; cf.14,15). Una segunda idea que desarrolla el discurso de Jesús es la comentamos: que en la Palabra de Dios hecha carne, Jesús mismo, Dios ofrece al hombre la comida de resurrección y de inmortalidad, porque da vida eterna.

Como nos dejó en su enseñanza el Papa Benedicto XVI, «la fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística, y se alimenta de modo particular en la mesa de la Eucaristía» (Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis [SCa], n. 6). La fe eucarística lleva al discípulo de Cristo a una configuración mística con él, que se hace realidad sacramental en la comida eucarística. Por eso, se hace preciso, en efecto, tener bien presente esta enseñanza del Papa: «La fe y los sacramentos son dos aspectos complementarios de la vida eclesial. La fe que suscita el anuncio de la Palabra de Dios se alimenta y crece en el encuentro de gracia con el Señor resucitado que se produce en los sacramentos: La fe se expresa en el rito y el rito refuerza y fortalece la fe» (SCa, n.6).

La Eucaristía es la meta de la iniciación cristiana, ya que el bautismo y la confirmación tienden y miran a la plenitud de la Eucaristía, porque por medio de la Eucaristía nos llega la participación plena de la vida divina bajo la figura del sacramento: el pan y el vino consagrados por el sacerdote mediante las palabras de la plegaria eucarística de la Misa, que son verdadero Cuerpo y verdadera Sangre del Señor. Como dice san Cirilo de Jerusalén: «Declarando, pues, y diciendo Él sobre el pan: Esto es mi cuerpo, ¿quién se atreverá a dudar ya? Y afirmándolo El y diciendo: Esto es mi sangre, ¿quién dudará jamás, sosteniendo que no es su sangre?» (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis mistagógicas 4,1: SC 126,134).

La historia de la fe eucarística está jalonada de hechos admirables mediante los cuales el mismo Cristo da la prueba del realismo de su presencia en la Eucaristía; así la visión de la sangre de Cristo derramada para el perdón de los pecados empapando los corporales sobre los que se colocan la ofrenda del sacrificio eucarístico, prodigio que acontece ante los ojos atónitos del sacerdote celebrante que duda del misterio que tiene entre las manos. Más allá del relato de estos episodios de la historia de la fe eucarística, con ellos se ilustra con acierto que el sacrificio eucarístico hace presente en la Misa el sacrificio único de Cristo, realizado de una vez para siempre, para nuestra redención por el sumo y eterno sacerdote de la nueva Alianza.

La fe eucarística está en el núcleo de la fe de la Iglesia, porque en la fe eucarística se halla recapitulada la fe de la Iglesia en el misterio pascual: la fe en la perduración de su eficaz presencia en la Misa, haciendo del sacrificio de Cristo actualización permanente del sacrificio de la cruz y verdadero sacrificio y ofrenda de la Iglesia. El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía es un único sacrificio (Catecismo de la Iglesia Católica [CCE], n.1367: DH 1743); y este sacrificio es sacrificio de la Iglesia: «La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de la Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente» (CCE, n.1368).

Este sacrificio, según enseña la carta a los Hebreos fue ya prefigurado por la ofrenda del sacerdote del Dios Altísimo y rey de Salem, Melquisedec, del cual hace mención la carta a los Hebreos, viendo en este personaje sacerdotal del Antiguo Testamento la figura de Cristo como sumo sacerdote. Lo hemos escuchado en la lectura del Génesis en la primera lectura: Melquisedec ofreció pan y vino y bendijo a Abrahán, cuando regresaba de derrotar a sus enemigos, y Abrahán —dice la Escritura— «le entregó el diezmo de todo» (Gn 14,20). El autor de la carta a los Hebreos, para poner de manifiesto que el sacerdocio de la antigua Alianza era imperfecto y tan sólo una figura del sacerdocio de Cristo, dice que Jesús es «sacerdote a la manera de Melquisedec, y no a la manera de Aarón» (Hb 7,11). Al hacerlo así, la carta a los Hebreos aplica a Jesús lo que el salmo 110 (109) pone en boca de Dios, que dice del Mesías, hijo de David: «Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec» (Sal 110,4).

Jesús no ofrece como Aarón y los levitas del templo de Jerusalén sacrificios de machos cabríos y becerros y toros, que no pueden borrar los pecados. Jesús ofrece a Dios el sacrificio nuevo y duradero: la ofrenda de sí mismo, de su Cuerpo y de su Sangre prefigurados en el pan y el vino de la ofrenda de Melquisedec. Jesús presenta esta ofrenda de sí mismo al Padre y la hace duradera en la Eucaristía, donde su sacrificio se halla siempre presente, porque la entrega de Jesús, realizada de una vez para siempre, se encuentra en el pan y el vino eucarísticos consagrados en la Misa por el sacerdote, que actúa no por sí mismo sino en la misma persona de Jesús.

La institución de la Eucaristía por Jesús en la última Cena es evocada por san Pablo en la primera carta a los Corintios que hoy también hemos escuchado. Si tomamos conciencia de la santidad de la ofrenda que es el sacrificio eucarístico, comprenderemos mejor que el apóstol san Pablo trate de poner orden en la celebración de la Cena del Señor que realizan los cristianos de Corinto. En la comunidad corintia, en efecto, el sacramento de la Eucaristía ha sido mezclado y de hecho perturbado por las comidas los cristianos, por el ágape que celebraban y que diferenciaba a ricos de pobres, profanando el significado de la Eucaristía.

San Pablo recrimina esta conducta y recuerda la institución de la Eucaristía por Jesús remitiéndose a las palabras mismas del Señor en la última Cena. Les explica de este modo cómo en la Eucaristía se halla presente el sacrificio de Cristo que convierte la Eucaristía en proclamación de la muerte redentora del Señor hasta su venida gloriosa: «Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1 Cor 11,26). San Pablo separa de esta manera las comidas profanas de la comida sagrada de la Eucaristía, que el cristiano ha de recibir dándole su justo valor: «Por tanto, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor» (1 Cor 11,27).

Dar el justo valor
al cuerpo y a la sangre del Señor es reconocer en la Eucaristía al mismo Cristo y adorar el misterio de su presencia, porque él está presente en la Eucaristía con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Es todo él, Cristo Dios y hombre verdadero, con su sacrificio en la cruz y gloriosamente resucitado, y entronizado en el cielo, el que se hace presente en la Eucaristía y nos entrega el alimento de vida eterna en la sagrada Comunión. No podemos, por ello, comulgar indignamente este sagrado banquete que nos da la vida divina y nos une en el cuerpo del Señor, creando en nosotros aquella fraternidad que es el resultado de la filiación divina de Cristo, la que por ser el Hijo eterno de Dios él tiene por naturaleza y nosotros recibimos por adopción.

Jesús nos invita a este sagrado banquete y nos pide aquella pureza para recibirle que exige de nosotros dar a la Eucaristía el valor que tiene, reconociendo en ella el santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, de modo que comulgar en ellos exige de nosotros hacerlo de forma digna, aborreciendo el pecado y habiendo recibido el perdón en el sacramento de la Penitencia, cuando así lo requiere nuestra situación ante Dios. Sólo así la comunión eucarística crea la verdadera fraternidad que Jesús anunció en sus comidas con la multitud que le seguía, como hemos visto en el evangelio de san Lucas.

Jesús no excluye a nadie de su invitación y a todos llama a su banquete, para que por la comida que ofrece se realice aquella unión con Dios y con los hombres que nos convierte en morada de Dios uniéndonos en su Cuerpo y Sangre, sacramento de la unidad de la Iglesia, en la cual se anuncia la unidad de todo el género humano (cf. Vaticano II: Const. dogm. Lumen gentium, 1). Jesús tiene el poder que el Padre le ha dado de saciar el hambre de la multitud haciendo que se recojan las sobras: «doce cestos» (Lc 9,17), sobreabundancia de la misericordia divina. La multiplicación de los cinco panes y de los dos peces manifiesta el carácter universal de la comida que Jesús ofrece, porque él se inmoló en la cruz, «para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52).

La fe eucarística es la medida de la fe cristiana y su debilitamiento es enfriamiento de la fe cristiana. La fe eucarística sostiene y realiza nuestro ofrecimiento con Cristo, como nos enseña la doctrina de la fe: «En la Eucaristía el sacrificio de Cristo se hace también sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un nuevo valor» (CCE, n.1368). Al participar en la comunión, los fieles se nutren del don de gracia el Cuerpo y Sangre del Señor y se saben llamados a abrir la mesa eucarística a los necesitados y los pobres, a cuantos necesitan que el amor de Dios se manifieste en la fraterna caridad de los cristianos.

De este modo la Eucaristía concentra en sí misma el amor de Dios y el amor de los hombres nuestros hermanos. No dejemos de unir ambos amores que se hacen uno en el amor de Cristo por nosotros. No podemos amar a Dios y no amar a nuestros hermanos. Es Jesús el que nos dice como a los apóstoles: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Quien no ama al prójimo niega el amor de Cristo y la caridad de Dios no habita en él. Que así lo sintamos al acercarnos hoy a la mesa del banquete eucarístico.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

Corpus Christi

2 de junio de 2013

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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