Homilía en la solemnidad de la Santísima Virgen del Mar, Patrona de la Ciudad de Almería

Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería.

Lecturas bíblicas: Eclo 24,1.3-4.8-12.19-21

Sal Jdt 13,18bcde.19

Gál 4,4-7

Lc 11,27-28

En la ciudad amada encontré descanso,

y en Jerusalén reside mi poder.

Arraigué en un pueblo glorioso,

en la porción del Señor, en su heredad.

Eclo 24,11-12.

Queridos sacerdotes,

Miembros del Excelentísimo Cabildo Catedral,

y de la Comunidad de Frailes de Santo Domingo;

Ilustrísimo Sr. Alcalde,

Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades civiles y militares;

Miembros de la Cofradía de la Virgen y cofrades de las hermandades de la Virgen que habéis peregrinado hasta el Santuario de la Virgen del Mar;

Hermanos y hermanas:

La solemnidad de la Patrona nos llena de gozo y pone el broche de oro a estas fiestas en su honor. Celebremos hoy esta solemne misa estacional, presidida por el Obispo diocesano y acto central de esta fiesta mariana que nos congrega. Esta fiesta patronal es motivo de gozo grande para todos los hijos de esta ciudad que se glorían en el patronazgo de Santa María Virgen sobre nuestra capital y sus poblaciones arrabales. Nuestra alegría festiva es expresión de la fe que tenemos en que, en verdad, María mora espiritualmente entre nosotros, y su presencia es la presencia de quien está en medio de la Iglesia, en la cual se prolonga y realiza «el Israel de Dios» (Gál 6,16), el pueblo de la elección, que es —como dice el libro del Eclesiástico— lugar de descanso, porción y heredad de la divina Sabiduría.

Son palabras que la sagrada Escritura dice de Cristo, Sabiduría eterna de Dios, Palabra del Padre que puso su tienda en la morada amada de Dios, en la Jerusalén elegida, en el pueblo de la elección. Palabras que hablan de la encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María, la hija de Sión, donde se recapitula la porción del pueblo elegido que Dios tiene por trono y morada de su descanso.

Estas palabras del Eclesiástico, por extensión, tienen su significado mariológico, que la Iglesia aplica, a la luz de la fe, a la Virgen María, «mística ciudad de Dios», como la llamó la Madre Ágreda, donde reside la Sabiduría, morada donde se hizo carne y arraigó en un pueblo glorioso. María es el trono de la Sabiduría y como tal la invocamos en las letanías del Rosario, en las que aparece con los títulos y las metáforas que expresan su misión y ministerio al servicio de la humanidad: su divina maternidad.

La grandeza de María está, ciertamente, en su maternidad divina, pero ésta es inseparable de su condición de inmaculada, libre de pecado y obediente receptora y ejecutora de la Palabra de Dios, que ella hizo vida de su vida. Lo expresa bien el pasaje que hemos escuchado como evangelio de la solemnidad. Las palabras de Jesús causaron tal admiración en aquella buena mujer que la hicieron exclamar: «¡Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!» (Lc 11,27b), pero Jesús repuso: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y las cumplen» (Lc 11,28). La grandeza de María reside, ciertamente, en su maternidad, pero sólo fue elegida como madre del Hijo de Dios por ser la creyente en Dios, la que todo lo fio en su Palabra y se sometió de buen grado, con fe a toda prueba a la voluntad divina, respondiendo al ángel que le anunció que sería madre del Hijo del Altísimo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

San Agustín comenta la concepción de la Palabra de Dios por María del modo conocido. Dice el santo Doctor: «María es bienaventurada porque oyó la palabra de Dios y la puso en práctica, porque más guardó la verdad en la mente que la carne en el vientre. Verdad es Cristo, Carne es Cristo. Verdad en la mente de María. Carne en el vientre de María, y vale más lo que se lleva en la mente que lo que se lleva en el vientre» (San Agustín, Sermón 25,7; versión según ed. de BAC de Obras de San Agustín, t. VII. Sermones, Madrid 1950, 157).

Como he escrito en la carta a los diocesanos con motivo de esta fiesta patronal: «Que María sea la creyente por excelencia, hija de Abrahán, el padre de la fe; y que ella sea la recapitulación de la historia de fe de su pueblo, pone ante el mundo de manifiesto, como dice san Agustín, que María, la «hija de Sión», concibió la palabra de Dios en su mente antes que en su vientre. Oyó la palabra de Dios y la acogió como tal, haciendo de ella razón de su existencia; y porque acogió en la mente la palabra divina, la concibió en sí misma «guardándolo todo en su corazón» (cf. Lc 2,51); y al hacerlo así, Dios la encontró preparada para acoger a su Hijo en su vientre» (Mons. A. González Montes, La fe de María, modelo de los discípulos de Jesús. Carta a los diocesanos en el día de la Patrona. 24.8.2013).

Esta es la clave espiritual de la maternidad divina de María: la fe, que en ella encontramos realizada en modo pleno y perfecto, seguida por la fe de José, su esposo, y la fe de todos los santos, que han vivido de la Palabra de Dios. La fe de María es el presupuesto o premisa del mensaje apostólico de san Pablo, que hemos escuchado en la carta a los Gálatas: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos Dios envió a su hijo, nacido de mujer, nacido de la ley, para que recibiéramos la adopción filial» (Gál 4,4-5). Por la fe, María concibió a su Hijo y en él hemos sido hechos «hijos de Dios». La filiación divina adoptiva con la que hemos sido agraciados en Cristo es la que nos permite el acceso a Dios, a quien podemos invocar como «¡Abba, Padre!» (Gál 4,6). En la maternidad de la Virgen creyente hemos sido agraciados con la paternidad de Dios, que nos ha sido dada por la obra redentora de su divino Hijo.

En este Año de la Fe queremos hacer muchas cosas, pero nada de cuanto podamos hacer será comparable al acrecentamiento de nuestra fe, que sólo podemos nutrir mediante la Palabra de Dios. ¿Pasará este Año de la Fe sin que hayamos hecho grandes cosas por instruirnos en la fe y purificar nuestra fe? Instrucción en la fe que es crecimiento en el conocimiento de la palabra de Dios, que encuentra su plenitud en el conocimiento de Cristo. En Jesucristo, Verbo de Dios hecho carne en María, Dios ha ofrecido al mundo el alimento de vida eterna. Son las palabras de revelación de Jesús: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el viene a mí no tendrá sed jamás» (Jn 6,35). Comenta el Papa Benedicto XVI que aquí, en estas palabras de revelación de Jesús, se manifiesta la verdad de la encarnación: «la Ley se ha hecho Persona. En el encuentro con Jesús nos alimentamos, por así decirlo, del Dios vivo, comemos realmente el pan del cielo» (J. Ratzinger / Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, 316; cf. Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini [VD], 30 septiembre 2010, n.54).

Creceremos en la fe si conocemos la palabra de Dios en la Escritura, porque la Escritura habla de Cristo, y en el trato personal con Jesucristo y en el alimento que es Cristo, llegaremos a entender mejor las sagradas Escrituras, porque «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). Ciertamente es así: «De este modo, en el misterio de la Eucaristía se muestra cuál es el verdadero maná, el auténtico pan del cielo: es el Logos de Dios que se ha hecho carne, que se ha entregado a sí mismo por nosotros en el misterio pascual» (VD, n. 54).

Necesitamos además purificar nuestra fe, renunciando a cuanto de idolatría y pecado hay en nosotros: renunciando a buscarnos a nosotros mismos, a vivir de la vanidad de creer que ya estamos salvados y convertidos del todo; y entregándonos a buscar la co
nversión de mente y corazón a Dios, y dejar que el Espíritu Santo transforme nuestra vida y la conduzca por el camino de la santidad, mediante el progreso constante en el cumplimiento de los mandamientos de Dios y de la Iglesia.

Una vida de fe pasa por la identificación de la propia fe con la fe de la Iglesia. No hay otro principio de comunión, porque la fe de la Iglesia nos precede y es la norma de la fe personal de los que son miembros del cuerpo de Cristo, acogiendo con corazón convertido la palabra de Dios, y en humildad acatamiento el magisterio de los pastores y sus decisiones de legítimo gobierno pastoral. Una vida de fe pasa por la caridad fraterna que torna eficaz la conversión haciendo fructificar la fe en fruto de buenas obras: abriendo el corazón al prójimo que con nosotros participa de la filiación de los hijos de Dios; sobre todo, al prójimo necesitado, al pobre y al indigente, al forastero y al anciano, al enfermo y todo el que sufre. Es así como se realza la comunión de la fe que es comunión eclesial y se manifiesta en «perseverar en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hech 2,42).

En esta comunión eclesial, dice el libro de los Hechos que, en la comunidad de discípulos de la Iglesia incipiente, todos perseveraban unánimes en la oración. Con los Apóstoles y las santas mujeres en aquella Iglesia madre de Jerusalén estaba María la madre de Jesús (cf. Hech 1,14). María sigue en medio de la comunión eclesial como modelo y como madre. En ella Dios nos ha dado el modelo de fe que imitar y la madre a la que acudir. Por eso, como discípulos de Jesús su Hijo, tenemos que seguir el modelo que en ella tenemos, y a ella tenemos que acudir para que ella ponga en manos de su Hijo la súplica que elevamos a Dios nuestro Señor con confianza de hijos; la súplica que dirigimos por Cristo al que es Padre y Dios de misericordia, con la oración colecta con la que hoy hemos abierto la santa Misa: «vernos libres de las inquietudes de mundo y vivir según el corazón de Dios»; porque éste es el camino «para llegar felizmente a la patria celestial», anhelo y meta de la oración.

Que la Santísima Virgen del Mar, madre y señora nuestra así nos lo alcance de su divino Hijo a cuantos vivimos bajo su maternal patrocinio. No dudemos en acudir a la «Estrella del Mar», recordando las palabras de san Bernardo que hoy leemos en el Oficio divino: «Si la sigues, no te desviarás; si recurres a ella, no desesperarás. Si la recuerdas, no caerás en el error. Si ella te sostiene, no vendrás abajo. Nada temerás si te protege; si te dejas llevar por ella, no te fatigarás; con su favor llegarás a puerto» (De los sermones In laudibus Virginis Mariae: Homilía II, 4,17; ed. bilingüe de BAC de San Bernardo, Obras completas, t. II, Madrid 21994, 639). Amén.

Santuario de la Virgen del Mar

24 de agosto de 2013

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

Contenido relacionado

Enlaces de interés