Homilía en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción

El pasado día 8, en la Catedral de Almería, con el Obispo D. Adolfo González Montes.

Lecturas: Gn 3,9-15.20; Sal 97,1-4; Ef 1,3-6.11-12; Lc 1,26-8

El pasado 8 de noviembre de cumplían 250 años de la bula del Papa Clemente XIII declarando Patrona de España a la Inmaculada Concepción. Fueron las Cortes españolas las que, por medio del rey Carlos III, pidieron al Papa Clemente XIII el patronazgo de la Inmaculada sobre España, siendo concedida por el Papa mediante la bula del 8 de noviembre de 1760. El 16 de enero de 1761 Carlos III daba carta de naturaleza legal al patrocinio mediante decreto-ley que proclamaba este patrocinio sobre todos los Reinos de España.

Desde entonces la fiesta de la Concepción Inmaculada de María se ha convertido en un referente litúrgico y devocional de primer orden del catolicismo español. La fe en la concepción inmaculada de María caracteriza la historia de España. En 1466 se produce en Castilla el primer voto por la Inmaculada, seguido de un movimiento inmaculista cada vez más definido y entusiasta, que da origen a apasionadas controversias y de la Inmaculada se hace causa común de toda la nación desde el siglo XVI. La crónica de la mariología hispana observa que los reyes, obispos y teólogos de las diversas órdenes religiosas, secundados por las universidades, municipios y cabildos catedralicios, al igual que las distintas clases y estamentos civiles y eclesiásticos dieron cauce histórico al sentido de la fe en el misterio de la Inmaculada Concepción. En el siglo XVII se creó en España una Real Junta de la Inmaculada, que patrocinada por los Reyes elevaría súplicas ante el Papa a favor de una definición dogmática de este misterio de fe: que María fue concebida sin pecado original en aras de su divina maternidad.

El fervor inmaculista recorre las regiones de España con singular eco en toda Andalucía. Con toda justicia se ha dicho que España entera y en especial Andalucía se consideran tierra de María Santísima. Los Papas han respondido a tanto amor por la Inmaculada Virgen María con amor pastoral por nuestra nación y nuestra historia, manifestado de mil formas y en diversas circunstancias.  Este amor de los obispos de Roma por esta tierra mariana se recapitula en la despedida del siervo de Dios Juan Pablo II, de acendrada piedad mariana, en la despedida de su último viaje a nuestro país con motivo de la canonización de cinco santos españoles, entre ellos los andaluces san Pedro Poveda, san José María Rubio y santa Ángela de la Cruz. Consciente el Papa de su llegada final a la meta de su peregrinación, se despedía diciendo: “¡Hasta siempre, España! ¡Hasta siempre, tierra de María!”.

La fe en el misterio de la Inmaculada nos vino del Oriente, donde san Andrés de Creta y otros Padres del siglo VIII contemplan la concepción de María como obra del designio de Dios. Ya los evangelios apócrifos hablaron de este designio divino en la maternidad de santa Ana. La fiesta se introduce en Roma en el siglo XIII y se extiende a la Iglesia universal en el siglo XV, pero ya a mediados del siglo XI esta fiesta tiene su preludio en la fiesta de la concepción de santa Ana el 9 de diciembre.

La definición del dogma de la Inmaculada por el beato Pío IX el 8 de diciembre de 1854 afianzó el carácter universal de esta fiesta, que desde entonces ha adquirido un esplendor singular en la Iglesia. En ella nos honramos hoy y contemplamos el misterio de la Concepción Inmaculada de María como el anuncio de la victoria definitiva sobre el pecado en cada uno de los bautizados, por obra de la redención de Cristo. Esta victoria es ya realidad consumada en María, glorificada por Dios Padre y elevada a la gloria del Resucitado, de la cual participa con su Hijo. Es la suerte de la humanidad que esperamos y que ya ha comenzado a hacerse realidad en nosotros por el bautismo, que nos ha configura con la muerte y la resurrección de Cristo, en espera de su plena consumación en nosotros.

El libro del Génesis anuncia la victoria de Cristo, nuevo Adán y descendencia de la mujer que pisará la cabeza de la serpiente, pues “la muerte entró en el mundo por envidia del demonio y la experimentan sus secuaces” (Sb 2,24). María no nació virginalmente como su divino Hijo, pero el misterio de su concepción miraba a Cristo, que había de nacer virginalmente de sus entrañas. María, que nació conforme a la ley natural pero que estaba destinada a ser la madre del Hijo eterno de Dios, no podía de venir a este mundo con el mismo pecado que desde el origen marca la vida de los humanos, por eso fue librada de él para ser madre del “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Como dice la oración colecta que hemos recitado, María fue preservada de toda mancha de pecado en previsión de la muerte del Hijo, en cuya sangre hemos sido redimidos y salvados de la muerte eterna. Es la gracia preveniente de Cristo redentor la garantía de la inmaculada concepción de la Virgen, que se vio así libre de todo pecado desde el primer instante de su purísimo ser natural.

            Estamos ante la que fue concebida libre de todo pecado para ser madre de Dios, porque el hijo de María es al mismo tiempo el Hijo de Dios, Dios de Dios y luz de luz, en el que no cabe sombra alguna de pecado. En la controversia de Jesús con sus adversarios, Jesús se enfrenta a la acusación blasfema de sus enemigos, planteándoles un duro interrogante que desvela la mala intención de quienes lo quieren acusar de pecado. Jesús les dice: “¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador?” (Jn 8,46).

Jesús es, en verdad, el Justo único, porque fuera de él, dice el salmista: “No hay quien haga el bien, ni uno siquiera” (Sal 52,4). En Cristo Jesús hemos sido elegidos desde toda la eternidad y hemos sido predestinados a ser conformes con la imagen del Hijo de Dios, “para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1,4). Porque Dios, en efecto, nos ha querido conformes con la imagen del Verbo hecho hombre, Jesucristo nuestro Señor, el hombre totalmente según la voluntad de Dios.

Hoy vivimos en una sociedad en la que la cultura se halla marcada por el prejuicio antirreligioso que siembra la creencia infundada de carecer carencia de culpa propia. Estamos ante un fenómeno exculpatorio que, todo lo más proyecta sobre la sociedad misma las conductas desviadas de los seres humanos, como si éstos no fueran capaces del bien y del mal y, por tanto, sujeto de verdaderos actos morales. Hay una relación intrínseca entre el oscurecimiento de la idea de Dios y la disolución de la conciencia de pecado, pero un mundo caído en sus propias redes que teje el mal y que al mismo tiempo rechaza al redentor, ¿qué futuro puede esperar de sí mismo, de sus propias capacidades y poderes? ¿Podrá el hombre de hoy exculpar sus malas acciones
por el hecho de pretender vivir de espaldas a la conciencia moral que Dios ha inscrito en su ser?

La fiesta de la Inmaculada Concepción ha de reavivar en nosotros la vocación a la santidad como vocación universal de los hijos de Dios. Una vocación que, por la voluntad de Dios que nos quiere santos, tiene que orientar tanto la vida de consagración como la viga conyugal y familiar, la vida personal y la vida en sociedad. La Iglesia, al ensalzar a María, nos propone el ideal de humanidad que Dios quiso para cada ser humano y que el pecado malogró. La Iglesia, al proponernos este ideal, no lo hace para que nos resignemos ante su imposible realización, sino para estimularnos a ser conformes con la humanidad de Jesucristo, que ha ensalzado a su Madre y nos ensalzará a cada uno de nosotros cuando se consume la redención en nuestra propia persona, y nos veamos libres definitivamente del pecado y de la muerte eterna.

La belleza de la humanidad sin pecado de María nos estimula a no cejar en el empeño de seguir a Cristo, Hombre nuevo, y a dejar que la gracia divina nos conforme a su imagen, para que lleguemos a ser criatura nueva en él. Cristo propuso a todos el mismo ideal de santidad como realización de la propia vida, como dice el Vaticano II, cuando afirma: “Los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propios méritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe los han hecho verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos. Por eso deben, con la gracia de Dios, conservar y llevar a plenitud en su vida la santidad que recibieron” (Vaticano II: Const. dogm. sobre la Iglesia Lumengentium, n.40).

La santidad es la vocación cristiana, que se hace realidad haciendo verdad en nosotros la voluntad de Dios, como María acogió el designio de Dios sobre ella, haciendo posible la redención humana por el nacimiento de sus entrañas de Cristo redentor. Acogemos la voluntad de Dios cuando acogemos su palabra llevándola a cumplimiento. Jesús habló de la excelencia de María en aparente desconsideración de su madre al establecer el criterio del verdadero parentesco con él que cabe invocar: “Quien cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mc 3,35 y par). María, sin embargo, es justo aquella mujer bendita entre las mujeres, elevada sobre los ángeles y los santos, porque en su existencia, enteramente unida al designio de su propio Hijo, se ha realizado la voluntad de Dios. María escucho y acogió la palabra de Dios y respondió al ángel que la saludaba como la llena de gracia: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

Es cierto que la vocación a la santidad pasa por momentos de oscurecimiento de la voluntad de Dios, situaciones de particular dificultad, pero en ellas también nos precede María, quien hubo de afrontar la voluntad de Dios sobre el que también era su propio hijo siendo traspasada por un espada de dolor ya desde los primeros momentos de la existencia humana del Salvador. Libre de todo pecado, María se acogió al amor de Dios que la había elegido para ser la madre de su Hijo sin comprender por entero de qué forma habría de afrontar su situación ante José su esposo; cómo habría de ser el nacimiento de Jesús y su posterior infancia y ocultamiento en Nazaret hasta la hora del Hijo, que ella misma adelantaría en Caná de Galilea, fiel creyente en el misterio de su propio Hijo.

Que la celebración de esta fiesta de María nos ayude a hacer nuestra la voluntad divina, que siempre es voluntad de salvación, apuesta divina por el hombre contra el pecado que lo destruye y aniquila su futuro de vida y gloria, de dicha eterna. En la liberación de María del dominio del pecado celebramos hoy nuestro triunfo, que esperamos ver cumplido por la misericordia de Dios; e invocamos la protección de la Virgen, por cuya divina maternidad nos vino el autor de la vida. Que ella nos asocie a su plegaria de intercesión y nos lleve hasta su Hijo, que nos ahora, bajo la figura del sacramento, vida y salvación en el pan eucarístico con el que nos alimenta para que tengamos vida.

S.A.I. Catedral de la Encarnación
8 de diciembre de 2010

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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