Homilía en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción

Palabras del Obispo de Almería en la Catedral, en la celebración de la Inmacualada y la Ordenación de presbíteros.

Lecturas bíblicas: Gn 3,9-15.20

Sal 97,1-4

Rom 15,4-9

Lc 1,26-38

Queridos hermanos sacerdotes y diáconos;

Religiosas y seminaristas;

Queridos ordenandos que hoy recibís el sacramento del Presbiterado,

Queridos fieles laicos, hermanos y hermanas en el Señor:

Celebramos el segundo domingo del Adviento y en el calendario litúrgico coincide con este domingo la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen María. En medio del Adviento, la María emerge como la realización acabada de la Iglesia y su figura, llena de gracia y santidad. La lectura del Génesis nos recuerda que el hombre es pecador desde el origen, pero redimido por Cristo, la vocación del hombre prefigurada en la Virgen María, en quien ha encontrado realización plena, es el camino de la santidad.

En el relato del Génesis, el autor sagrado narra la caída original en un lenguaje simbólico que da cauce a una realidad histórica como es el hecho del pecado original. Desde los orígenes de la humanidad el pecado es una realidad contundente en la existencia humana, pero con la narración del pecado el primer libro de la Biblia incluye la promesa de la redención que Dios hace al hombre caído. Esta promesa ha recibido con toda razón el nombre de protoevangelio, porque es, de hecho, la primera «buena noticia» (que eso significa «evangelio») tras el pecado y la dura condena merecida por nuestros primeros padres.

Dios maldice al demonio, porque «por envidia del diablo —dice el libro de la Sabiduría— entró la muerte en el mundo, y la experimentan los de su bando» (Sb 2,24), porque la muerte es consecuencia del pecado y sólo con la victoria sobre el pecado que ha obtenido Jesucristo Señor ha sido definitivamente vencida. De ahí que el protoevangelio genere en el creyente la esperanza firme y cierta en la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado. Victoria del Resucitado que da paso a la bendición de Dios sobre su pueblo, porque creados en Cristo Jesús, todos estamos predestinados vivir de la victoria de Cristo, a la cual se llega por el camino de la santidad de vida. En Cristo hemos sido bendecidos, dice san Pablo en la carta a los Efesios, que tradicionalmente se lee en este día de la Inmaculada, siempre que no caiga en domingo.

La bendición que recoge la segunda lectura de esta solemnidad (que se lee cuando la fiesta de la Inmaculada no cae en domingo) dice que Dios «nos ha destinado en la Persona de Cristo —antes de crear el mundo— para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4). El Apóstol de las gentes aplica esta predestinación de modo genérico a la humanidad redimida y salvada por el misterio pascual de Cristo, pero de modo concreto lo hace para designar aquellos que han sido elegidos y congregados en la asamblea y congregación de los santos. ¿Quiénes son aquellos a los que san Pablo llama «santos»? El Apóstol llama «santos» en un sentido también general a todos los cristianos, por cuanto han sido elegidos en Cristo y agregados a la congregación de los santos y participan así de la asamblea litúrgica, a la cual han sido llamados y en ella congregados. La carta a los Efesios prolonga en la asamblea litúrgica cristiana la asamblea litúrgica de Israel, que había de celebrarse en el día séptimo de la semana, el sábado, día liberado de la servidumbre del trabajo (cf. Lev 23,24).

San Pablo explica que la asamblea de los bautizados lleva esta denominación de «asamblea de los santos» por cuanto han sido destinados a ser hijos en el Hijo y, en como tales, están llamados a ser irreprochables ante Él en el amor. Elegidos en Cristo, los cristianos han de revestirse de aquella bondad que se manifiesta en las entrañas de misericordia del mismo Dios, practicando la humildad y la mansedumbre, la generosidad que les permite entregarse en recíproco amor, otorgándose el perdón conforme han sido personados por Cristo. Se trata de una «elección para la santidad» que es ejercicio de la bondad misericordiosa de Dios y se revela en la redención de Cristo. Gracias a esta obra de redención llevada a cabo por Cristo, el hombre ha sido liberado del pecado y, una vez liberado el hombre interior de las pasiones y concupiscencias de la carne, es decir, del hombre viejo y de las apetencias del pecado, está llamado a vivir «revestidos del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y la santidad de la verdad» (Ef 4,24).

Ciertamente, el hombre no puede por sus propias fuerzas realizar esta vocación a la santidad, pero cuenta con la gracia de Cristo, en el cual ha sido creado y también elegido, «para que la gloria de su gracia que tan generosamente nos ha concedido redunde en alabanza suya» (Ef 1,6). A esto hemos sido destinados y es posible por gracia de Dios, de otro modo no le sería posible al hombre conformar su existencia con Cristo, en el cual ha sido creado y elegido para la santidad. Así quien hace santos a los cristianos es Dios mismo que obra por medio del Espíritu Santo, creando en nosotros un hombre interior nuevo y redimido. Es Dios el que, mediante la fe y el bautismo, por su gracia misericordiosa, «nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. / Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, / y nos ha hecho arrancados de la potestad de las tinieblas, / y nos ha trasladado al reino del Hijo de su Amor, por cuya sangre hemos recibido la redención la redención, el perdón de los pecados» (Col 1,12-13).

Esta doctrina de fe que nos transmite el Apóstol tiene un destino universal, tal como nos recuerda san Pablo en este segundo domingo del Adviento, en la carta a los Romanos que hemos leído como segunda lectura, aplicable gentiles o paganos igual que a judíos; porque Cristo —dice el Apóstol de las gentes— se hizo servidor de los judíos para probar la realidad cumplida de las promesas de Dios a los padres; y del mismo modo, Dios acoge en Cristo a los gentiles, para que alaben a Dios porque ha tenido misericordia de ellos.

En Cristo, pues, judíos y gentiles estamos predestinados a la salvación, siempre que queramos salvarnos. Jesús es el Salvador universal de unos y otros, sólo es necesario dejar hacer a Dios y responder a su gracia en la obediencia de la fe, como hizo la bienaventurada Virgen María. Dios predestinó de forma singular a la Virgen para que, redimida por anticipado del pecado original y limpia de toda culpa desde el primer instante de su ser, pudiera ser la madre de Cristo, el Salvador de todos.

Tal es el sentido del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen, a la que Dios preservó de toda macha de pecado. Su imagen y su ejemplo nos preceden y nos guían porque en ella se nos ofrece la realización cumplida de las promesas de Dios, para alentar nuestra vida de peregrinos hacia la meta sin desfallecer. María orienta nuestra peregrinación por el camino de la santidad hacia Dios; y no sólo nos orienta, sino que, además, nos ayuda a transitar por este camino de perfección que Dios quiere de nosotros. María nos enseña cómo hemos de acoger en nosotros la Palabra de Dios caminando en la obediencia de la fe, que ilumina nuestro caminar abriéndonos al sentido de nuestra vida.

Para ayudarnos en nuestra peregrinación quiere Dios que recibamos la gracia de Cristo por medio de ministerio de los sacerdotes, porque ellos representan a Cristo, único Sacerdote y Mediador, que sigue actuando nuestra propia salvación al otorgarnos su gracia mediante predicación de la Palabra divina y las acciones sagradas de los sacramentos, particularmente la Eucaristía, que los sacerdotes administran en favor del pueblo fiel en la persona misma de Cristo. De ahí la importancia que cobra en los sacerdotes la santidad de vida, tan ponderada por el II Concilio Vaticano. Decía, en efecto, el Conci
lio que los sacerdotes están especialmente obligados a alcanzar la perfección para la que nos destina y dispone la gracia bautismal; y para que puedan lograr la santidad que requiere su ministerio enseña el Concilio de qué modo «el sacramento del Orden los ha consagrado de una nueva manera a Dios y los ha hecho instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para que puedan continuar a través de los tiempos su obra maravillosa…» (VATICANO II, Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 12a).

Queridos hijos y hermanos nuestros, que hoy recibís el ministerio sacerdotal, después de haber ejercido el ministerio del diaconado y una vez que habéis alcanzado la formación y maduración personal que requiere el nuevo ministerio que, por medio del Obispo, os confían Cristo y la Iglesia: tened bien presente que la santidad de vida se alcanza mediante la configuración permanente con Cristo sacerdote y que, por esta configuración con la persona y el ministerio de Cristo, ayudaréis a los fieles a recorrer también ellos el camino de santidad que es vocación universal de la existencia cristiana. Como el Concilio enseña, aun cuando la gracia de Dios es capaz de actuar incluso mediante ministros indignos, lo que Dios dispone y quiere de vosotros es mostrar sus maravillas por medio de ministros verdaderamente dignos, a pesar de nuestra humilde condición de pecadores; ministros que, «dóciles al impulso y a las inspiraciones del Espíritu Santo, por su unión íntima con Cristo y por su santidad de vida pueden decir: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Gál 2,20)» (PO, n. 12c).

Hoy, al consagraros mediante el sacramento del Orden, pedimos a Dios que os mantengáis fieles en el camino que emprendéis y así os queremos confiar al cuidado maternal y a la intercesión constante de la Inmaculada Virgen María, Madre de Cristo y madre espiritual amorosa de la Iglesia, pidiéndole que custodia amorosa vuestra vida de sacerdotes de Cristo. Se lo pedimos a la Virgen este día en que nuestro Seminario Menor celebra su fiesta patronal, puesto como está bajo el patrocinio de la Inmaculada. El Seminario Menor es lugar privilegiado donde los llamados desde la primera hora de la infancia madura y de la adolescencia dan los primeros pasos vocacionales hacia la meta que un día les llenará de gozo. Que ellos vean en vosotros, que hoy sois ordenados presbíteros el ejemplo que seguir que les ilusione y les estimule a recorrer el mismo camino.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

8 de diciembre de 2013

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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