Homilía en la solemnidad de la Asunción

Homilía de Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería, en la solemnidad de la Asunción de la B. V. María

Lecturas bíblicas: Ap 11,19; 12,1-6.10; Sal 44,11-12.16 (R/. «De pie a tu derecha está la Reina enjoyada con oro»); 1Cor 15,20-26; Aleluya («Hoy es la Asunción de María: se alegra el ejército de los ángeles»); Lc 1,39-56.

Queridos hermanos y hermanas:

La fiesta de la Asunción de la Virgen María es ocasión de celebraciones marianas en muchas de las poblaciones de nuestro país, que celebran sus fiestas patronales festejando diversas advocaciones marianas, que dan nombre concreto a la Madre de Dios y Madre de la Iglesia en consonancia con la historia cristiana del lugar, en la cual ha tenido un puesto singular la Virgen María. En esa historia propia de cada lugar la presencia de María ha desempeñado un singular cometido, ayudando a la comunidad cristiana a mantener la fe y gozarse en ella como timbre de honor y alborozo. A veces, ha sido el hallazgo de una imagen de la Virgen, hecho que la leyenda piadosa gusta interpretar como una aparición, dando por lo general motivo a la construcción de una ermita en honor de la Virgen.  Otras veces, la singular veneración que se comenzó a tributar a María en un determinado momento tiene como motivo gracias y beneficios espirituales y materiales recibidos de Dios por intercesión de la Virgen María, amadísima siempre por los fieles. Ella no ha dejado nunca de estar presente en la vida de las comunidades cristianas, porque por ella nos vino el Autor de la Vida Jesucristo Nuestro Señor.

Al celebrar la glorificación de la Virgen María, la Iglesia celebra la consumación en Cristo de cuantos creen en él. Esta glorificación se adelanta en la Madre del Redentor por singular privilegio de su maternidad divina. Se trata de un privilegio que responde al puesto de María en la historia de la salvación del género humano, tal como lo afirma el magisterio de la Iglesia: María fue dotada por Dios con dones a la medida de su misión tan importante: ser la Madre del Salvador[1]. Por medio de la Virgen María nos fue dado el Redentor del mundo, que asumió plenamente la naturaleza humana recibiéndola de su madre inmaculada. María fue preservada de todo pecado y concebida sin mácula o mancha alguna desde el primer instante de su concepción inmaculada. Redimida desde su concepción, María estuvo siempre “llena de gracia”, como el ángel Gabriel la saludó al anunciarle el nacimiento de Jesús (Lc 1,28)[2].

Toda santa”, como es llamada por los Padres de la Antigüedad cristiana (Panaghia), alcanzó la gloria mediante el misterio de su dormición, como quiere el Oriente cristiano, parta hablar de la muerte de la Virgen, que es tránsito a la gloria de la resurrección, misterio que la fe confiesa haber acaecido en María por su gloriosa Asunción en cuerpo y alma a los cielos como confiesa la fe de la Iglesia latina. Así, «la Asunción de la santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos»[3]. Glorificación que es ciertamente triunfo de la acción de la gracia de Dios en María, que concibió virginalmente a Cristo por obra del Espíritu Santo y fue sostenida en las pruebas que hubo de afrontar al cooperar con su Hijo a la salvación del mundo. Aceptó el designio de Dios para ella con fe firme en la apalabra de Dios, y los dolores que fueron como espada atravesando su corazón hasta el paroxismo de la cruz en que hubo de contemplar a Jesús, aparentemente desamparado de Dios y sepultado entre los muertos.  Dios, que la eligió y la predestinó a ser madre de su Hijo, al que estuvo asociada en su vida terrena y ahora aparece junto a Él en el cielo, donde vive gloriosa sin dejar sin dejar de ejercer su maternal cuidado espiritual sobre nosotros.

El libro del Apocalipsis presenta la apertura del templo celestial, para mostrar el arca de la Alianza perdida durante la destrucción del templo de Salomón por los babilonios en el siglo VI antes de Cristo. En el segundo libro de los Macabeos se dice que el profeta Jeremías guardó en una cueva la Tienda, el arca y el altar del incienso, tapó la entrada de la cueva y les dijo a los judíos que el lugar quedaría desconocido hasta que Dios volviera a reunir a su pueblo (2Mac 2,5-8). El tiempo del hallazgo llegaría con la instauración por Dios de su reinado, y esto es lo que quiere dar a entender el Apocalipsis. Los cielos se abren para mostrar que el tiempo de la salvación ha llegado con Jesús, y la nueva Alianza en su sangre da fundamento al nuevo pueblo de Dios. Este es el signo que precede a la visión de la mujer celestial que simboliza a la Iglesia naciente perseguida por el dragón, que amenaza el reinado del Cristo de Dios, el hijo de la mujer que el enemigo de Dios, el dragón rojo quiere vencer tragándose al niño que estaba a punto de dar a luz la mujer.

La lectura de este pasaje evoca la predicación apostólica, que engendra a Cristo en los creyentes hasta formar el nuevo pueblo de Dios, en el cual llega el reinado de Dios prometido por los profetas. El templo construido por Salomón fue destruido y después de la cautividad babilónica fue reconstruido, pero no podía ser el templo definitivo, como no lo fue la Tienda del encuentro con Dios que construyó Moisés y llegó hasta Salomón. En el evangelio de san Juan, en el pasaje en el que Jesús vuelca las mesas de los cambistas y mercaderes para purificar el templo, Jesús profetiza que él levantará el nuevo templo de su cuerpo, refiriéndose a su resurrección: «Destruid este templo y en tres días yo lo levantaré» (Jn 2,19).

La proclamación apostólica de la llegada del reino de Dios en Jesús provoca la resistencia de los poderes hostiles a Cristo, cuyo reinado quieren impedir persiguiendo al hijo que va a dar a luz la mujer apocalíptica. Esta lectura del Apocalipsis está referida a la Iglesia que, en medio de dificultades y persecuciones, lleva a Cristo al mundo; y puede ser referida también, como lo hace la liturgia, a la Virgen María, la mujer figura y madre de Cristo y de la Iglesia. María es contemplada como la mujer preservada por Dios en el cielo y oculta a los poderes del mundo, que da a luz el Mesías salvador y nos es presentada en el esplendor celestial que no puede destruir el Maligno y los perseguidores de la fe cristiana: «Una mujer vestida del sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas» (Ap 12,1). Esta visión de gran belleza anuncia proféticamente el triunfo de la mujer, madre del Mesías Jesús y de su Iglesia. En la comunidad eclesial continúa el pueblo de Dios, que se asienta sobre los doce apóstoles, en los cuales se prolongan las doce tribus de Israel. Esta mujer contemplada en el cielo sería así tanto figura de la Iglesia como figura María, y así en la tradición cristiana la Virgen es coronada por una aureola de doce estrellas. San Pablo en la despedida de la carta a los Gálatas saluda a cuantos se someten a la “nueva creación”, al renacimiento interior por la gracia del hombre nuevo, que ya no está legitimado por la circuncisión, sino por la fe en Cristo; es decir, el Apóstol saluda al pueblo cristiano en el que se prolonga el antiguo pueblo de Israel, y por eso mismo se despide de la comunidad de los Gálatas llamándola el «Israel de Dios» (Gál 6,16)[4].

La predestinación de María a ser la madre del Cristo salvador hemos de comprenderla a la luz del designio de salvación de Dios, quien «a los que había conocido de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Predestinada a ser la madre del Señor, María alcanzó la anticipación de la resurrección en su cuerpo, asociada en cuerpo y alma a la gloria de su Hijo, y así la Iglesia nos la presenta como la primera criatura configurada con la muerte y la resurrección de Cristo Jesús. En María se nos anticipa cumplida la esperanza de participar en la resurrección de Jesucristo, para gozar eternamente de la vida divina en el cielo. San Pablo establece un paralelismo entre el viejo Adán, por el cual entró el pecado en el mundo y todos murieron; y Cristo, nuevo Adán, por el cual «todos volverán a la vida» (1Cor 15,22). Luego añade, sobre nuestra participación en la resurrección de Cristo, que sucederá en el orden que establece la primicia de Cristo, a quien han de seguir los cristianos. Que Dios haya incluido en su designio anticipar la glorificación de María en cuerpo y alma confirma la esperanza de que también nosotros alcanzaremos este estado de gloria, si nos mantenemos fieles al Señor.

Todo lo que hacemos en la tierra ha de ir orientado a la gloria final, esforzándonos en transformar las realidades temporales de esta vida, para que sirvan de acicate de nuestra esperanza. A veces pareciera que no existe horizonte que pueda dar cauce a la esperanza del hombre, pero la Iglesia nos enseña que no sabemos cuándo será el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad (cf. Hch 1,7), y que la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa (1Cor 7,31), pero Dios ha preparado una morada nueva y una tierra nueva en la que habita la justicia (2Cor 5,2; 2Pe 3,13) y cuya bienaventuranza llenará y superará los anhelos del hombre (1Cor 2,9; Ap 21,4-5). Somos cuerpo y alma y, como completa estas afirmaciones el Vaticano II, si perseveramos en Cristo, reinaremos con él (2Tm 2,12), y a su gloria será asociada la entera de la creación, que hizo a causa del hombre (Rm 8,19-21)[5]. Pasarán la fe y la esperanza, pero permanecerá el amor, la caridad y sus obras (1Cor 13,8; 3,14), porque la vida en Dios es amor plenamente consumado.

Miremos a María coronada de gloria y dejemos a Dios realizar en nosotros, como lo hizo ella, las maravillas de la salvación. El evangelio recoge la visita de María a su prima Isabel, que la declara dichosa por haber creído (Lc 1,41), y a lo largo de los siglos se ha sumado la Iglesia a sus palabras, para felicitar a María tal como ella profetizó de sí misma: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo» (Lc 1,48-49). María cantó con la Escritura las grandezas que Dios realizó en ella, para dar cumplimiento a cuanto anunciaron los profetas.

La Iglesia la contempla ahora glorificada por haber creído y haber sido asociada para siempre a la redención de la humanidad. Bendigamos a Dios y confesemos que «para gloria de Dios omnipotente» y «para honor de su Hijo Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de la misma augusta Madre, y gozo y regocijo de toda la Iglesia, la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial»[6]. Que por su intercesión lleguemos nosotros a donde ella ha sido elevada y gozar junto a ella de la vida de Dios que nos viene por Jesucristo.

 

  1. A. I. Iglesia Catedral de la Encarnación

Almería, a 15 de agosto de 2021

 

X Adolfo González Montes

Obispo de Almería

 

 

[1] Catecismo de la Iglesia Católica / Catechismus Catholicae Ecclesiae [CCE], n. 490.

[2] CCE, n.  491: Pío IX, Bula Innefabilis Deus 1854].

[3] CCE, n. 966.

[4]  Cf. Biblia de Jerusalén: Nota a Gál 6,16.

[5] Cf. Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 40.

[6] Cf. Pío XII, Constitución apostólica Munificentissimus Deus (1 noviembre 1950): DH 3903; CCE, n. 966.

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