Lecturas bíblicas: Dn 7,13-14; Sal 92,1-2.5 (R/. «El Señor reina, vestido de majestad»); Ap 1,5-8; Aleluya: Mc 11,10 («Bendito el que viene en nombre del Señor…»); Jn 18,33-37.
Queridos hermanos y hermanas:
Con la solemnidad de Cristo Rey y la semana que sigue a este domingo XXXIV del T. O. concluye el año litúrgico; y el próximo domingo celebraremos ya el primero del tiempo santo del Adviento, que nos prepara para la celebración de los misterios de la Natividad del Señor. Esta fiesta del Señor que instituyó el papa Pío XI con un ánimo de promover la instauración del reinado de Jesucristo en las personas y en la sociedad de forma que el fruto de esta soberanía espiritual del Redentor del mundo trajera consigo la paz deseada y sólidamente fundada, capaz de conjurar las amenazas de la guerra tras la desoladora y cruel experiencia de la primera guerra mundial. El papa instauró esta fiesta mediante una encíclica[1], que publicó al final del Año Santo de 1925, convencido de que los males habían aquejado a las naciones cristianas de Europa y a cuantos países se vieron involucrados en los horrores de la primera guerra mundial se debían a al alejamiento de Jesucristo. Por ello proponía fundar la paz de las naciones aceptando la soberanía de Cristo en su proyecto de instaurar «la paz de Cristo en el reino de Cristo».
La liturgia de esta solemnidad nos ofrece un oracional que recoge la luz que la sagrada Escritura proyecta sobre la humanidad redimida y salvada por Cristo. En el Antiguo Testamento encontramos la promesa de redención que Dios en persona llevará a cabo como pastor de su pueblo. La célebre alegoría del profeta Ezequiel sobre el pastoreo que Dios promete a su pueblo en el que él será el pastor que alimentará y cuidará a sus ovejas, una alegoría que vemos prolongada en el pasaje del Buen Pastor del evangelio de san Juan. La realeza de Jesús se manifiesta en la entrega de la vida por su rebaño como pastor verdadero de las ovejas.
La pasión y muerte de Jesús son expresión del amor del pastor que entrega su vida por las ovejas, pero frente al juicio de los que le condenan y lo entregan al prefecto romano Pilato para que sancione la pena de muerte que ellos sentencian como reo de muerte, Jesús se convierte en juez de quienes le juzgan. Veíamos el pasado domingo que el evangelio de san Marcos presenta a Jesús identificándose con el Hijo del hombre viniendo «sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad» (Mc 13,26), que ha de juzgar a vivos y muertos, consumando el juicio divino que el Padre ha entregado al Hijo la historia humana. La fiesta de Cristo Rey retoma de nuevo la imagen del Hijo del hombre del profeta Daniel para presentarlo como verdadero portador del juicio divino, en razón del poder y majestad que Dios Padre ha entregado al Hijo, investido de la realeza que sólo a él pertenece. Un reinado que se ejerce mediante el servicio y la entrega de la vida por amor a aquellos sobre los que el rey gobierna. Se lo había dicho a los apóstoles: «el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mt 26-28). El reino prometido que llega con Jesús no se conquista por la fuerza de las armas y de la violencia, sino que se instaura mediante el amor, porque es el reino de quien «nos ha amado y nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre haciendo de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1,6). Se trata de un reinado sobre la humanidad que Jesús, contestando a Pilato cuando le pregunta si es rey, dice que no es de este mundo. El tenor de la respuesta de Jesús a Pilato orienta al prefecto romano al carácter espiritual de su reinado: «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36); pero es en verdad reino y señorío, porque su autoridad se ha de ejercer sobre aquellos que el Padre le ha dado, que él no echará fuera, porque ha venido para que no se pierda ninguno de los que el Padre le da (Jn 6,39-40). Jesús se referirá de forma especial a los discípulos la noche de la última Cena, pero dirá de ellos lo que dice de todas las ovejas que forman parte de su redil, porque es su misma vida la que alimenta a las ovejas: «Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10,28). Los que pertenecen a Cristo son suyos para siempre, porque el señorío y realeza de Jesús está fundado sobre la condición divina de Jesús, «nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,29b-30).
Jesucristo es contemplado por el libro del Apocalipsis como el Testigo fiel del Padre, que da testimonio ante el mundo y ante quienes tienen recibida de lo alto la autoridad que han de ejercer para implantar la justicia, poder que en el juicio contra Jesús tiene el prefecto romano Poncio Pilato, al que Jesús recuerda que ese poder que puede ejercer liberándolo o sentenciando su crucifixión, es un poder que le han dado «de arriba» (Jn 19,11). Ante Pilato, como dice san Pablo en la primera a Timoteo, Jesús «rindió tan hermoso testimonio» (1Tm 6,13), dando fe de su propia autoridad divina como enviado del Padre. El evangelio de san Juan ahonda en la razón por la cual Jesús ejerce su realeza sobre los que el Padre le ha dado: Jesús es uno con el Padre, su divinidad es causa de redención del género humano. El señorío de Cristo Jesús se funda en su divinidad que actúa por medio de su humanidad: en comunión con la humana condición de los pecadores, Jesús los redime y los salva, porque como dice la oración colecta de la solemnidad, «Dios todopoderoso ha querido fundar todas las cosas en su Hijo muy amado, Rey del universo»[2]. Salva a los seres humanos, porque es testigo de la verdad y aquel que ha venido al mundo para dar testimonio de la verdad y, en consecuencia, la interpelación que Jesús responde a Pilato declarando que, en efecto, Jesús es rey, coloca a cada ser humano ante el imperativo de su palabra liberadora: «Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18,37).
El Apocalipsis revela a Jesús resucitado como «el Testigo fiel y Primogénito de entre los muertos» (Ap 1,5) justamente por el precio pagado derramando su sangre preciosa del que ha venido al mundo como luz, para liberar al pecador de la oscuridad de la muerte devolviéndolo a la claridad de la verdad «para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3,21), arrancándolo de las tinieblas del mundo que oscurecen la verdad, para que no sean censuradas las obras del que obra mal (v. 3,20). El reino de Cristo Jesús es el reino de la verdad y de la justicia, frente al reino del mundo, donde los poderes «aprisionan la verdad en la injusticia» (Rm 1,18); por esto, queda en evidencia que cuando la autoridad es empleada por cuantos la ejercen para aprisionar la verdad en la impiedad y la injusticia, prostituyen su ejercicio y misión social, porque toda autoridad procede de Dios y quienes no la reconocen como autoridad delegada del único que la tiene no contribuyen al establecimiento del reinado de Cristo. En este reino que viene de Dios y es reinado de Cristo en el corazón del hombre que lo acoge, entran los redimidos por el amor de aquel que los rescata del pecado, porque es el reino de la gracia que libera, reino del amor y de la paz, como canta el prefacio de la Misa[3].
El reino de Dios no es, en verdad, de este mundo, en cuanto mundo del pecado que no da cabida ni hace espacio a la revelación de la verdad y de la justicia divina, que justifica al pecador y libera su mente y su corazón del dominio, que es príncipe de este mundo, mentiroso desde el principio y padre de la mentira, que no se mantuvo en la verdad (cf. Jn 8,44). El demonio ejerce su señorío sobre el mundo tentando al hombre, para dominar sobre su alma, sometiendo al hombre interior. El mundo dominado por el pecado no acoge el reino de Dios que viene, no se abre a la gracia de la reconciliación que llega con el reino de Dios, que está en cada uno de los seres humanos que se abren a él, para ser rescatados por el Rey que otorga la gracia definitiva de la justificación al pecador.
Los cristianos sabemos que el reino de Dios está entre nosotros y hemos de pedir a Dios que venga su reino constantemente a nosotros y entre nosotros permanezca (cf. Lc 17,21). Hemos de anhelar que, siguiendo nuestra vocación de renovar en Cristo todas las cosas, injertados en aquel que el es Primogénito de entre los muertos, recuperados para Dios por la muerte por resurrección de Cristo, su reino venga a nosotros. Cuando pedimos con la oración que nos enseñó Jesús, que el reino de Dios venga a nosotros, como dice el padre de la Iglesia Orígenes, pedimos que «este reino, que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se vaya perfeccionando… Este reino llegará con nuestra cooperación, a su plena perfección cuando se realice lo que dice el Apóstol, esto es, cuando Cristo, una vez sometidos a él todos sus enemigos, otorgue a Dios Padre su reino, y así Dios lo será todo para todos [1Cor 15,28]»[4] La fiesta de Cristo Rey tiene una importante dimensión social, al poner de relieve que el reino de Dios en la misma medida en que llega a nosotros, ser traduce en obras de justicia y de paz. De ahí que, rezando el padrenuestro, la oración que Cristo nos enseñó, nos veamos impulsados por la gracia divina a anhelar y procurar con nuestras obras que se afiance rentre los hombres el señorío real de Cristo, para que seamos capaces de aventurarnos en el cambio de las realidades del mundo tocadas por la injusticia y la mentira. Los movimientos apostólicos han encontrado siempre en esta fiesta de Cristo Señor como la gracia fortalece su compromiso con las realidades temporales del mundo, para que se convierta en imagen y anticipo incipiente del reino consumado de Cristo en la vida eterna, a imagen de cómo se transforman el pan y el vino en el alimento eucarístico. Que nos lo conceda la bienaventurada Virgen María, Madre del Rey del universo y Señora nuestra, por la gracia del sacramento de la Eucaristía que ahora celebramos.
A. I. Catedral de la Encarnación
Almería, a 21 de noviembre de 2021
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
[1] Pío XI, Carta encíclica sobre la fiesta de Cristo Rey Quas primas (11 de noviembre de 1925).
[2] Misal Romano. Oración colecta de la solemnidad de Jesucristo Rey del universo (Domingo XXXIV del T. O.).
[3] Misal Romano. Prefacio de la solemnidad de Jesucristo Rey del universo.
[4] Orígenes, Sobre la oración, 25: PG 11,495-499; cit. por Oficio de lectura: Liturgia de la Horas. IV, vers. española (2012).