Homilía en la ordenación de un diácono

Homilía del XIII Domingo del T. O.

Ordenación de un Diácono

Lecturas bíblicas: 2 Re 4,8-11.14-16; Sal 88 (R/. Cantaré eternamente las misericordias del Señor); Rm 6,3-4; Aleluya: Ef 1,17-18; Mt 10,37-42

Queridos hermanos y hermanas:

         La lectura del evangelio que acabamos de escuchar prolonga el discurso apostólico de Jesús, en el que la vinculación del discípulo a Jesús, verdadero y único maestro, es quien envía y al que debe plena y total fidelidad el enviado. El discípulo ha de mantenerse unido a Jesús por un amor que supera todo otro amor, porque él es el quien le ha elegido y quien ha enviado al discípulo a la misión.

Estas palabras de Jesús pueden extrañar, pero se esclarecen a la luz de los relatos que encontramos en el Antiguo Testamento. Estos relatos de la Alianza antigua nos ayudan a penetran en su sentido, si se tiene en cuenta lo que significaba el discipulado de los profetas y el rabinato. El discipulado religioso judío servía de introducción a la lectura y penetración del sentido de la torá, guiada por la autoridad del maestro; de introducción discipular a la ley divina gracias al acompañamiento del profeta y del rabí o maestro. Es necesario conocer bien el discipulado religioso que se da en el judaísmo para mejor comprender de qué modo el seguimiento de los discípulos de Jesús prolonga y da plenitud a cuanto en la historia de la salvación era figura de lo que había de venir y en cierto modo anticipación de lo que se esperaba para los tiempos mesiánicos.

Este discipulado lo encontramos, entre otros relatos bíblicos en los ciclos de lecturas del ministerio profético de Elías y Eliseo que encontramos en los libros de los Reyes. En el libro primero encontramos la vocación de Eliseo llamado por Elías (cf. 1 Re 19,20), y en el libro segundo, que hoy hemos escuchado, el carisma de Elías pasa a su discípulo Eliseo, al cual el gran profeta transmite junto con su manto parte de su espíritu, para que investido de su ministerio prolongue las acciones de salvación que acompañarán su predicación. El seguimiento del Elías configura a Eliseo a su imagen y prolonga su ministerio. Las exigencias, sin embargo, del seguimiento discipular de los profetas no tienen la radicalidad que Jesús pedirá de sus discípulos, algo que Jesús no exigirá a todos cuantos le siguen, sino aquellos a quienes él llama.

         Sólo a los que él llama les pide Jesús la renuncia radical a sí mismos, sólo a ellos pide Jesús la plena adhesión a su persona, anteponiendo el amor que el discípulo ha de profesarle a cualquier otro amor humano. Jesús pedía a sus oyentes en general la conversión al designio de Dios que dispone espiritualmente a recibir el Reino de Dios que Jesús anuncia y que se inicia con su proclamación evangélica[1]. Sin embargo, en la medida en que la predicación y actuación de Jesús se aproxima a su muerte y resurrección, la llamada de Jesús cobra el alcance radical que es exigencia de Dios Padre actuando en él como Hijo de Dios.

La exigencia inaudita de amor incondicional, radicalmente profesado por quienes han de creer en él y a los que se manifiesta como enviado del Padre, alcanza en la palabra de Jesús a sus discípulos una cota de altura inimaginable en las exigencias los profetas y maestros de la Ley pueden pedir a sus discípulos. Eliseo quiere despedirse de sus padres y Elías le dice: «Anda, vuélvete, pues ¿qué te he hecho yo?» (1 Re 19,20). Jesús, ante una petición semejante responde al que quiere despedirse de sus padres: «Nadie que pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás, es apto para el Reino de Dios» (Lc 9,62). Jesús pide lo que él mismo ha dado al Padre, pide aquel amor que es la obediencia al designio divino del que es el Hijo eterno de Dios. Jesús es el Hijo que asume la misión que el Padre le confía, la misión divina de la cual quiere hacer partícipes a sus discípulos; y así el discípulo de Jesús entra en la comunión que Jesús tiene con Dios su Padre. Jesús les habla de una vinculación de amor que incluye con la disciplina del discipulado y los sufrimientos del seguimiento, la cruz de cada día: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt 10,37).

         Jesús puede hablar así porque por él y en él es el Padre el verdadero protagonista de la elección del discípulo, porque en el amor de Jesús por sus discípulos es el amor del Padre el que se manifiesta en la elección del discípulo por Jesús: «Como el Padre me amó, así también os he amado yo, permaneced en mi amor» (Jn 15,9). El amor de Jesús precede al seguimiento de los discípulos y es el que motiva la elección: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16).

         Jesús pide del discípulo el mismo amor con que el Padre le ha amado, que es el mismo con el que ama él a sus discípulos, y por eso les dice: «Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). El discipulado de Jesús no tiene precio ajustado, proporcional al ministerio que el discípulo ha de llevar a cabo como proporcionada es la paga del discípulo del profeta y la paga del justo. En la perspectiva del evangelio de san Mateo, «los cristianos ordinarios son tan importantes como los profetas y los justos»[2], por eso ni el más pequeño servicio que haga el discípulo quedará sin retribución, como no quedará sin retribución cualquier pequeño servicio que se haga en favor de los que siguen a Jesús tan sólo por ser discípulos suyos.

El verdadero discípulo de Jesús debe superar, con confianza plena en quien le ha elegido, la duda sobre el valor de lo que hace y la empresa con la que se compromete. No puede dejarse mover por la envidia y los celos, porque, si bien es verdad que hay paga de profeta y paga de justo, lo que Jesús quiere poner de relieve es que nada quedará sin pagar a su tiempo cualquiera que debiera ser la paga merecida, porque toda recompensa es siempre gracia. Jesús premiará a los que hagan algo por sus discípulos, aunque sea darles un vaso de agua porque son discípulos de Cristo. Como con creces premió Eliseo a la mujer siria que le acogió en su casa. El profeta le prometió que Dios le daría un hijo (cf. 2 Re 4,16). Fue la paga de profeta a la mujer que acogió a un profeta en su casa, pero a los discípulos Jesús les promete que se sentarán junto al Hijo del hombre para juzgar a las doce tribus de Israel. Y añade: «Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o campos por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna» (Mt 19,28-29).

         Hoy nos concede el Señor ordenar para el servicio de la Iglesia diocesana a un diácono cuya meta es la recepción del presbiterado. Por esto, el paso que hoy da al recibir el sacramento del Diaconado exige de él, conforme a la tradición de la Iglesia latina, la promesa de mantener el celibato como medio y forma de configuración plena con Cristo, para vivir y ejercer un día ya cercano el ministerio sacerdotal sin el corazón dividido. Jesús le pide la entrega de un amor sin reservas a su persona, sin condiciones o premisas, para que como los discípulos que Jesús envío a predicar, sin otras alforjas que la confianza puesta en la gracia de Dios, consagre su vida a la proclamación de la palabra de Dios y el servicio de la caridad pastoral a todo el pueblo de Dios. Configurado con Cristo en el bautismo, como lo están todos los cristianos, místicamente partícipes de la muerte y resurrección de Cristo, el que hoy es ordenado diácono al recibir hoy el sacramento del Orden, experimentará que su vida queda marcada por la llamada que Cristo le hace a seguirle de esta forma radical y sin reservas que se expresa en la promesa del celibato, para mejor entregarse a Dios y los hermanos.

         Toda la comunidad ora esta mañana para que el nuevo ministerio que recibe este joven ordenando sea fuente de una espiritualidad de servicio en el amor a los hermanos, con especial predilección por los más necesitados; y para que la diaconía de Cristo que ha de ejercer sea el mejor camino de preparación pastoral para alcanzar la ordenación sacerdotal, ejercerá el servicio de la caridad, que la Iglesia le entrega como tarea y ministerio, juntamente con con la predicación y la enseñanza de la doctrina de la fe, que ha de llevar a cabo por mandato del Obispo y en estrecha colaboración con los presbíteros a quienes pueda auxiliar. Así se lo pedimos a la Madre de Cristo y de la Iglesia y a san José, su castísimo esposo, a quien Dios puso al frente de la familia que en la tierra destinó ser el regazo de la preparación de Jesús, al que Dios constituyó sumo y eterno sacerdote de los bienes de la salvación. Que así sea.

S. A. I. Catedral de la Encarnación

28 de junio de 2020

                   X Adolfo González Montes

                          Obispo de Almería


[1] Cf. M. Hengel, Seguimiento y carisma. La radicalidad de la llamada de Jesús (Santander 1981) 91.

[2] Cf. U. Luz, El evangelio según san Mateo, vol. II. Mt 8-17 (Salamanca 2001) 210.

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