Palabras de Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería.
Señores Cardenales,
Sr. Arzobispo Metropolitano,
Queridos hermanos en el Episcopado,
Miembros del Cabildo Catedral,
Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades civiles y militares
Queridos sacerdotes y diáconos; religiosos y religiosas;
Familiares del Obispo emérito fallecido Don Rosendo;
Queridos hermanos y hermanas:
«El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí estará también mi servidor» (Jn 12,26).
Estas palabras de Jesús, dirigidas particularmente a sus discípulos, fueron pronunciadas según la crónica evangélica de san Juan después de la entrada triunfal en Jerusalén y pertenecen al discurso que sirve de pórtico a la última Cena y lavatorio de los pies. Son la calve de un mensaje directo a los discípulos ante la hora suprema que se acerca, aquella hora para la cual el Hijo ha venido al mundo. Jesús quiere disponer el ánimo de sus discípulos ante la muerte que se avecina y que el Hijo acepta como designio del Padre para la salvación del mundo, obra que no termina en la oscuridad de la muerte sino en resurrección que ha de seguirla como victoria definitiva del amor y del poder de Dios.
¿Cómo explicar que éste es el camino hacia la vida? Jesús les habla con imágenes vivísimas para ellos: «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Sin caer y ser enterrado en la tierra no hay cosecha para el sembrador. Don Rosendo, Obispo de esta Iglesia desde 1989 a 2002, así lo creía, no sólo porque las imágenes con que Jesús habla le eran familiares, al haber nacido en una familia de agricultores, sino porque la hondísima fe cristiana que alentó toda su vida e inspiró su vocación sacerdotal y misionera así se lo sugería y se lo daba a conocer, consciente de que, siendo obra de la gracia, se tamiza en la psicología y el carácter que hacen el temperamento de cada persona; y el suyo era un carácter forjado en la reciedumbre y la austeridad. Hijo de una familia de una numerosa familia cristiana, fue educado en esta fundamental convicción, que incluye el sacrificio como medio de perfeccionamiento y virtud; y de esta suerte hizo suyo un modo de ser y obrar que fraguó desde temprana edad, orientado por la educación recibida desde la infancia de vivir en la presencia de Dios y estar listo para Cristo.
La vocación sacerdotal de Don Rosendo fue una vocación misionera, porque su sacerdocio lo concibió al calor del estímulo misionero de Javier, como obediencia al Espíritu para la salvación de cuantos tuvieran necesidad de la Palabra y de los sacramentos. Allí donde faltaban sacerdotes allí quiso estar él, cuando la diócesis de Huelva, recién creada, emprendía el camino de su configuración y equipamiento para convertirse en Iglesia particular. Pronto gozó de la plena confianza de sus obispos, por los cargos que se le confiaron, llegando a ser Rector del Seminario y Vicario general. Un estímulo de gracia sobreañadida este impulso misionero, que marcó a su familia e movió a algunas de sus hermanas a la misión en lejanos países.
Llamado al episcopado, su paso por la diócesis de Jaca lo devolvía a las tierras españolas del Norte; y de ellas de nuevo, poco tiempo después, a las cálidas tierras del Sur para ponerse al frente de la diócesis de Almería y entregarse de lleno a la acción evangelizadora y pastoral.
Cuesta caer en tierra para que el grano brote y fructifique, de ahí que la inquietud del corazón humano ante el desconocido tránsito de la muerte se le presenta al autor sagrado de las Lamentaciones como desasosiego insufrible de la pérdida de la paz y de la dicha de la vida feliz; y sin embargo, para quien tiene fe, es palpable la experiencia del amor de Dios, por el cual se supera toda amargura y alienta toda esperanza: «la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión; antes bien se renueva cada mañana» (Lam 3,22-23). Con esta convicción el Obispo emérito afrontó los últimos cuatro años del Calvario que comenzó a recorrer en aquel 10 de agosto en que en su pueblo navarro de Mues celebrábamos gozosos sus bodas de plata episcopales. Cuando ya había recorrido la mitad del camino de su vía dolorosa, en confidencia que se repetiría en nuestras conversaciones me manifestaba que todo estaba en él perfectamente asumido.
Sabía lo cierto de las palabras del Apóstol de las gentes, que tan biográficamente habla en la segunda carta a los Corintios de su propia experiencia de muerte permanente y vida una y otra vez recuperada, después de tantos peligros de soportados y padecidos (cf. 2 Cor 11,26ss), y que por esto mismo le decía a los de Roma: «Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor» (Rom 14,8). Con esta fe en Cristo afrontó durante su pontificado en esta Iglesia la renovación espiritual del clero y la recuperación del Seminario Diocesano durante años alejado de la capital de la diócesis. El Obispo de Almería sabía que la tarea de evangelización sólo puede dar frutos mediante la renovación espiritual de los evangelizadores.
Como lo acredita la biografía de tantos apóstoles y evangelizadores, su empeño pastoral no dejó de conocer sinsabores y malentendidos, pero su fe en el amor del Señor y su identificación con la cruz de Cristo le permitió superar con creces los obstáculos de su carrera, porque quien se refugia en Dios y en él confía sabe cuán ciertas y apaciguadoras son las palabras del salmista: «El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?» (Sal 26). Con la fe y la confianza puestas en Cristo, afrontó los sinsabores que a veces hace gustar al ministro del Evangelio el ejercicio de su propio ministerio como afrontó el duro combate con su larga enfermedad. Se identificaba de verdad en las palabras del Apóstol: «Pues la leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria, ya que no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve» (2 Cor 4,17-18).
A veces los evangelizadores sienten el peso de la carga y desearían no soportarla, pero si el desaliento se apodera del que Dios ha llamado para llevar el mensaje de la salvación, ¿quién proclamará el Evangelio para que el mundo se salve? La tentación la experimentaron los apóstoles, y no dudaron el reclamar el premio, pero ¿acaso no se hizo Cristo pobre para enriquecernos con su pobreza? Con la riqueza de Cristo pobre, compartida en la fe y experimentada como gracia de santificación y de estado, el evangelizador tiene que estar listo para dejarlo todo a cambio del Señor, sabiendo que, cuando llegue el momento del tránsito, en la casa del Padre «hay muchas moradas» (Jn 14,2); y el Hijo unigénito del Padre, que llama a estar con él y servirle se ha adelantado a sus discípulos «para preparar un sitio» (v.2) al que le sirve, porque es el Señor mismo quien así lo declara: «El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí estará también mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará» (Jn 12,26).
Don Rosendo vivió con esta convicción de fe y con ella ha muerto en el Señor. Y podemos esperanzadamente aplicarle las palabras del Apóstol: «He combatido el combate, he acabado la carrera, he conservado la fe (…) me está reservada la corona de la justicia» (2 Tim 4,8). Pidamos a la Virgen Santísima, que él tanto amó y a la que se confiaba cada día enlazando unas con otras las cuentas de los misterios del Rosario que interceda ante su Hijo por el siervo fiel y prudente que presidió las Iglesias de Jaca y de Almería, para que perdonados sus pecados y limpio de todas las faltas que la debilidad humana hace inexcusables, haya entrado para siempre «en el gozo de su Señor» (Mt 25,21).
S. A. I. Catedral de la Encarnación
Almería, a 5 de febrero de 2014
+ Adolfo González Montes
< p>Obispo de Almería