Homilía en la Misa «En la Cena del Señor»

Homilía del Obispo de Almería, Mons. Adolfo González, en la Misa del Jueves Santo.

Lecturas bíblicas: Ex 12,1-8.11-14

                        Sal 115,12-13.15-18

                        1 Cor 11,23-26

                          Jn 13,1-15 

Queridos hermanos y hermanas: 

Se unen, en esta celebración de la santa Misa «En la Cena del Señor» del Jueves Santo, tres acontecimientos de salvación de los que vive la Iglesia, porque de ellos alimenta su misión apostólica: la institución de la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, vínculo de comunión que fundamenta y genera la unidad de la Iglesia; la institución del ministerio sacerdotal por Cristo en sus Apóstoles; y el mandamiento del amor recíproco, distintivo de los discípulos de Jesús.

El Jueves Santo concentra en esta misa la conmemoración, con la que comienza el Triduo pascual, la institución de aquellas realidades santas por medio de las cuales Dios Padre sigue congregando la Iglesia de Cristo y santificando por su medio a los hombres. Ahora que nos acercamos a la celebración del cincuentenario de la apertura del II Concilio Vaticano, hemos de evocar las enseñanzas conciliares sobre el misterio de la Eucaristía, que con los santos Padres y la gran tradición teológica medieval el Concilio recapitulaba afirmando que la Eucaristía es “sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual, en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da la prensa de la gloria futura” (Vaticano II: Const. Sacrosanctum Concilium, n.47).

La Eucaristía, sacramento que perpetúa la presencia en la Iglesia del sacrificio de la nueva Alianza en su sangre, “es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” (SC, n.10). La iniciación cristiana tiene en la Eucaristía la meta definitiva de la integración plena en la Iglesia de los catecúmenos, algunos de los cuales, que han preparándose a lo largo de esta Cuaresma, recibirán los tres sacramentos que la integran en la próxima Vigilia pascual.

No hay vida cristiana duradera al margen de la Eucaristía, porque por medio de ella participamos de la vida divina que esperamos alcanzar. No es posible separar la participación en la santa Misa de la conducta del cristiano, como si las buenas obras pudieran en culto vacío la acción litúrgica de la Iglesia en todas las circunstancias, frente a la autenticidad de la sinceridad de vida o la caridad. Quienes así piensan frecuentemente pretenden justificar su ausencia del culto cristiano, sin caer en la cuenta de la profunda contradicción en que se encuentran. No se hace uno cristiano sin el bautismo, y no se es fiel al bautismo abandonando la Eucaristía.

El Sacramento del altar es gran sacramento de la nueva y eterna Alianza en la sangre de Cristo, mediante la cual somos introducidos en el tiempo nuevo de la redención. La sangre, vehículo de la vida, derramada en la inmolación de Cristo en la cruz lava los pecados del mundo, porque Cristo la derramó por nosotros convirtiéndose, él mismo inmolado en la cruz, en el sacrificio único que a Dios Padre agrada, porque este sacrificio es la manifestación plena de su amor en la muerte del Hijo unigénito. Jesús, al instituir la Eucaristía la noche de la última Cena, quiso anticipar el misterio de su inmolación en la cruz el Vienes Santo, introduciendo místicamente a sus discípulos en la revelación del amor divino. Al hacerlo así, Jesús los hacía partícipes de su sacrificio y les mandaba continuarlo hasta el final de los tiempos para conmemoración suya; y medio de acceso a la gracia de la redención para cuantos habían de venir a la fe integrándose en la Iglesia por medio de ellos y después de ellos.

Jesús, para perpetuar en la Iglesia el sacrificio eucarístico, quiso asimismo que los apóstoles que él había elegido ejercieran el ministerio sacerdotal del Nuevo Testamento, haciendo presente su sacerdocio nuevo y eterno, que sólo él puede ejercer como Sumo Sacerdote y Mediador único entre Dios y los hombres. En la noche del adiós, antes de padecer, hizo partícipes de su sacerdocio a sus ministros, para que por su medio llegaran a todos los que creen en él los frutos de su sacrificio y ofrecieran a Dios la Víctima divina, y se ofrecieran con ella a sí mismos (cf. Vaticano II: Const. dog. Lumen Gentium, n.11a). De este modo todos los incorporados a Cristo por el bautismo realizan la acción litúrgica que a Dios agrada. Por ello nada es comparable a la acción litúrgica entre las acciones piadosas y sagradas por medio de las cuales rendimos culto a Dios y veneramos los divinos misterios que nos redimieron.

Hemos de venerar este misterio de amor que es la Eucaristía, por la cual se nos entrega como alimento de vida eterna el mismo cuerpo de Cristo, el que padeció por nosotros y que Dios Padre ha glorificado por la resurrección de Cristo. Algo así es posible, porque la presencia de Cristo en la Eucaristía con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, resulta de la acción del Espíritu Santo en la Misa, que responde a la súplica del sacerdote. Durante la acción sagrada de la Misa el sacerdote pide al Padre que el Espíritu Santo descienda sobre los dones del sacrificio eucarístico, verdadero sacrificio de la Iglesia ofrecido por los vivos y los difuntos, para que se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo.

La Pascua de Cristo se hace presente en el altar y a ella somos incorporados al participar de los dones que el Espíritu santifica. No pasamos ya el mar Rojo como los israelitas nuestros padres, para verse libres de la esclavitud de los egipcios; porque aquel paso que anunciaba la Pascua de Cristo a la que somos asociados. Nosotros pasamos con Cristo de la muerte a la vida, que se nos da con los dones santificados como prenda de la vida futura que ya ha comenzado con la resurrección de Cristo.

La Eucaristía nos une a Cristo y nos une además a los hermanos, por ser el sacramento de la unidad de la Iglesia, en la cual encuentra un signo de su fundamental unidad toda la humanidad (LG, n.1). El que participa de la vida divina se hace creatura nueva en Cristo y da testimonio del amor que ha conocido en el amor a los hermanos. La caridad cristiana mana de la fuente eucarística como extensión de la mesa de los dones santos. Por eso requiere la celebración de la Eucaristía y la Comunión eucarística aquella limpieza que Jesús quiso que tuvieran sus disc
ípulos, a los cuales él lavó los pies manifestando su misión de servicio. Jesús les da el ejemplo para que imitando su misión de servicio, e incorporados a ella, fueran ante el mundo testigos del amor de Dios. Les dice: “Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13,15).

Los discípulos de Cristo se dan a conocer por el amor a los hermanos, por el servicio a los hombres, mediante el cual se hacen acreedores del nombre de cristianos. La caridad no humilla, sino que inspira e ilumina la misma obra de la justicia, para que no resulte frío y mero reparto sin cambiar el corazón de los que reparten y, encerrados en su egoísmo, reivindican sólo lo suyo sin padecer por lo que les falta a los demás. Justamente es así, porque la caridad saca a la luz el amor del corazón que compadece, es decir, que padece con el que sufre carencia y necesidad; y se hace comunión de urgencias y necesidades con los menesterosos y con los que necesitan asimismo aceptación y sostén, reconocimiento y gratitud para poder seguir viviendo y sirviendo también ellos a los demás.

En una situación de crisis social grave como la que padecemos, la acción litúrgica del Jueves Santo nos devuelve a la esencia misma de la fe cristiana: el amor de Dios manifestado en el amor al prójimo. Contra la lógica del mundo, que es sagacidad para lograr el triunfo del propio egoísmo, fruto de la insolidaridad y del desamor fratricida de quienes sólo se afirman mediante la competencia que desplaza y margina, la caridad de Cristo representa la capacidad del amor para dar vida en abundancia; aunque en la misión se pierda la propia vida, conforme a la palabra de Cristo, que dice: “Quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16,25). Es decir, quien pierda subida por seguirle a él y por imitar su ejemplo.

San Lucas nos ha transmitido las palabras de Jesús pronunciadas a propósito del altercado entre los discípulos, acerca de quién habría de ser el mayor en el reino que esperaban de Jesús, justo después de narrar la institución de la Eucaristía, vinculando de este modo el gesto de Jesús que conocemos por san Juan de lavar los pies de los discípulos a su enseñanza sobre el servicio y el amor al prójimo. Jesús les dice: “¿Quién es el mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio vuestro como el que sirve” (Lc 22,27).

Que este gesto de significación sacramental que vamos a realizar ahora, lavando los pies de algunos hermanos, que evoca y representa el mismo gesto de Cristo con sus apóstoles, nos ayude a practicar con convencimiento y disposición de corazón la caridad que salva y no humilla; la caridad, que “cubre la muchedumbre de los pecados” (Sant 5,20; 1 Pe 4,8; cf. Tb 12,9); la caridad, que es entrega de la propia vida compartida con los demás, para que por el amor recíproco todos vengan al conocimiento del amor de Dios, que se nos ha revelado en la entrega de Jesús a la muerte por nosotros y se hace presente en la celebración eucarística. 

 

S.A.I. Catedral de la Encarnación

Jueves Santo

5 de abril de 2012

                                               X Adolfo González Montes

                                                      Obispo de Almería

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