Homilía en la misa del XV Aniversario de la Consagración episcopal

Palabras del Obispo de Almería, Mons. Adolfo González Montes, en la celebración de su XV Aniversario de Consagración episcopal.

Lecturas bíblicas:

Ez 34,11-16

Sal 88,2-5.21-27

1 Pe 5,1-4

Jn 10,11-16

Queridos hermanos sacerdotes y diáconos, religiosas, seminaristas y laicos;

Hermanos y hermanas:

Celebramos la misa estacional en la Catedral de la Encarnación en el XV Aniversario de la consagración episcopal del Obispo diocesano, que coincide con el X aniversario como Pastor de la Iglesia de Almería. Los sentimientos que brotan del corazón son de acción de gracias a Dios misericordioso, que quiso asociarnos al ministerio pastoral de su Hijo, confiándonos el ejercicio del sumo sacerdocio de Cristo como vicario suyo en esta Iglesia diocesana. Él ha querido, en su designio, ponerla al cuidado de su pobre siervo, en manos torpes, que quieren extender las suyas con el amor del siervo fiel. Me reconforta pensar en las palabras de san Pablo a los Corintios, cuando declaraba poder superar en Cristo todas las debilidades y adversidades, «pues cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,10). Ante la propia debilidad, el Apóstol cuenta con la gracia de Dios para sostenerle.

La elección del Señor no se puede nunca justificar en atención a los propios méritos, porque es fruto de su gracia impredecible, que él reparte según sus designios sin mérito propio por nuestra parte. Nadie puede, por esto mismo, aspirar a otro carisma mejor que a la caridad, sabiendo que es Dios el que reparte sus dones según él dispone, y los entrega para que redunden en beneficio común. Por eso, cuando nos parezca que Dios no nos hace justicia y cuando hayamos consumido toda la jornada soportando el calor del día y la dureza de la climatología, la parábola de Jesús sobre los obreros que el dueño llamó a su viña a diversas horas del día, desde el alba al atardecer, nos enseña que él siempre nos da el salario justo y que todo lo demás es fruto de su gracia y no de nuestro mérito (cf. Mt 20,1-16).

Siendo así, todos hemos sido llamados y en Cristo Dios «nos ha elegido antes de la fundación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia por el amor» (Ef 1,4). La santidad, queridos hermanos, es la gran vocación a la que nos ha llamado, porque nos ha destinado «a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (v.5). Nos queda, entonces, a todos la fidelidad a la vocación universal, a cuyo servicio y fin Dios suscita las vocaciones al ministerio apostólico y otras vocaciones de especial consagración.

Hoy damos gracias al Señor porque mediante el ministerio episcopal Cristo sigue siendo el único pastor de su Iglesia. Las lecturas bíblicas nos hablan del ministerio pastoral, que en propiedad sólo le corresponde a Cristo como Verbo encarnado (Jn 1,14), sumo sacerdote (3,1; 4,14; 7,26; 8,1; 9,11) y obispo y pastor de nuestras almas (1 Pe 2,25; cf. Is 53,5; cf. 1 Pe 5,4). Nosotros somos extensión de su humanidad, para que el ejercicio de su sacerdocio eterno alcance a las generaciones. Hemos sido incorporados al ministerio del único sacerdote, para que todo el pueblo de Dios pueda ejercer el sacerdocio real uniendo la ofrenda existencial de sus vidas a la ofrenda del sacrificio de la nueva Alianza: la ofrenda que Cristo hizo de sí mismo al Padre «como sumo sacerdote de los bienes futuros» (Hb 9,11), porque «penetró en el santuario una vez para siempre» (Hb 9,12).

Dios ha querido asociarnos a esta ofrenda de Cristo y mediante nuestro ministerio hacer presente en el tiempo su sacrificio para salvación de todos. Con nuestra elección, Cristo sigue ejerciendo el pastoreo de la grey que rescató con su sangre, y él mismo por nuestro medio se hace pastor de su pueblo. Era insospechado pensar que Dios mismo había de ser pastor de su rebaño enviando a su Hijo al mundo, como era insospechado pensar que el Hijo unigénito quisiera prolongar este pastoreo personal mediante nuestro ministerio sacerdotal, que hace sacramentalmente presente el suyo.

Llevar a las ovejas que Dios nos ha confiado a buenos y ricos pastizales requiere reunirlas primero, y recoger las ovejas dispersas, dejando incluso la vida en el empeño, siguiendo las huellas del buen pastor que «da su vida por las ovejas» (Jn 10,11); a diferencia del asalariado, que no es pastor. La conducta del «asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas», es muy diferente a la del pastor que afronta el riesgo de ser agredido por las dentelladas del lobo que asalta el rebaño. El asalariado «ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado» (Jn 10,12).

También nosotros corremos el riesgo de comportarnos como el pastor asalariado. Por eso, san Pedro se dirige a los presbíteros, para exhortarles, con la clara advertencia de quien es «testigo de los sufrimientos de Cristo» (1 Pe 5,1) y espera la manifestación de la gloria prometida a los apóstoles, y les dice: «Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelo de la grey» (1 Pe 5,2-3). Sólo así se recibirán «la corona de gloria que no se marchita» (v.4).

El buen pastor todo lo hace por el bien de las ovejas y no por el propio bien, no supedita el ejercicio pastoral a su propio crecimiento y prestigio personal. Los pastores que así se comportan son pastores que «se apacientan a sí mismos» (Ez 34,2). También nosotros podemos tener la tentación de apacentarnos a nosotros mismos. Sucede cuando dejamos de advertir a las ovejas del peligro del error y apartamiento de la verdad, entregándonos a doctrinas elaboradas a medida de lo que pueden tolerar aquellos que no pertenecen al rebaño, aunque hayan salido de él (cf. 1 Jn 2,19); doctrinas que apartan a las ovejas del seguimiento de Cristo. Sucede asimismo cuando nos amedrentan las consecuencias indeseadas que se siguen de proclamar la verdad el Evangelio de Cristo expresada en las enseñanzas del magisterio de la Iglesia.

Sucede igualmente cuando aparentamos una falsa fidelidad evangélica, siendo así que lo que de verdad ocurre es que hemos acomodado el Evangelio a nuestra visión de las cosas. No somos buenos pastores si no curamos a las enfermas, para lo cual es preciso tener claro diagnóstico de la enfermedad que padecen. El estado de desorientación de los fieles requiere del buen pastor declaración de la verdad de Dios y del hombre siguiendo la revelación de Cristo.

El buen pastor se preocupa por los alejados y va en su busca, igual que busca las ovejas descarriadas para reintegrarlas al rebaño. A veces la enfermedad es necesidad y pobreza, marginación que alejan del rebaño. Esto hizo que durante el siglo XIX y buna parte de la primera mitad del siglo XX, en tiempos de escasez y desventuras, obispos y presbíteros que fueron de verdad amados como pastores, hicieran del pan y del catecismo programa de su ministerio pastoral. En nuestros días percibimos de nuevo la necesidad de luz, que alumbre una fe esclarecida; y en medio de tanta confusión se reclama de nosotros claridad de doctrina y catequesis permanente como programa. ¿Qué puede hacer mejor el buen pastor que ofrecer la luz de la revelación para iluminar las conciencias de fieles? El pluralismo relativista de nuestro tiempo ha sumido a muchas personas en la perplejidad, por eso la preparación esmerada de la predicación y de la catequesis son tareas, además de permanentes, tareas de urgencia que el rebaño reclama del buen pastor.

No seríamos buenos pastores, si no estuviéramos atentos a las necesidades de los que más sufren y no nos conmoviera el sufrimiento y el dolor de tantos hermanos nuestros. El ministerio de los enfermos reclama la atención pastoral que merece y es un signo eficiente de la caridad de Cristo y de la sa
lud que trae consigo la salvación anticipada en las curaciones y resucitaciones de Cristo. ¿Cómo podríamos dejar sin atención pastoral que sólo nosotros podemos ofrecer a los enfermos? Podemos contar con ayudas auxiliares, pero ninguna de estas ayudas puede compartirse con el ministerio sacerdotal, porque no son realidades homologables. Enfermos, presos y ancianos merecen una atención pastoral que ha de dispensarle el sacerdote.

La crisis social y económica que padecemos es un acicate para la caridad de un corazón sacerdotal. Como he dicho en otras ocasiones, lo hemos de hacer sin cambiar nuestro ministerio por el de meros agentes sociales, como si se tratara de obtener acreditación a los ojos de los que nos observan con recelo. Se trata de la caridad pastoral que alcanza al que sufre y padece desamparo.

Nuestra sociedad no se puede comprender ni puede interpretar su propia historia sin referencia al cristianismo, pero secularización de nuestra sociedad, en otro tiempo hondamente cristiana, reclama hoy la nueva evangelización como programa pastoral. El Papa Benecito XVI ha querido seguir el programa de sus predecesores, que hicieron de la evangelización el gran reclamo pastoral y la tarea urgente que un buen pastor tiene que afrontar en la hora presente. Los escritos y las intervenciones del siervo de Dios Pablo VI y del beato Juan Pablo II sobre la necesidad de llevar a cabo una nueva evangelización han sido recogidas en los Lineamenta primero y después en el Instrumentum laboris del próximo Sínodo de los Obispos, recientemente publicado. Se trata de poner en juego «el coraje de atreverse a transitar por nuevos senderos, frente a las nuevas condiciones en las cuales la Iglesia está llamada a vivir hoy el anuncio del Evangelio» (Lineamenta, n.5).

No podremos hacerlo, sin renunciar a preocuparnos más de nuestra situación que de la situación de la grey de Cristo; si no dejamos de lamentar la falta de operarios para tanta mies y si no renunciamos a la recompensa, porque podremos lograr algo así mediante la generosa entrega a la obra de salvación que tiene la amistad de Cristo como recompensa única e incomparable. Con el Apóstol hemos de repetir llenos de agradecimiento una vez más que «todo es pérdida ante al sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (Fil 3,8); y ningún otro goce es es comparable a la dicha de hallarse entre los amigos del Señor según aquellas palabras suyas recogidas por san Juan: «A vosotros os he llamado amigos» (Jn 15,15).

Los años transcurridos entre vosotros han sido años intensos y laboriosos, entregados «in amicitia Christi» al empeño de regir y pastorear nuestra Iglesia diocesana. Necesitamos los colaboradores que hemos de suplicar constantemente al Señor, para que no falte a las comunidades cristianas el servicio pastoral. Así hemos de pedírselo al Señor. Pedid todos además al Buen Pastor que este ministerio pastoral que él me confió nunca deje de ser un signo sacramental de su amor, para que pueda actuar siempre conforme al designio de salvación del Padre de las misericordias y se cumplan en mí y en vosotros, queridos sacerdotes, las palabras proféticas: «Os daré pastores según mi corazón, que os den pasto de conocimiento y prudencia» (Jer 3,15).

Que la siempre amadísima Virgen María, madre del Buen Pastor y reina de los Apóstoles, interceda con su maternal cuidado por nosotros y nos ayude a ser verdaderos imitadores del único Obispo y Pastor de nuestras almas.

Almería, a 5 de julio de 2012

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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