Homilía en la Misa de Ordenación de presbíteros

Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería.

Lecturas bíblicas:

Núm11,11-12.14-17.24-25

Sal 99,2-5. R. «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» —dice el Señor (Jn 15,14).

1 Pe 5,1-4

Aleluya: «Id y haced discípulos de todos los pueblos» —dice el Señor (Mt 28,19.20).

Mt 9,35-38

Queridos hermanos sacerdotes y diáconos, religiosas y seminaristas;

Queridos fieles laicos;

Hermanos y hermanas en el Señor:

Por la gracia de Dios y su misericordia, ordenamos hoy presbíteros a tres de nuestros seminaristas diáconos que, después de haber concluido el proceso de su formación como candidatos al ministerio sacerdotal, han sido juzgados dignos de recibir el Presbiterado a juicio de sus formadores y de quienes los presentan con su informe favorable. Basándonos en este parecer y en el nuestro propio, en lo que nos es dado conocer humanamente, elegimos a estos jóvenes diáconos para el ministerio de los presbíteros. Así lo acabamos de manifestar respondiendo a la presentación que el Rector del Seminario Conciliar acaba de realizar.

Es un momento de gozo y de emoción porque constatamos en la voluntad de ser ordenados de los tres que el Señor sigue llamando a jóvenes a los cuales quiere confiar el ministerio, para que colaboren con el Obispo dentro del colegio de los presbíteros; y para que ejerzan en la Iglesia el sacerdocio del Nuevo Testamento en favor de los fieles cristianos y de todos los hombres. En su incorporación al colegio de los presbíteros se prolonga con un sentido nuevo aquel ministerio de los ancianos y escribas de Israel llamados a colaborar con Moisés, como hemos escuchado en el libro de los Números. Dijo Dios a Moisés: «Apartaré una parte del espíritu que posees y se la pasaré a ellos, para que se repartan contigo la carga del pueblo y no la tengas que llevar tú solo» (Núm 11,17). Aquella elección realizada por Moisés, incorporando colaboradores que le ayudasen en las tareas de conducir y gobernar al pueblo hacia la tierra prometida, profetizaba la realidad futuro del nuevo pueblo de Dios dirigido por Jesús, nuevo Moisés y único Mediador entre Dios y los hombres.

Jesús mismo quiso expresar esta prolongación y sustitución del ministerio antiguo por el nuevo, al elegir como colaboradores a sus Doce discípulos «para que estuvieran siempre con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar los demonios» (Mc 3,14). Fue así como «instituyó a los Doce» (v.16), «a los que también llamó Apóstoles» (Lc 6,13; cf. Mt 10,2); y a los cuales incorporó a su misión como heraldo del evangelio del reino de Dios. Más tarde llamó también a otros setenta y dos discípulos «y los envió por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él» (Lc 10,1).

Jesús asocia a la misión que ha recibido del Padre a los que llama a ejercer su ministerio de la palabra, pero progresivamente en el desarrollo de su vida pública reservará a los Apóstoles un lugar propio en su compañía; pues quiso que éstos estuvieran siempre con él, y en la noche de la última Cena les entregó el sacramento de la Eucaristía, invitándoles al servicio alejados del espíritu con el que los jefes de las naciones «las dominan y se hacen llamar bienhechores» (Lc 22,25b). Ellos, en cambio estaban llamados a servir si querían ser los primeros; y porque ellos lo han acompañado y son —les dice— «los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, y yo os transmito el reino como me lo transmitió mi Padre a mí: comeréis y beberéis a mi mesa en mi reino, y os sentaréis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22,30).

Jesús encarga a sus Apóstoles llevar adelante la dura tarea de soportar el peso de las pruebas que acompañan la misión que el Padre le ha confiado. También Jesús como Moisés siente el peso de esta misión, pero cuenta con sus Apóstoles y discípulos para llevarla a cabo, porque sabe que a él le espera la cruz. Una vez resucitado, después de haber padecido la pasión y la muerte en la cruz, Jesús envía a sus Apóstoles a prolongar en el mundo la misión que a él le confió el Padre: «Id y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20a).

Los presbíteros se incorporan a la misión encomendada por Jesús a sus Apóstoles y lo hacen como colaboradores de los obispos, sucesores de los Apóstoles, participando en su grado propio del ministerio sacerdotal, que a los obispos se les da en plenitud; y participando incluso en la medida propia de la misma sucesión apostólica en cuanto colaboradores de los obispos. Su misión es ejercida de forma colegial dentro del presbiterio diocesano que colabora con el Obispo y en esa comunión eclesial son verdaderos ministros de Cristo para servicio de los fieles cristianos y para llevar el evangelio a todos cuantos acogen su palabra.

Hoy el desafío que representa el retroceso de la vida cristiana en la sociedad contemporánea hace, ciertamente, difícil el ejercicio del ministerio apostólico y el cuidado pastoral de la comunidad cristiana. El sacerdote es misionero, es decir, enviado de Cristo y portador de la palabra de Dios; y hoy no resulta fácil el anuncio del Evangelio, porque el mensaje de Jesús contradice en gran medida la mentalidad actual y el espíritu de la época. La confusión y desorientación de tantas personas, zarandeadas por la cantidad y la multiplicidad de la información, la difusión de opiniones que pretenden valer lo mismo unas y otras, hacen difícil la propuesta de una norma de vida conforme al evangelio de Cristo. La ausencia de referencia a la conciencia ética natural y el explícito rechazo de la doctrina de la fe y de la moral cristiana, realidad que da campo libre al relativismo y subjetivismo de nuestro tiempo, constituyen un reto para la misión que los sacerdotes han de llevar a cabo.

Este estado de cosas hace más extenso y abundante que en el pasado el campo de la mies cuando los trabajadores son pocos, porque son menos que los del pasado cristiano de nuestra sociedad. Justamente por eso, la actitud de Jesús se ha de plasmar en la vida de los presbíteros de forma más definida como sentimientos de condescendencia y compasión por cuantos hoy se hallan desorientados. La misma compasión que tuvo Cristo ante las multitudes que necesitaban orientar su vida y buscaban en la predicación de Jesús el sentido y la esperanza que habían perdido. Lo hemos escuchado en la lectura del evangelio: Jesús, «al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor»» (Mt 9,36). Fue entonces cuando añadió: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38).

Necesitamos pastores compasivos, pastores a gusto del mismo Dios, porque las gentes necesitan que los pastores comprendan su verdadera situación, a veces de gran indefensión frente a los retos de la sociedad actual y del poder de una cultura agnóstica dirigida contra el sentido trascendente de la vida anunciado por Jesús. ¡Cómo hemos de suplicar al Señor estos pastores! Pastores que, sintiendo misericordia de los pecadores, no dejen de llamarles a la conversión como verdaderos ministros del Evangelio, que al invitar a volver a Dios a los pecadores lo sepan hacer de forma que sea soportable esta llamada para los que la escuchan.

Hacerlo así exige un estilo de vida y una coherencia en la manera de actuar que ya san Pedro pedía de los presbíteros de la primera hora: «Sed pastores del rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, gob
ernándolo no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con generosidad; no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelo del rebaño» (1 Pe 5,2-3).

Es lo mismo que pide de vosotros, queridos hijos, la exhortación de la Iglesia en este día en que recibís la consagración sacramental del presbiterado. Buscad la oveja perdida, acercaos a los alejados y cargad con ellos. Que vuestro amor por los pobres y necesitados sea expresión del amor misericordioso de Cristo. Ejerced la autoridad moderada y excluid de vuestros cálculos todo interés que no sea el del reino de Dios y la soberanía de Jesús en los corazones de los fieles, es decir, la salvación de las personas que el Obispo pone a vuestro cuidado pastoral para que en el ejercicio de vuestra caridad pastoral encuentren abierto el corazón de Dios. Transmitid la doctrina íntegra y no fragmentada y selectiva para halagar a los oídos de los que os escuchen, pero sed siempre compasivos con toda debilidad humana. Recordad la instrucción apostólica que nos dice que «todo sumo sacerdote (…) es capaz de comprender a ignorantes y extraviados, porque está también él envuelto en flaqueza» (Hb 5,1a.2).

Como nos recuerda san Pedro, «testigo de los padecimientos de Cristo» (1 Pe 5,1), el sacerdote está llamado a la entrega pastoral por los fieles, a los que gobierna como modelo del rebaño que tiene a su cargo, sostenido por la caridad pastoral, norma de su vida. En el ministerio del ministerio sacerdotal, el sacerdote ofrece en la persona de Cristo el sacrificio eucarístico y otorga el perdón de los pecados; y él mismo ofrece su propia vida unida a la de Cristo para salvación de los hombres, ofrenda eucarística a la que asocia los sacrificios espirituales de los fieles.

Lo sabéis bien porque os habéis preparado con generosidad y entrega ilusionada para este día. No perdáis el fervor y el celo que hoy sentís por la recuperación de las personas para Cristo. Trabajad en la formación de los fieles y entregaos con ilusión a la educación de la fe de los niños y de los adolescentes. Sed apóstoles de los jóvenes y fortaleced con vuestra palabra la unión de los esposos y la vida familiar, sin la cual la educación en la fe de los niños y adolescentes encuentra las dificultades bien conocidas. Sostened a los enfermos y a los ancianos con la gracia sacramental y el alivio de vuestra presencia junto a los que sufren, porque sois mensajeros del perdón y de la esperanza en la vida eterna.

Hoy os ponemos bajo la materna intercesión de la Virgen María, Madre del Señor, y la protección de su esposo san José, que ha custodiado vuestra vocación hasta el día de hoy en que accedéis a la ordenación sacerdotal. Que ellos os acompañen y la intercesión de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, cuya solemnidad nos disponemos a celebrar, para que vuestra vida sea fecunda en favor del pueblo santo de Dios; y para que cumplido vuestro servicio en fidelidad, «cuando aparezca el supremo Pastor, recibáis la corona de gloria que no se marchita» (1 Pe 5,4).

S. A. I. Catedral de la Encarnación

27 de junio de 2015

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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