Homilía en la Misa Crismal

Homilía de Mons. Adolfo González, Obispo de Almería, en la Misa Crismal.

27 de marzo de 2013

Miércoles Santo

Queridos hermanos sacerdotes y diáconos, religiosas, seminaristas y fieles laicos;

Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

La celebración de la santa Misa Crismal hace patente el misterio sacramental de la Iglesia y nuestra común y a un tiempo diferenciada participación del sacerdocio de Cristo. El santo Crisma, que vamos a consagrar y que da nombre a esta celebración eucarística será la realidad material de los sacramentos mediante los cuales los fieles cristianos son hechos partícipes de la unción de Cristo y habilitados para el ejercicio del sacerdocio real. Este ejercicio sacerdotal sucede mediante la recepción de los sacramentos y de manera particular asociándose a la ofrenda eucarística, en la cual se ofrecen a sí mismos con la Víctima divina que el sacerdote presenta al Padre. Con esta ofrenda son asociados, por medio del ministerio del sacerdote, al sacerdocio de Cristo en la forma que les es propia y que requiere la mediación del ministerio sacerdotal, sin el cual no es posible la celebración eucarística.

Conviene recordar las enseñanzas del II Concilio del Vaticano, en este Año de la fe que el Papa Benedicto XVI quiso declarar, con motivo de los cincuenta años de la apertura del mismo. Enseña el Concilio que «los bautizados, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pe 2,4-10)» (Vaticano II: Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium [LG], n.10a).

La enseñanza del Concilio explica cómo en el ejercicio de este sacerdocio real los fieles han de ofrecerse a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rom 12,1). El Vaticano II señala así el carácter oblativo de la vida cristiana y la dimensión existencial de la oblación que presentan los fieles a Dios, que consiste en ofrecer la propia vida poniéndola en las manos de Dios. Señala, además, que este sacerdocio real se realiza asimismo mediante el ejercicio del «testimonio que deben dar de Cristo en todas partes y en dar razón de su esperanza de la vida eterna a quienes se la pidan (cf. 1 Pe 3,15)» (LG, n.10a). Es decir, el sacerdocio común es ofrecimiento de la propia vida a Dios, con sus penas, alegrías y empresas, con sus dolores y sacrificios y con sus gozos y legítimos anhelos, que los fieles seglares y ejercen en la realidad temporal del mundo y los religiosos y personas de vida apostólica consagrada siguiendo los consejos evangélicos.

También los ministros ordenados participan, en cuanto bautizados, de este sacerdocio de todos los fieles, como miembros que son del pueblo santo de Dios, pero a los que han recibido el sacramento del Orden para el ejercicio del ministerio sacerdotal, la imposición de manos del Obispo y la unción del crisma de la salvación les capacita para actuar en la persona de Cristo. De este modo, por la dispensación de los sacramentos que ellos administran todo el pueblo cristiano venga a ser un pueblo sacerdotal. Se manifiesta así, dice el Concilio, cómo «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo». El Concilio precisa a continuación: «Su diferencia, sin embargo, es esencial y no sólo de grado» (LG, n.10b).

Estos lugares comunes y bien conocidos nos enseñan cómo el sacerdocio real de los fieles es el ámbito sacerdotal que madura la existencia cristiana, el lugar donde el Espíritu Santo, a algunos de los que han sido hechos partícipes de la unción sacerdotal de Cristo por el bautismo y la confirmación, los llama a una configuración sacramental singular con Cristo sacerdote; y por esta nueva conformación de los ministros ordenados con Cristo, que los hace capaces de hablar y obrar en la misma persona de Cristo (in persona Christi), las acciones sacerdotales de los ordenados hacen que todo el pueblo de Dios venga a ser cuerpo de Cristo, templo del Espíritu y sacramento de salvación para el mundo.

Como profetizara Isaías, hemos sido hechos, en verdad, partícipes de la unción de Jesús, y por su unción hemos pasado a ser miembros de un pueblo de «sacerdotes del Señor» y «ministros de nuestro Dios» (Is 61,6a), pero fieles laicos y ministros ordenados en la forma que a les es propia a unos y otros. En Nazaret, donde se había criado, Jesús habló de su unción por el Espíritu Santo y del cumplimiento de las Escrituras en él. Nosotros, que vivimos después de él, recibimos de aquella unción de su humanidad por el Espíritu que poseía como Hijo de Dios, y que procede del Padre y del Hijo, la vivificación interior que nos regenera y nos hace criaturas nuevas, la acción santificadora de los sacramentos, que son obra del Espíritu Santo en la Iglesia.

Queridos sacerdotes, no podemos perder de vista que los sacramentos que nosotros dispensamos se nos han confiado para que los administremos conforme a su santidad y a su finalidad santificadora de la vida y existencia de los fieles cristianos que los reciben. A nosotros se nos confía su administración ajustada a realidad y derecho, que garantiza que son administrados conforme a su realidad santa. La legislación y la normativa que regula la administración de los sacramentos debe ser observada con toda fidelidad, porque esta observancia defiende la administración de los sacramentos de cualquier manipulación interesada, frívola o desconsiderada para con la realidad santa de estos signos de gracia que Cristo ha instituido para la salvación de los hombres.

A nosotros toca custodiar fielmente la práctica sacramental, para acrecentar la intensidad de la vida cristiana y hacer posible, mediante la enseñanza de la catequesis y la preparación personal de los fieles, que su recepción sea provechosa. Hemos de evitar la rutina y las simplificaciones fáciles de la administración de los sacramentos, cumpliendo así en nosotros las palabras de la exhortación que nos fueron dirigidas al ser ordenados sacerdotes, con particular referencia a la celebración de la Eucaristía: «Daos cuenta de los que hacéis e imitad lo que conmemoráis, de tal manera que, al celebrar el misterio de la muerte y resurrección del Señor, os esforcéis por hacer morir en vosotros el mal y procuréis caminar en una vida nueva» (Pontifical Romano: Ordenación de presbíteros, n. 123).

El mismo ejercicio del ministerio se convierte para el sacerdote en fuente de santificación y nutre su vida espiritual, por lo cual la exhortación recuerda a los que han de recibir el ministerio sacerdotal que han sido «escogidos entre los hombres y puestos al servicio de ellos en las cosas de Dios»; un servicio que han de llevar a cabo ejerciendo la caridad pastoral que se manifiesta en la atención a los fieles llena de generosidad, sin escatimar tiempo ni ahorrar entrega y dedicación sacrificada, sin buscar otro interés que la salvación de los fieles y su santificación. Todo ello procurando dar cumplimiento en la propia vida sacerdotal a las palabras del apóstol san Pablo a los corintios: «Por mi parte, muy gustosamente gastaré y me desgastaré yo mismo por vosotros» (2 Cor 12,15).

Frente a la profesionalización del ministerio sacerdotal y a la cuantificación exigente del pago que merece, y frente al cálculo del tiempo que se ha dedicar al conjunto de acciones que los oficios sacerdotales requieren, el Obispo y los sacerdotes hemos de poner en práctica, las recomendaciones del Apóstol a los presbíteros de Éfeso, programa del verdadero pastor de almas: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo com
o vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Hech 20,28). Recordad que este cuidado pastoral de la grey lo debéis realizar con la ayuda de los diáconos y en estrecha comunión con el Obispo y bajo su dirección.

Vosotros, queridos diáconos, tened bien presentes las palabras de la exhortación que os fue dirigida al ordenaros, procurando llevar una vida «sin mancha e irreprochable ante Dios y ante los hombres, según conviene a un ministro de Cristo y dispensador de los santos misterios» (Pontifical Romano: Ordenación de diáconos, n. 227).

Tengamos presentes en esta misa de un modo especial a nuestro venerado Obispo emérito y a cuantos sacerdotes impedidos o enfermos, que han ido desgastando su vida en servicio de Cristo y del Evangelio y no pueden acompañarnos, pero se han unido espiritualmente a nosotros.

Que esta misa crismal que estamos celebrando acreciente en todos nosotros, pastores y demás fieles cristianos, la fe en la acción santificadora de los sacramentos, y nos motive para la alabanza de Dios Padre que así lo ha dispuesto, y del Hijo que por nosotros se hijo hermano nuestro, y del Espíritu Santo que activa nuestra salvación y santidad por medio de los sacramentos de la Iglesia.

Que la santísima Virgen María, que estuvo junto a la cruz donde nos fue entregada como madre nuestra, interceda por todos nosotros para que lleguemos a obrar como verdaderos hijos de Dios y discípulos de su Hijo. Amén.

Lecturas bíblicas: Is 61,1-3a.6a.8b-9

Sal 1,5-8

Ap 1,5-8

Lc 12,1-8.11-14

S. A. I. Catedral de la Encarnación

27 de marzo de 2013

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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