Homilía en la Misa Crismal

 Homilía del Obispo de Almería, Mons. Adolfo González, en la Misa Crismal

 Lecturas bíblicas: Is 61,1-3.6.8-9

                           Sal 88,21-22.25.27

                           Ap 1,5-8

                           Lc 4,16-21

 

Queridos hermanos sacerdotes y diáconos;

Queridos religiosos, religiosas y fieles laicos;

Queridos hermanos y hermanas:

 

Celebramos esta misa crismal, congregados en torno al misterio sacramental de Cristo presente en su Iglesia, su Cuerpo místico, sacramento de salvación para el mundo. Ungido por el Espíritu Santo en el bautismo, Jesús se aplica a sí mismo las palabras de Isaías, que el profeta refiere dando cuenta de su propia vocación y misión profética. Esta confesión autobiográfica fue compuesta probablemente después del retorno del destierro, y la visión universalista del profeta es descrita como una misión de consuelo y sanación. El profeta es el pregonero de la liberación que llega para todos los sometidos, el heraldo de la libertad que trae el Dios salvador de Israel y de la humanidad toda, porque en el pueblo de Dios serán en adelante admitidos los prosélitos y los extranjeros vendrán a formar parte de él, dice el Señor, por medio del profeta: “yo les traeré a mi monte santo y les alegraré en mi Casa de oración. Sus holocaustos y sus sacrificios serán gratos sobre mi altar. Porque mi casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos” (Is 56,7).

Se trata de una misión de reconciliación y paz que comienza con la liberación de toda opresión; que dispone para el culto espiritual que la comunidad de los elegidos tributan a Dios, y que Dios mismo abre a cuantos en ella quieran tomar parte. El profeta anuncia aquello de lo que Cristo dirá que ha llegado ya, pues “Dios es espíritu y los que adoran, deben adorar en espíritu y en verdad” (Jn 4,24). Se trata de un renacimiento del pueblo de las promesas que se hacen realidad en su renacer y, en él, se anuncia un tiempo nuevo, un tiempo escatológico, en el que Dios mismo desposará a Israel y a Jerusalén: “Ya no te llamarán «Abandonada» ni a tu tierra «Devastada», sino que te llamarán «Mi Favorita», y a tu tierra «Desposada», porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido” (Is 62,4).

La imagen de las nupcias recorre la Sagrada Escritura y alcanza en la literatura profética esta bella expresión. La imagen anuncia los desposorios de Dios con la humanidad en la carne de Cristo y la incorporación de la Iglesia a estas nupcias como Cuerpo místico de Cristo y sacramento universal de salvación. La Iglesia, carne de la carne de Cristo, llegará a ser la Casa de oración figurada en el templo de Jerusalén que Jesús purificó, arrojando de él a mercaderes y cambistas. La Iglesia encarna en sí misma aquello que la fe de Israel dice del templo de Jerusalén. Por su resurrección de entre los muertos, Jesús manifiesta que su cuerpo es el templo que él ha levantado en tres días, donde habita “la plenitud de la divinidad” (Col 1,19), y al hacer cuerpo suyo a su Iglesia, la convierte, por extensión de su propia humanidad en ella, en templo del Espíritu.

El misterio de la Iglesia estriba justamente en haber sido introducida en este conjunto de significaciones sacramentales que nos dan a entender la presencia de Cristo en la Iglesia, más aún: su identificación con ella, que es su cuerpo místico, del cual “él es la cabeza” (Col 1,18). Si, en verdad, Jesús es el «sacramento del encuentro con Dios», lugar de nuestra salvación, esta presencia e identificación de Cristo con su Iglesia hace de ella sacramento de la salvación para el mundo. El II Concilio del Vaticano recuerda que Iglesia es en Cristo “como un sacramento o signo e instrumento dela unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Vaticano II: Const. dog. Lumen Gentium, n.1). Lo es, porque en ella, en la Iglesia quiso Dios congregar a todos los hombres, porque los quiso salvar y santificar “no individualmente, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa” (LG, n.9a).

Para llevar a cabo esta misión Cristo, ungido por el Padre y enviado al mundo para nuestra salvación, fundó la Iglesia haciendo de ella “un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1 Pe 2,9), cuya identidad —añade el Concilio en el mismo lugar— “es la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo”. De este modo, el Concilio asocia la presencia de Dios en Cristo a la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia, por medio de la cual Cristo mismo está presente en ella. El Concilio establece la conocida analogía entre la unión del Verbo divino con la naturaleza human “en cuanto órgano vivo de salvación que le está indisolublemente unido” y el organismo social de la Iglesia, del cual agrega el Concilio: “está al servicio del Espíritu de Cristo, que le da vida para que el cuerpo crezca” (LG, n.8a).

Los bautizados entran en la Iglesia y se asocian así a Cristo, con cuya muerte y resurrección se configuran en el bautismo, integrados en la comunión eclesial por haber sido purificados por el agua, regenerados en la fuente bautismal para ser ungidos por el oleo de la alegría, el santo Crisma, que les asocia a la unción espiritual de la humanidad de Cristo por el Espíritu Santo. Así, por medio de la acción sacramental de la Iglesia, los bautizados se unen a Cristo. Separarse de la Iglesia es separarse de Cristo y sin él el sarmiento se seca; sólo permaneciendo en Cristo, da mucho fruto (cf. Jn 15,4-5). Para permanecer en Cristo es preciso permanecer en la Iglesia, querida por Cristo conforme al designio de Dios Padre como medio universal de salvación y congregación del género humano.

No es fácil entender, ciertamente, la relativización de la Iglesia que hacen algunos cristianos, que no reparan en asimilar su condición de sacramento universal de salvación a las vías extraordinarias y provisionales que la divina Providencia puede otorgar a tantos seres humanos que no han conocido el misterio de la gracia revelado en Jesucristo y dispensad
o en abundancia por la Iglesia. Esta relativización de la Iglesia llega a ser relativización de Cristo y de su mediación universal de la salvación, cuando no se repara en el hecho de que, aunque sea de forma oculta y misteriosa que no nos es dado alcanzar, toda salvación viene de Cristo, como declara Pedro ante el sanedrín después de la resurrección: “Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hech 4,12).

El misterio de la Iglesia es el misterio de Cristo presente en ella y, por su medio, “proclamado a los gentiles y creído en el mundo” (1 Tim 3,1). En ello se funda la ineludible misión de la Iglesia, enviada por Cristo a evangelizar a los pueblos y a convocar los en su unidad como acceso a la comunión con Cristo y con Dios Padre en el Espíritu. ¿Cómo no amar a la Iglesia, si en ella hemos sido introducidos en el amor de Dios y por medio de la palabra y los sacramentos que ella proclama y dispensa hemos somos permanentemente santificados? En la Iglesia somos liberados de nuestros egoísmos y en ella somos introducidos en el misterio de la comunión de los santos; y es viviendo en la Iglesia como nos convertimos en testigos del amor de Dios por la humanidad revelado en Jesucristo. Comulgando en la doctrina y en la acción litúrgica de la Iglesia somos iniciados en la filantropía divina, que es el verdadero amor al prójimo por sí mismo por amor a Dios. Es así, porque en la Iglesia accedemos al conocimiento que tenemos en Cristo de la dignidad del hombre y del amor de Dios por cada ser humano. La Iglesia es la fuente de solidaridad para cuantos en ella nos reconocemos hijos del mismo Padre en la filiación de Cristo.

Es así como el Concilio enseña de qué modo la Iglesia se constituye en el misterio sacramental que significa la unidad de todos los seres humanos. Es, pues, obligada la relectura atenta de las palabras del Vaticano II: La Iglesia es el pueblo mesiánico querido por Dios, que, “aunque no abarque a todos los hombres y muchas veces parezca un pequeño rebaño, sin embargo, es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todos el género humano. Cristo hizo de él una comunión de vida, de amor y de unidad, lo asume como instrumento de redención universal y lo envía a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16)” (LG, n.9b).

Porque existe este pueblo mesiánico y en él se hace presente la comunión de amor, que alcanza su cima en la celebración eucarística, el amor cristiano no conoce barreras ni se hace deudor de prejuicios. Los cristianos estamos impelidos por el mandato de Cristo a compartir lo que somos y tenemos con los demás, a hacer nuestros los sufrimientos y esperanzas de los hombres, porque ningún ser humano nos es indiferente. Si, como afirma el mismo Concilio, “el hombre es, por su íntima naturaleza, un ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás” (Vaticano II: Const. past. Gaudium et spes, n.13d), esta intrínseca necesidad que los seres humanos tenemos unos de otros, nos impulsa asimismo a auxiliarnos en las situaciones de debilidad, en la enfermedad y el sufrimiento, en situaciones de carencia y desamparo, pero al mismo tiempo nos realiza como personas constituidas en amor, fuente de nuestra recíproca solidaridad.

Por este motivo, la Iglesia como comunión se inserta en la misma e íntima condición social de nuestra naturaleza creada. La mesa de la Eucaristía y la mesa que alimenta nuestro cuerpo son inseparables; una se prolonga en la otra. Hoy, solidarios con cuantos sufren por carecer de trabajo y hogar, por hallarse en al lejanía del regazo patrio, renunciaremos a la comida que tradicionalmente ofrezco a todo el presbiterio. Parte de lo que ahorremos será entregado a Caritas diocesana, con el propósito de contribuir así en un humilde gesto de solidaridad con cuantos se han visto obligados a vivir de la caridad solidaria de los demás.

Jesús, el testigo fiel, como nos lo presenta el libro del Apocalipsis, aquel que da testimonio del amor del Padre, reclama de nosotros el testimonio de este mismo amor que hemos conocido en su entrega por el mundo. Dice el apóstol evangelista Juan que el testimonio de Cristo es “que Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo tiene la Vida; quien no tiene al Hijo no tiene la Vida” (1 Jn 5,11). Nuestra misión es dar testimonio de Cristo y, con él, testimonio del amor que hemos conocido y en quien da la vida entregando la suya: el amor de Cristo, que es el amor de Dios por nosotros y nos llega sacramentalmente por medio del sacrificio de la Misa y de la Comunión eucarística. En la Eucaristía, sacramento de la unidad de la Iglesia, los creyentes en Cristo tenemos la fuente de cohesión que necesita la sociedad en camino hacia la plena manifestación de la unidad que Dios Padre quiere realizar en Cristo.

 

 

                                                        X Adolfo González Montes

                                                               Obispo de Almería

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