Homilía en la Jornada Martirial de Adra 2025

Querida Comunidad de Adra, hermanos sacerdotes y diáconos:

Hoy la Palabra de Dios nos invita a contemplar uno de los misterios más profundos y desafiantes de nuestra fe: el martirio de los discípulos de Cristo. La palabra mártir significa “testigo”, y en su raíz está la idea de dar testimonio de la verdad, incluso perdiendo esta vida terrenal derramando la sangre por amor a Cristo. Se trata de Amor, En el Evangelio, Jesús, nos ha pedido siete veces que permanezcamos en su amor.

En los primeros siglos de la era cristiana y durante todos los tiempos de la Iglesia, los mártires han sido y son la semilla y ejemplo para los nuevos cristianos. Sin buscar la muerte, amaron tanto a Cristo que nada —ni la persecución, ni el miedo, ni la violencia— pudo apartarlos de su amor. En ellos se cumple lo que hemos escuchado en san Pablo en su epístola: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro o la espada?” Rm 8,35. Nada ni nadie podrá separarnos de su amor.

El mártir no es un fanático, ni un buscador de gloria humana, ni un héroe por orgullo. El mártir es el testigo del amor más grande, el amor que se entrega sin ningún tipo de condición. El verdadero Amor no espera nada a cambio. En su sufrimiento, el mártir se une a Cristo crucificado, y su sangre, derramada con fe, se convierte en semilla de esperanza.

Hoy, aunque en muchos lugares no se nos persigue con la espada, el martirio sigue presente. Hay quienes, en silencio, son testigos de su fidelidad al Evangelio: los padres que se sacrifican por sus hijos, los que sirven con humildad sin buscar recompensas, los que defienden la verdad y la justicia aun cuando eso les cueste el reconocimiento o la seguridad. Los sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas que día a día testimonian con su carisma el amor de Cristo, incluso siendo incomprendidos por algunos cristianos que les rodean.  Es el martirio del amor cotidiano, el martirio del servicio, del perdón, del compromiso con los más pobres, es el verdadero seguimiento de Cristo: el camino, la verdad y la vida.

También entre nosotros, los bautizados, hay verdugos que martirizan produciendo la autodestrucción y muerte de nuestras comunidades cristianas: ‘celos entre unos y otros. Nos relacionamos desde la oposición y la diferencia. Cada uno busca defender ‘su’ territorio y no soportamos las diferencias con el otro. Actuamos como si no hubiera sitio para todos, cuando en realidad sobran espacios bajo el sol de Dios. Como si la mies no fuera suficiente para que Pedro, Pablo y Apolo encuentren cada uno su lugar’ 1 en esta inmensa iglesia donde cabemos todos. Parad defender nuestras posturas hacemos tantos razonamientos faltos de profundidad, pero sobre todo faltos de caridad cristiana. Y luego comulgamos tranquilamente, olvidando que comer el Cuerpo de Cristo, requiere la comunión con la Iglesia, también Cuerpo de Cristo.

En realidad, cada uno buscamos ser el único consecuente, el único responsable, el único acertado en la tarea, el que quiere arrebatar la herencia para sí mismo… el que desea ser el único amado y reconocido, como el hijo mayor de la parábola del Padre Bueno y los dos hijos Lc 15, 11-32. Podíamos decir al Señor, ‘ese hijo tuyo’, en lugar de ‘este hermano mío’. Y, aun así, aunque fuéramos el único amado no seríamos nunca felices, porque viviríamos con la ansiedad de la comparación y la insistente referencia a los otros. ¡Qué martirio! Olvidamos tan fácilmente que todos somos el Cuerpo de Cristo.

Recordemos con gratitud a tantos hermanos y hermanas que, aún hoy, en distintos rincones del mundo, están dando su vida por Cristo. Aprendamos de ellos, pues son la prueba viva de que el Evangelio sigue siendo la única fuerza de transformación, la única prueba de que el amor de Dios vale más que la vida misma.

Pidamos al Señor que nosotros, aunque quizá no seamos llamados al martirio de la sangre, vivamos con el mismo espíritu de fidelidad, entrega y caridad que ellos, que evitemos los martirios de la deshonra y la iniquidad entre nosotros. Que nuestros gestos cotidianos sean testimonio de la esperanza cristiana, esa esperanza que vence al miedo y la división, fruto del odio, la envidia y los celos, que vence a la violencia y a la muerte. Que tengamos el valor de decir “sí” a Dios en todo momento, aun cuando el precio sea grande.

Y que la intercesión de nuestros mártires de Adra nos sostenga en el camino, para que un día, junto a ellos, podamos contemplar el rostro glorioso de Cristo, vencedor de la muerte y fuente de toda vida. AMÉN

Adra, 6 de noviembre de 2025

+ Antonio, vuestro obispo

[1] Cfr. Georgette Blanquière “Prêtre pour l’Amour de Jésus et de l’Evangile” Poitier 1990

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