El obispo de Almería en el primer domingo después de la Epifanía.
Lecturas bíblicas: Is 42,1-4.6-7
Sal 28, 1-4.9-10
Hech 10,34-38
Mt 3,13-17
Queridos hermanos y hermanas:
Peregrinamos en esta tradicional romería a la ermita de la Virgen del Mar, en la playa de Torregarcía, el domingo en que la liturgia celebra la fiesta del Bautismo del Señor, fiesta que cierra el ciclo del tiempo de Navidad; un tiempo de gozo que hemos vivido con fe y que ha alimentado en los creyentes en Cristo la esperanza de salvación.
En la pasada fiesta de la Epifanía del Señor hemos hecho memoria sacramental de su manifestación a todas las gentes, pueblos y naciones de la tierra, porque el Redentor que el Padre envía al mundo lo es de toda la humanidad, no sólo es el Mesías esperado por Israel, sino también el Salvador de las naciones, como lo contempló Simeón en tomándolo en brazos el templo de Jerusalén: «Porque mis ojos han visto a tu Salvador, / a quien has presentado ante todos los pueblos: / luz para alumbrar a las naciones / y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,30-32).
Hoy celebramos el bautismo de Jesús, por Juan en el Jordán origen de nuestro bautismo. Jesús descendió a las aguas del Jordán para purificar el agua y para que ésta concibiera el poder de santificar al hombre, y para hacerse con cuantos son purificados por las aguas del bautismo un pueblo nuevo, una comunidad de salvación con cuantos vienen a la fe y son injertados en el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor, para renacer por obra del Espíritu Santo a una vida nueva.
Desde la antigüedad cristiana se ha preguntado por el sentido del bautismo de aquel que no requería purificación ni perdón, Jesús el Justo e inocente, que asimismo cargó con los pecados de los hombres para crucificar en su cruz al viejo Adán y hacer posible el renacimiento espiritual del hombre nuevo. Dice san Máximo de Turín, respondiendo a la pregunta por el bautismo de Cristo: «Escucha. Cristo se hace bautizar no para santificarse con el agua, sino para santificar el agua y para purificar aquella corriente con su propia purificación y mediante el contacto de su cuerpo. Pues la consagración de Cristo es la consagración completa del agua» (Sermón 100 de la Epifanía 1,3).
El bautismo de Jesús es contemplado por los evangelistas como la investidura de Jesús, a quien como hombre se otorga el Espíritu Santo para que lleve a cabo la misión de salvación que el profeta Isaías anuncia, al describir la misión del Siervo del Señor: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo, mi elegido, a quien prefiero (…) Promoverá fielmente el derecho, no vacilará no se quebrará hasta implantar el derecho en la tierra y sus leyes, que esperan las islas» (Is 42,1.3b).
En el evangelio que hemos proclamado hoy, san Mateo dice que, apenas se bautizó Jesús y salió del agua, «se abrió el cielo y (Jesús) vió que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él» (Mt 3,16). El evangelista describe una visión del mismo Jesús, mediante la cual Jesús se comprende a sí mismo como aquel sobre quien se ha derramado el Espíritu Santo, ha sido ungido espiritualmente como en otro tiempo eran ungidos los reyes y los sacerdotes con el óleo santo de su consagración. Unción espiritual que va acompañada de las palabras de Dios Padre, que le declara su predilecto, cumpliéndose así en la persona de Jesús las palabras proféticas de Isaías que ve en el siervo del Señor aquel a quien el Padre prefiere. Bautizado Jesús no sólo ve cómo se abren los cielos y desciende sobre él el Espíritu, sino que escuchó Jesús aquella voz del Padre que declara: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto» (3,17).
Estas mismas palabras resonarán en la transfiguración del Señor en la montaña santa, acontecimiento del que serán testigos sus apóstoles más íntimos, ya en la vida pública de Jesús, cuando se propone subir a Jerusalén para padecer la pasión y la cruz: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (Mt 17,5: cf. Mc 9,8).
Jesús es revelado por el Padre como el Hijo eterno de Dios, y al mismo tiempo la voz del Padre que le declara Hijo descubre a los hombres el misterio oculto de la santa Trinidad de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Jesús es manifestado al pueblo elegido de Israel como aquel en quien el Padre tiene sus complacencias, porque es sustancia de su divina sustancia y su palabra ha de ser acogida como proveniente del Padre. Así lo dirá Jesús a sus adversarios: «El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo ha enviado. En verdad, en verdad, os digo: el que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5,23b-24).
En esta fiesta del bautismo de Jesús celebramos, en los misterios de la fe, nuestra purificación y redención. Hemos sido santificados por la fe en Jesús, y hemos sido hechos partícipes de su unción por el Espíritu Santo gracias a la unción espiritual de nuestro bautismo. No sólo fuimos purificados por el agua sacramental del bautismo sino que hemos sigo ungidos con el aceite de la alegría, signo sacramental de la unción interior del Espíritu Santo, que nos hace nueva criatura. La unción sacramental del bautismo primero y de la Confirmación después ha hecho de nosotros miembros del nuevo pueblo de Dios, en el que entra a formar parte todo aquel que teme a Dios, acoge la palabra de Jesús y practica la justicia. La dimensión del mensaje cristiano es universal, como dijo Pedro en casa del centurión romano Cornelio: «Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea» (Hech 10,34b-35).
En Jesús, Redentor de la humanidad, hemos sido hermanados y hechos hijos adoptivos de Dios, sin que cuente nada nuestra procedencia racial, social, cultural o situación económica. Dios no tiene favoritismos. Su amor y su misericordia alcanzan a todos los hombres, pero quiere que le teman y practiquen la justicia. El temor de Dios nos conduce a la escucha de su palabra y al cumplimiento de su voluntad. Lo que sólo es posible si nos convertimos al Evangelio y por la fe nos integramos en el nuevo pueblo de la salvación, la Iglesia de Cristo.
En este tiempo de tanto relativismo, cuando es fácil pensar que todo vale por igual y que nada diferencia a los seres humanos, hemos de decir que no es lo mismo estar bautizado que no haber recibido este sacramento de la fe que es el bautismo. Dios quiere que nos adhiramos a Cristo, y quiere que todos los nacidos de mujer nazcan de lo alto, para venir a ser hijos de Dios, configurando su propia vida con Cristo mediante la participación en el misterio de su muerte y resurrección por la recepción del bautismo. El alcance de la salvación es universal y por eso el bautismo es igualmente universal. No podemos privar del bautismo a los niños, siempre que haya alguien que responsablemente ampare la recepción del sacramento de los recién nacidos y de los párvulos. Basta para ello tener voluntad y así declararlo de educar en la fe al niño que se presenta al bautismo, aun cuando sus padres no sean creyentes o estén alejados de la práctica de la fe y de la vida de la Iglesia, pero consientan en el bautismo de su hijo.
Aunque el bautismo de adultos es entre nosotros menos frecuente, en una sociedad en la que decae la práctica de la fe y crece el número de los que no han recibido el bautismo, es asimismo necesario preparar bien la administración del bautismo a los adultos, paradigma de la conversión a Cristo, porque el bautismo injerta en Cristo mediante la inserción del que se bautiza en la Iglesia, que es el cuerpo místico de Cristo. Como es asimismo preciso que quienes hemos sido vivamos de forma acorde con la condición de bautizados, practicando las obras de justicia que Dios quiere; es decir, las obras m
ediante las cuales cumplimos la voluntad de Dios en nosotros y nos abrimos a las necesidades de nuestros hermanos, ante los cuales siempre hemos de actuar como discípulos y testigos de Cristo. No podemos comportarnos como si no hubiéramos recibido el bautismo, no podemos ocultar que estamos bautizados.
Es lo que quiere de sus hijos espirituales la santísima Virgen, Madre de Jesús y madre la Iglesia, a la que invocamos con esta hermosa advocación de Nuestra Señora la Virgen del Mar. Ella nos acerca a Jesús y con ella hemos de meditar cuanto Dios ha hecho por nosotros en Cristo. Como María, que guardaba en su corazón todas las cosas que contemplaba como venidas de Dios, así nosotros hemos de meditar sobre todo cuanto Dios ha realizado con nosotros, llevándonos por la acción de su Santo Espíritu al conocimiento de Cristo, y haciéndonos cristianos mediante las aguas del bautismo. En este día de la romería de nuestra Patrona, junto al agua del mar que baña las playas de Torregarcía, dejémonos llevar por la Virgen Madre a la meditación agradecida sobre nuestra identidad de bautizados, y poniendo por intercesora ante su Hijo a su bendita madre y madre nuestra, celebremos ahora la Eucaristía, acción de gracias por los dones espirituales de la redención que nos llegan por la presencia del sacrificio de Cristo en el altar.
Ermita de la Santísima Virgen del Mar
Playa de Torregarcía, 12 de enero de 2014
Bautismo del Señor
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería