El Obispo de Almería en el aniversario de la entrega de la ciudad de Almería a los RRCC: Excelentísimo Cabildo Catedral, Ilustrísimo Sr. Vicario general y sacerdotes concelebrantes, Ilustrísimo Sr. Alcalde y Corporación de Almería, Dignas Autoridades civiles y militares, Hermanos y hermanas en el Señor:
“No seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros”
(Mt 10,20).
Estas palabras que acabamos de escuchar revelan la fuerza con la que los discípulos de Cristo afrontan la misión siempre difícil de dar razón de la esperanza que profesan, como san Pedro pedía a los cristianos de la primera hora: “Mas aunque sufrierais a causa de la justicia, no les tengáis miedo ni os turbéis. Al contrario, dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3,114-15).
Este fue el comportamiento de san Esteban, el primer mártir de Cristo, testigo de la encarnación del Verbo de Dios. San Esteban murió lapidado a las afueras de la Ciudad Santa mientras hablaba sin miedo a los hombres movido por el Espíritu Santo, dando fe de que Cristo es el nuevo Moisés esperado para los tiempos finales, y al cual ellos dieron muerte. Era el mismo Espíritu Santo el que ponía estas palabras en boca de Esteban, que lleno del Espíritu contemplaba “la gloria de Dios, y de Jesús de pie a la derecha de Dios” (Hech 7,55). Su discurso no fue diferente ni menos elocuente que el de Pedro el día de Pentecostés, pronunciado ante los judíos y prosélitos que lo escuchaban, a los cuales expuso el designio de Dios sobre Israel, mientras les hacía caer en la cuenta de que Jesús, aquel a quien habían dado muerte clavándolo de una cruz, Dios lo había resucitado “librándole de los lazos del reino de los muertos” (Hech 2,24).
San Lucas describe la muerte de Esteban como consecuencia de la denuncia que el protomártir cristiano hace de la conducta infiel a Dios del pueblo elegido, que había dado muerte a los profetas y ahora al Justo de Dios, su santo Siervo Jesús. Al hacerlo así Esteban no deja a sus oyentes otra salida que la violenta reacción que le ocasiona la muerte. El diácono protomártir alcanza de este modo la plena configuración con Jesús crucificado y, mientras es lapidado entrega como Jesús mismo su alma. La diferencia entre ambas muertes es que ahora, en la muerte de Esteban, Jesús glorificado es quien recibe el espíritu de Esteban, que sigue el ejemplo de Jesús y pronuncia estas palabras de perdón para sus verdugos: “Señor Jesús, recibe mi espíritu (…) Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hech 7,59.60).
El martirio de Esteban abre una trayectoria de persecución y muerte contra los discípulos de Jesús que no ha cesado a lo largo de la historia de la Iglesia. El martirio ha sido el modo de supremo seguimiento de Cristo e de identificación con el sacrificio de su muerte en la cruz. La Iglesia ha considerado por ello que el martirio es un don de la gracia que Dios otorga a quienes él hace capaces de dar la vida por sus hermanos. Jesús lo dejaba dicho a sus discípulos la noche de la última Cena: “Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). El martirio es la mayor expresión de amor, y en el martirio queda patente que este amor tiene un valor de afirmación absoluta del bien supremo que es Dios para el hombre. Cuando el hombre hace suya la voluntad de Dios entonces se le abre el futuro como posibilidad de vida definitiva y eterna, fundamento de la esperanza del que tiene fe.
El mártir acepta con generosa entrega el martirio y muere perdonando a los que le dan muerte. En la muerte martirial el amor vence la muerte y libera al mártir de los lazos del odio de sus ejecutores. Por eso Jesús había dicho a sus seguidores: “No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a los que pueden llevar a la perdición alma y cuerpo en el fuego inextinguible” (Mt 10,28). El mártir no desprecia el cuerpo ni la vida temporal, pero por la fe sabe que nadie puede dar muerte a la verdad, sabe que nadie puede tampoco arrebatar la vida a sus semejantes de modo definitivo, porque Dios es quien “da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean” (Rom 4,17). El mártir no busca la muerte, sino que la padece a pesar de su amor a la vida; no se quita la vida ni la pone en peligro, acepta y sufre la muerte inevitable que le es infligida, como lo hizo Jesús, que suplicaba a su Padre en la agonía de Getsemaní: “Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mt 26,42).
La Iglesia de España ha participado con gozo en la beatificación de los mártires españoles del siglo XX. En el mensaje que a todos dirigimos con motivo de esta glorificación de 498 mártires de la persecución religiosa del pasado siglo, los obispos españoles decíamos: “Los mártires están por encima de las trágicas circunstancias que los han llevado a la muerte. Con su beatificación se trata de glorificar a Dios por la fe que vence al mundo (cf. 1 Jn 5,4) y que trasciende las oscuridades de la historia y las culpas de los hombres (…). Los mártires, al unir su sangre a la de Cristo, son profecía de redención y de un futuro divino, verdaderamente mejor, para cada persona y para la humanidad” (LXXXIX ASAMBLEA PLENARIA, Mensaje «Vosotros sois la luz del mundo», Madrid, 27 abril 2007, n. 1).
Nada sería más injusto que pretender justificar su muerte por las circunstancias trágicas que la motivaron. Los mártires se colocaron por encima de aquellas circunstancias al ofrecer su vida por amor a Cristo y por eso su sangre es pacificadora. Razón aún mayor para no olvidar su sacrificio. Los mártires que sucumbieron a la persecución religiosa de los años treinta fueron víctimas del odio a la religión y la Iglesia da gracias a Dios porque fueron capaces de soportar la persecución por el nombre de Jesús hasta la muerte. La Iglesia tiene profundo respeto por cuantos han sacrificado su vida por sus ideales y sabe valorar su sacrificio. Por esta razón, no honra a los muertos de una sola parte de la sociedad española trágicamente dividida cuando glorifica a los mártires; honra, como siempre lo ha hecho a lo largo de su historia, a aquellos testigos de la fe que no dudaron en confesar que sólo Cristo es Señor de la historia humana y “rechazaron las propuestas que significaban minusvalorar o renunciar a su identidad cristiana; fueron fuertes cuando eran maltratados y torturados; perdonaron a sus verdugos y rezaron por ellos; a la hora del sacrificio, mostraron serenidad y profunda paz, alabaron a Dios y proclamaron a Cristo como único Señor” (Mensaje. n. 2).
Evocar hoy su memoria, cuando se hace del agnosticismo y del relativismo un programa de vida que se pretende presentar como un signo de progreso social, nos ayudará a todos los cristianos a no conformarnos con la mentalidad ambiente y a no ocultar la verdad de los hechos histórico que han dado cauce a la his
toria de nuestra nación. Los mártires representan una llamada a la fidelidad a la fe que hemos recibido, no para imponerla a nadie, ciertamente, ni tampoco para reprimir la legítima expresión de ideas y creencias de quienes no son cristianos ni participan de nuestra visión del mundo. La fidelidad de los mártires es un signo de coherencia para cuantos no tienen fe y a nosotros nos ayudará a mantener fe que hemos recibido, sin dejarnos arrastrar por la mentalidad laicista que inspira una cultura que se ha tornado profundamente anticristiana.
Al celebrar hoy la fiesta anual de la entrega de nuestra ciudad a los Reyes Católicos, damos gracias a Dios porque somos herederos de una tradición de fe y de una cultura cuyas raíces cristianas han alimentado la historia de nuestro país. Vivimos de la firme convicción de fe de cuantos nos precedieron en ella conscientes de que Evangelio de Cristo nos ha dado a conocer el destino trascendente del ser humano. La Palabra de Dios se hizo carne para que nosotros viniéramos a ser partícipes de la naturaleza divina como hijos de Dios. Haber conocido la paternidad universal de Dios por medio de Jesucristo nos lleva a descubrir en cada ser humano el rostro de Dios. Que esta Navidad se acrecienten en nosotros los sentimientos de fraternidad que inspira la contemplación del Hijo de Dios en la humildad de nuestra carne en brazos de María Virgen.
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
Almería, 26 de diciembre de 2007, Fiesta del Pendón