Conmemoración de la entrega de Almería a los Reyes Católicos.
Lecturas bíblicas: Hech 6,8-10; 7,54-59
Sal 30,3-4.7-8.17.21
Mt 10,17-22
Excelentísimo Cabildo Catedral;
Ilustrísimo Señor Alcalde;
Excelentísimas e ilustrísimas Autoridades civiles y militares:
Queridos sacerdotes y fieles laicos:
La fiesta de san Esteban Protomártir de Cristo nos trae la conmemoración de la entrega de la ciudad de Almería a los Reyes Católicos y el comienzo de la restauración de la cristiandad en nuestras tierras. Como ya hemos vivido esta jornada festiva año tras año, sabemos que la primera lectura de la misa de esta día habla de la persecución de los apóstoles y de los discípulos de Jesús vivida en Jerusalén no mucho después de la muerte de Jesús y recogida en el Libro de los Hechos de los Apóstoles. El evangelio recoge el discurso de Jesús Al enviar a sus doce apóstoles a predicar en su nombre. Su cedió antes de su pasión, después de ésta Jesús resucitado enviará a sus apóstoles a predicar el Evangelio y llevar la buena nueva de la salvación a todas las gentes. Jesús les dice: «Id, pues, y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20). El martirio sellaría la predicación evangélica y se repetiría a lo largo de los siglos.
El Evangelio de Jesús ha desencadenado el odio a los evangelizadores marcando, en efecto, la historia de la fe cristiana. El evangelista san Marcos pone en boca de Jesús la obligación universal del bautismo para salvarse, observando cómo el que no crea «será condenado» (Mc 16,16). Se trata del rechazo explícito del bautismo que implica un rechazo formal de Jesucristo como salvador universal. La persecución de los evangelizadores pone en evidencia la resistencia a la conversión. Los pueblos, sin embargo, que han recibido la predicación evangélica han hecho de ella inspiración de su propia historia y cultura, y los efectos de la redención son vividos en la liturgia cristiana que impregna la vida, como sucede entre nosotros. Aun así, nuestra historia está marcada por el martirio de los evangelizadores.
El evangelio de Navidad recoge el mensaje a los pastores en la misa de medianoche: «Hoy en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). Las palabras del ángel confirman el anuncio a María: porque va a ser la madre del Mesías, «el Señor Dios le dará el trono de David su padre y reinará en la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 2,32-33). El Mesías es el Ungido de Dios, que viene a reinar para siempre como heredero de David su padre, y a consolidar con su reinado la dinastía davídica en un reino mesiánico sin fin. San Lucas ve así en Jesús al verdadero rey de Israel, al Señor. Sin embargo, el reinado de Jesús no sólo no estará exento de dificultades, sino que constituye por sí mismo un obstáculo para la fe de Israel. Cuando el niño sea llevado a la circuncisión, Simeón profetizará el futuro del niño con palabras dirigidas a su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción, —y a ti una espada te traspasará el alma— para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,34bc-35).
El rechazo de Jesús surgirá cuando Jesús mismo exija tomar partido por él o contra él, cuando con sus palabras y signos los coloque en trance de aceptar o rechazar que él ha venido al mundo como luz para alumbrar a las naciones, porque Jesús dará definitivo alcance universal a la luz que viene de la revelación de Dios al pueblo elegido. El cántico de acción de gracias del anciano Simeón, que confiesa poder irse en paz después de haber visto al Salvador que viene de Dios, ve la salvación que trae Jesús destinada a todos los pueblos: Jesús ha entrado en el templo de Jerusalén para ser «presentado a todos los pueblos: / luz para alumbrar a las naciones / y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,31-32).
Jesús entra en el templo para realizar la obra salvífica que alcanzará a todos los pueblos, anticipando en su circuncisión el sacrificio de la cruz, al cual se refiere el mismo Jesús en debate con sus adversarios que le rechazan y a los que dirá refiriéndose a su muerte en la cruz: «Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). El evangelista san Juan ve a Jesús crucificado como el lugar donde Dios revela que Jesús viene de Dios, porque en él se manifiesta quién es de verdad: es aquel que viene del Padre y da la vida para que los que creen en él encuentren la salvación. Quien rechaza a Jesús no reconoce en él la luz del mundo tiene quien le juzgue, porque él Jesús es el Hijo de Dios, que habla por encargo del Padre. Sin embargo, los enemigos y adversarios de Jesús no sólo no creen en Jesús, sino que —dice el evangelista— «cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo» (Jn 8,59).
El evangelio de hoy presenta a Jesús enviando a sus discípulos y advirtiéndoles por anticipado de la suerte que corren como predicadores del Evangelio que hablarán en su nombre y llevarán su mensaje de salvación a los hombres. Les advierte, en efecto, de que corren serio peligro, porque los envía «como vejas entre lobos» (Mt 10,16). Por lo cual deben de tener cuidado con la gente —les dice—: «porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles» (10,17-18).
Jesús profetiza la suerte de los predicadores del Evangelio y el evangelio de san Mateo que hemos escuchado hoy recoge, sin duda alguna, la experiencia de la primera generación, la misma que arrolló a Esteban y acabó con su muerte, de la que da cuenta la narración del libro de los Hechos de los Apóstoles, que escuchábamos en la primera lectura. Con la muerte de Esteban se produjo la dispersión de los cristianos de Jerusalén y Palestina. En Esteban se cumple el paradigma de Jesús, prefigurando la suerte de los discípulos de Cristo. El mismo Jesús les dice al enviar a los doce discípulos: «Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo» (Mt 10,24).
Estas palabras volvemos a encontrarlas en el evangelio de san Juan en el contexto dramático de la última Cena, cuando Jesús dice a sus discípulos: «Recordad lo que os dije: «No es el siervo más que su amo». Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra» (Jn 15,20b). Jesús se expresa con duras palabras al decir que aquellos que le rechazan a él, rechazan en realidad al Padre; y que el odio a él, el Cristo de Dios, es odio a Dios (cf. Jn 15,23-24).
La persecución y el rechazo de Cristo encuentran en san Esteban una reproducción literal, hasta el punto de caer víctimas de la misma sentencia Jesús y Esteban. La sentencia de Cristo como blasfemo por parte del sanedrín que le juzgó es la misma sentencia que los adversarios y enemigos de Esteban pronuncian contra él, para legitimar llenos de odio su muerte por lapidación. Más aún, si la sentencia dictada contra Jesús se quiso basar en las palabras de Jesús sobre su condición de Hijo de Dios, porque el tribunal entendía que Jesús se identificaba con el Hijo del hombre que había de venir sobre las nubes del cielo con poder y majestad; en el caso de Esteban, la sentencia que le condena quiere legitimarse por las palabras de Esteban, que dice, con el rostro iluminado como el de un ángel, ver al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios, confesando de este modo la fe en la divinidad de Cristo.
Es cierto que hoy en los países de tradición cristiana no hay una persecución cruenta, pero se da una agresiva intolerancia que lle
ga a la exclusión de los propios signos de la fe, como el belén en estas fechas, que se quieren eliminar del ámbito público, so pretexto de laicidad del Estado. No es difícil ver que esta agresión busca debilitar el peso histórico y moral del cristianismo en los países cuya cultura es incomprensible al margen de sus propias raíces cristianas. Poco a poco se va imponiendo un programa de expulsión del cristianismo de los espacios públicos, que inhibe la capacidad de los responsables de la gobernanza occidental para enfrentarse a las lágrimas de los cristianos cruelmente perseguidos, a los que ha defendido con gran energía el Santo Padre Francisco, esta Navidad y tantas veces antes.
Lágrimas de los cristianos que son expulsados de su patria en Iraq, donde apenas quedan ya grupos de población cristiana, a pesar de los gritos de auxilio del Patriarca caldeo, llamando a las puertas de todos los foros internacionales donde se dice que son defendidos los derechos humanos; a pesar de los informes sobrecogedores de los testigos de un verdadero genocidio llevado a cabo verdadera barbarie. Cristianos acorralados, marginados o excluidos de la vida pública en tantos países de población mayoritariamente no cristiana, donde incluso se los condena a muerte ante los tribunales si se niegan a una conversión al islam como forma de perdonar la vida a quien califican, como a Cristo y Esteban, de blasfemos. Lágrimas en campos de refugiados, donde los niños sufren más, personas y familias hacinadas que reclaman un signo de la ternura de Dios en nuestra solidaridad y la defensa de los derechos de la conciencia religiosa y de la religión en sí misma.
Nuestra sociedad, sin embargo, sigue manteniendo hoy mayoritariamente manifestando sentimientos cristianos, lo que parece molestar al laicismo beligerante de grupos intolerantes. Quiero referirme a este propósito al hecho de que la mayoría de los padres, que alcanza en el caso de primaria el 87 % en nuestra comunidad autónoma, piden ejerciendo un derecho constitucionalmente reconocido, que se imparta para sus hijos la clase de Religión en condiciones equilibradas dentro del curriculum escolar y, en consecuencia, se establezca una respetuosa reglamentación de su docencia acorde con el tratamiento de materia fundamental que ha de tener la Religión. Estos sentimientos son nuestros y deseamos se manifiesten sin miedo a la intolerancia de quienes no los comparten, porque se han de respetar los derechos de todos.
Quiera el Señor bendecir los esfuerzos de quienes procuran la paz y la justicia promoviendo el bienestar de la sociedad. A todos nos obliga la fraterna solidaridad cristiana con los pobres y los que sufren por carecer de trabajo o faltos de medios de vida, y los que se han visto alejados de su patria, en busca de mejores condiciones de vida, y cuantos se ven perseguidos y prófugos en espera de asilo. Encomiendo en particular a los regidores de la ciudad y a los agentes de policía local y a sus familias, que hoy honran a san esteban como Patrono del cuerpo.
Que estas fiestas de Navidad y la próxima fiesta de la sagrada Familia nos ayude a fortalecer los lazos familiares, siguiendo el ejemplo del entrañable amor de Jesús, María y José, y a abrir nuestro corazón a los demás.
S.A.I. Catedral de la Encarnación
26 de diciembre de 2014
Fiesta de San Esteban
Día de la entrega de la ciudad a los Reyes Católicos
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería