Homilía en la Fiesta de Nuestra Señora del Pilar

Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería.

Lecturas bíblicas: 1 Cro 15,,3-4.15-16; 16,1-2

Sal 26,1-.3-5

Hech 1,12-14

Lc 11,27-28

Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades;

Queridos hermanos sacerdotes;

Mandos y familias de la Guardia Civil;

Hermanos y hermanas:

Celebramos la Fiesta de Nuestra Señora del Pilar, patrona de la Guardia Civil, cuerpo benemérito de vigilancia y protección ciudadana, institución cargada de historia y altamente estimada en nuestro país, porque la Guardia Civil custodia y protege la vida cotidiana de las personas e instituciones, afrontando a veces misiones muy difíciles en aras de la paz social de nuestro pueblo. Al celebrar en este día la Misa en honor de la Virgen del Pilar, pedimos a la madre del Señor que proteja a quienes la invocan como patrona y reina de ellos y de sus familias con solícita intercesión ante su divino Hijo

Coincide este día mariano con aniversario del descubrimiento de América, la Fiesta Nacional de España, que recapitula la memoria histórica de sus pueblos y de sus gentes, y nos coloca ante nuestra propia identidad como nación cristiana, que hoy ve cómo se diluye la fe que ha dado sentido a su trayectoria en la historia de amplios sectores de la población. Una trayectoria que, sin embargo, sigue siendo referencia de identificación de la mayoría social del país, que no conviene ignorar, porque en ello se nos va el conocimiento de nosotros mismos en el concierto de las naciones.

El carácter aconfesional de nuestro Estado obliga a las administraciones públicas a tener presente que el Estado Español no tiene una religión propia, pero no obliga a tomar posiciones contra el cristianismo ni a ignorar su realidad social y cultural, sino a cooperar con la Iglesia Católica y con las demás confesiones religiosas verdaderamente arraigadas en España. La fe cristiana ha inspirado la cultura y el sentir social mayoritario de nuestro país, y a pesar de su retroceso sigue hondamente arraigada en la vida de los españoles, que tienen en el cristianismo el marco de sentido que da orientación a sus vidas.

Por esto la pretensión de imponer una cosmovisión laica en la sociedad española es contraria a la Constitución y una verdadera amenaza para el entendimiento entre todos. La libertad religiosa es un derecho fundamental que debe ser respetado en sus expresiones públicas legítimas, porque forman parte la cultura y la vida social en su conjunto. Por eso, honrar a la Santísima Virgen e invocar su auxilio y protección responde al legítimo ejercicio de un derecho fundamental que afecta al núcleo de la libertad y responsabilidad moral de las personas, de los individuos y de los grupos humanos.

La fe que inspiró la trayectoria histórica de Israel dio marco religioso al desarrollo de la historia de la salvación que el designio de Dios destinó a toda la humanidad, designio divino en el cual nos ha introducido la fe en Cristo que ha inspirado la historia de España desde hace dos mil años. Esta fe nos ha dado acceso a la civilización cristiana, que la obra misionera de España ha contribuido a extender de un modo singular en tantos pueblos hermanos de la América hispana. Estos pueblos forman hoy el mayor contingente de poblaciones católicas. La fe católica llegó de la mano de los españoles a las islas del Pacífico y alentó la obra misionera de Oriente, dejando en algunos países la impronta de la civilización cristiana. ¿Cómo no celebrar con gozo esta historia que une a tantos pueblos en la fe de Cristo, en la cual la intercesión maternal de la Virgen María es, en verdad, faro que alienta y sostiene la fe en la verdad revelada en Jesucristo. Como la columna de fuego y luz que defendía y alumbraba a los israelitas en el desierto, el pilar de la Virgen guía y sostiene día y noche la fe de nuestro pueblo.

Ciertamente, la fe en Cristo tiene entre nosotros un carácter hondamente mariano. Las gentes de nuestras tierras, guiadas por la predicación apostólica desde sus orígenes, han visto en la sagrada imagen de la Virgen que la advocación del Pilar coloca sobre una columna, la luz y el faro que revela a Cristo, irradiando el conocimiento y el amor de Dios al mundo, luz que María alumbró al darnos a Cristo como Salvador universal y esperanza de salvación de todos los pueblos.

Del mismo modo que el arca de la antigua Alianza guardaba las tablas de la ley, la Virgen María llevando a Cristo en sus entrañas y dando a luz al Autor de la vida es el arca de la Alianza nueva que tiene en su seno aquel que es la luz de las naciones, donde Dios misericordioso revela su amor por el mundo y la humanidad. Por eso, como en los primeros momentos del nacimiento de la Iglesia, la comunidad de los cristianos se agolpa entorno a María para recibir de lo alto el Espíritu del perdón y de la santificación, que nos regenera y nos transforma a nosotros m ismos en imagen de Cristo.

El Vaticano II asocia a la luz de Cristo la luz que irradia la Virgen María, verdadera estrella de la evangelización, que guio y orientó a los evangelizadores del Nuevo Mundo. El Concilio la contempla glorificada en los cielos junto a Cristo resucitado y glorificado por el Padre y ve en ella «la imagen y el comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro»; y, por eso, hasta que llegue aquel día —agrega el Concilio— María «brilla ante el pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (VATICANO II: Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, n.68).

La historia de Israel se desarrolló en la Alianza antigua en torno al templo, donde el pueblo de Dios tenía acceso a la oración de penitencia, alabanza y acción de gracias, a la súplica y a la intercesión. El templo de Jerusalén se convirtió en el símbolo sacramental de la presencia bienhechora de Dios, que había seguido la marcha y la peregrinación del pueblo por el desierto hasta alcanzar la tierra prometida. El pecado trajo consigo el destierro y el retorno a la patria la reconstrucción del templo hasta su definitiva destrucción por los romanos y la abolición de los sacrificios. Jesús oraba en el templo y al templo acudían los Apóstoles después de la resurrección de Jesús para la oración de la mañana y de la tarde; hasta que la Iglesia cristiana, recordando las palabras de Jesús que prometió levantar el templo de Dios en tres días, comprendió que la ruptura cristiana con el culto de Israel daba paso al culto del Nuevo Testamento, «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24).

En Cristo Jesús nacido de la Virgen María y por ella acompañados, la congregación de los cristianos en oración tenemos acceso a Dios Padre sin otra mediación que Cristo mismo, el Hijo de Dios hecho hombre en el vientre de María Virgen. La madre del Redentor acompaña la oración del pueblo de Dios desde los comienzos de la Iglesia, como nos transmite la crónica de la Iglesia naciente en el libro de los Hechos. Los Apóstoles, después de la ascensión de Jesús se volvieron al cenáculo, a en la sala donde se alojaban. El libro agrega: «Todos ellos se dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, entre ellas María, la madre de Jesús, y con sus hermanos» (Hech 1,14).

Ya antes de la «hora» de Jesús, el evangelista san Juan nos informa de la acción intercesora de María en las bodas de Caná, hasta llegar a adelantar esta hora de Cristo, la que el Padre había designado como hora de la entrega por nuestra salvación. María intercede por los jóvenes esposos, que se han quedado sin vino, enviando a Jesús a los criados que sirven la mesa de bodas. Cristo es el Mediador único entre Dios y los hombres, pero María está asociada a la obra mediadora de su Hijo por designio de Dios.

María es bienaventurada, como aclaraba Jesús a quienes la exaltaban por ser su madre, porque hizo de la palabra de Dios razón de su v
ida, y acogió la palabra divina y la puso en práctica, cumpliendo el designio de Dios para ella, llamada a ser la madre del Mesías. María entró así en la historia de Jesús ejerciendo su misión de madre del Hijo de Dios, y después de su asunción gloriosa a los cielos extiende a su maternal cuidado espiritual por sus discípulos. La preocupación de María por nosotros y su constante intercesión en favor nuestro es el ejercicio de su maternidad espiritual sobre la Iglesia, «procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna» (LG, n.63).

Acudamos a ella y confiemos en la presencia que la Virgen María ha tenido y sigue teniendo en nuestra historia, invocada en todas las regiones de España como reina y señora, patrona y abogada nuestra ante Cristo Jesús, su divino Hijo. Pidámosle su intercesión para que la fe se mantenga en los pueblos de España y encontremos formas justas de convivencia y bienestar social, apreciando más lo que nos une que lo que nos separa; conscientes de que tenemos una historia milenaria de fe detrás de nosotros, que no pudo suprimir la invasión musulmana, una fe que ayudó de manera determinante a fraguar la fraterna solidaridad de los pueblos de España que hizo su unidad.

Hoy, en una sociedad más plural y diferenciada, la fe cristiana sigue teniendo una importante proyección sobre nuestra sociedad y cultura, pues sin ella no son comprensibles ni nuestro concepto de la dignidad de la persona humana y de sus derechos fundamentales; ni tampoco nuestros valores morales y el espíritu de donación y generosa entrega de amor fraterno, que mitiga las dificultades del entendimiento entre personas y grupos sociales.

Confiemos a la Virgen madre de Dios las empresas y el gobierno de nuestra patria, pidamos por medio de sus buenos oficios espirituales que la fe en Cristo oriente las acciones de gobierno y justicia de nuestra nación, para que no se quiebre la unidad de nuestra sociedad y la convivencia de cuantos la formamos, un bien moral cuya pérdida nos haría a todos más pobres. Que ella nos lo conceda.

Almería, a 12 de octubre de 2015

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

Contenido relacionado

Enlaces de interés