Homilía en la fiesta de Nuestra Señora de la Divina Providencia

El Obispo de Almería en la Misa ante las reliquias de San Juan de Ávila, Presbítero y Doctor de la Iglesia.

Lecturas bíblicas: Gn 3,1-6.13-15

Ap 12,1-3.7-12ab-17

Jn 2,1-11

Queridos hermanos sacerdotes, religiosas, miembros de la Asociación Providencia y demás fieles laicos:

Ha querido el Señor que podamos celebrar esta misa solemne teniendo con nosotros las reliquias de san Juan de Ávila, el corazón con el que amó a Cristo y experimentó las emociones del amor divino del Redentor en su alma, intensamente apegada a la cruz del Salvador, con el que se ofrecía al Padre para ser con él víctima entregada por los hombres. El amor de san Juan de Ávila por Cristo fue el amor por el Hijo de María Nuestra Señora, la Madre del Señor, por la que sintió un tierno afecto como modelo de vida entregada a la obediencia de la fe que acoge el designio de Dios y se confía plenamente a su Divina Providencia. Es ésta la advocación mariana que invocan los miembros de la Asociación diocesana «Providencia», cuyo servicio a la Iglesia diocesana quiere ser expresión de la del cuidado de Dios por la Iglesia, fundada sobre Cristo, piedra angular que sostiene esta edificación y casa de Dios, de la que es figura la Virgen María, nueva arca de la Alianza, que guarda la revelación divina definitiva, la Palabra de Dios hecha carne y confiada a su maternal cuidado.

Coincide además esta fecha de mayo con la memoria de María Auxiliadora, fecha que nos ha sido recordada con especial atención desde Roma, para que tengamos una plegaria a la santísima Virgen, para que obtenga de su amado Hijo el amparo de la libertad religiosa de los cristianos de todos los países donde padecen persecución o ven mermados sus derechos fundamentales; muy en particular, de los cristianos que viven en China, a los que el régimen comunista hostiga sin descanso impidiendo la libre expresión de la fe y la libre organización de la Iglesia. China está entre los países en los que la persecución de los cristianos no cesa, acosados por un integrismo religioso difícilmente compatible con la imagen de Dios como bondad suma, autor y providente conservador de la vida. Hoy elevamos nuestra plegaria a María, auxilio de los cristianos y constante intercesora ante su divino Hijo, para que la reconciliación con Dios que él nos trajo con su muerte y resurrección permita vivir en paz duradera a cuantos confiesan el nombre de Jesucristo.

El libro del Génesis que hemos escuchado narra la forma en que la mujer Eva, madre de los vivientes, fue acosada por el demonio llevándola a la tentación pecaminosa que condujo a la humanidad a su perdición. Dios, sin embargo, no nos dejó bajo el dominio del demonio, sino que, del mismo modo que Eva nos llevó a la perdición, María había de traernos la salvación, al dar a luz al nuevo Adán, el hombre nuevo que es revelación y manifestación de la misericordia providente de Dios. Bien es verdad, como dice el apóstol san Pablo, «que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte se propagó a todos los hombres, porque todos pecaron» (Rom 5,12), pero «no hay proporción entre el delito y el don: si por el delito de uno solo murieron todos, con mayor razón la gracia de Dios y el don otorgado en virtud de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos» (Rom 5,15).

El acoso del demonio a la Iglesia prolonga el acoso padecido por Eva, pero como por María vino la salvación, la Divina Providencia ha dispuesto en su designio de salvación que María, madre del Salvador, venga en auxilio de la Iglesia preservándola de la aniquilación que de ella pretendía el dragón apocalíptico. La hostilidad que Dios colocó entre la serpiente y la mujer, entre la descendencia de la serpiente y la descendencia de la mujer, no ha impedido la guerra de la serpiente contra la mujer, sino su victoria definitiva sobre su descendencia. Por eso dice Dios a la serpiente: «ésta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón» (Gn 3,15). Este célebre versículo del Génesis constituye el llamado Protoevangelio, que la Iglesia ha referido a Cristo y a María, viendo en ello la profecía de la providente misericordia de Dios para con la humanidad pecadora.

La guerra del dragón apocalíptico es la guerra contra descendencia de la mujer, contra la Iglesia como prolongación de Cristo en el mundo. El libro del Apocalipsis da testimonio de la persecución de los cristianos en la frontera del siglo primero al segundo, pero la Providencia de Dios libra a la Iglesia arrebatándosela al dragón, que simboliza y representa a los perseguidores. Del mismo modo que María es arrebatada al desierto y, camino de Egipto, es conducida por José, el esposo de María, el hombre justo providencial que, por su fe, salva al Niño de la espada de Herodes, así es la Iglesia arrebatada al desierto y guardada y preservada contra la acción de sus perseguidores.

Miguel, adalid celestial, y sus ángeles batallan contra el dragón y sus ángeles, y precipitan a la tierra a los enemigos de la mujer en espasmos de parto, la Iglesia que engendra entre los dolores, las heridas y la sangre de los mártires la nueva humanidad, redimida y salvada, que comienza en los discípulos de Cristo, los que se bautizan en su nombre y se saben salvados por la gracia redentora del Señor.

Figura de la Iglesia, María es la madre de la descendencia capaz de pisar la cabeza de la serpiente, Jesucristo, a quien está reservada la victoria sobre el dragón. La Iglesia, en efecto, no sólo ha leído este texto del Apocalipsis como profecía de la Iglesia perseguida pero salvada por el providente designio de Dios, sino que ha visto asimismo en el texto sagrado la figura de María, madre del Redentor y figura de la Iglesia.

María, la «mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas» (Ap 12, 1), fue contemplada por san Juan de Ávila como la mujer de la que habla el Cantar de los Cantares. El santo doctor responde así a la pregunta por la identidad de la mujer: «¿Quién es ésta cuya vista alegra, cuyo mirar consuela y cuyo nombre esfuerza? ¿Quién es ésta, para nos tan alegre y benigna, y para otros, como son los demonios, tan terrible y espantosa, que en oyendo su nombre parece caen sobre ellos saetas que no las pueden sufrir, sino huyen atemorizados de él?» (San Juan de Ávila, Sermones 61, 1). De esta mujer deslumbrante, cuya figura asombra a los ángeles, el santo doctor predica sus excelencias, que espantan a los ángeles, para responder con la Iglesia que María es la anunciadora y madre de Dios, «porque fue la mensajera de aquel luciente sol que fue el nacimiento del sol de justicia, Jesucristo nuestro Redemptor» (Sermón 61, 6). La belleza con la que san Juan de Ávila canta a la que es mensajera y madre del sol naciente, el sol sin nubes, para exclamar traspasado de dulce amor por la Virgen Santísima: «Oh, bienaventurada Virgen! (…) vuestra luz como «luz de alba que resplandece cuando el sol nace sin nubes»» (2 Sam 23,4).

María, que nos entregó así a Cristo, el sol de justicia, nos conduce a él, como en Caná de Galilea llevó a Jesús a los sirvientes de las bodas, para convertir el agua en el vino nuevo del reino de Dios y alegrar las bodas del Verbo con la humanidad, necesitada de la redención del Esposo. En esta mediación de amor que es el cuidado de María por nosotros, se prolonga y se manifiesta la mediación única de Jesús, autor de nuestra salvación. En esta maternal procura de Santa María se manifiesta la Providencia de Dios. Quiera la Santísima Virgen, auxilio de los cristianos y madre de piedad y Providencia acompañar nuestro peregrinar con san Juan de Ávila a la luz del sol naciente que ilumina nuestras vidas.

Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús

Almería, 24 de mayo de 2013

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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