Homilía en la Fiesta de la Santísima Virgen del Rosario, patrona de Macael

Lecturas bíblicas: Hch 1,12-14; Sal Lc 1,46-55 (R/. «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo»); Ef 1,3-6.11-12; Aleluya: Lc 1,28.42 («Alégrate, María, llena de gracia, el Señor está contigo, bendita tú entre las mujeres»); Lc 1,26-38.

Queridos hermanos y hermanas:

Macael se viste hoy de fiesta para honrar a la Virgen María, a la que rinde veneración filial, como a madre espiritual que extiende su amparo a sus hijos que la invocan con la advocación del Rosario. Nuestra Señora del Rosario es uno de los títulos más amados por los fieles cristianos, que tienen a la Virgen María por reina de sus vidas y madre amorosa que los toma a su cuidado. Reiterando el rezo del saludo angélico del avemaría, con amor y sin cansancio, los fieles la invocan suplicando su intercesión y su consuelo, su ayuda espiritual y material. Todos saben que al confiarse a la madre del Señor, los discípulos de Jesús se sienten cerca de su divino Hijo: están defendidos al abrigo de las tentaciones y de los asaltos del mal y de las perturbaciones de la vida humana.

El Rosario es una oración de orígenes históricos que se remonta al siglo IX, pero hunde sus raíces en la revelación bíblica y el los relatos evangélicos de los misterios de Cristo, a los que Dios ha querido asociar a la Madre del Señor. Es una plegaria que engarza las rosas de cada una de las avemarías para formar un ramillete de cincuenta avemarías por cada una de las tres partes del rosario, que en el siglo XV puso en práctica Alán de Rupe siguiendo la devoción mariana de santo Domingo de Guzmán[1]. Las ciento cincuenta avemarías de las tres partes del rosario son como una réplica sencilla de los ciento cincuenta salmos del salterio de la Biblia, a modo de la oración de la liturgia de las Horas. El rosario ha sido siempre el marco de memoria y meditación de la historia de nuestra salvación en Cristo desgranando los misterios gozosos de la encarnación del Hijo de Dios, de los dolorosos de su pasión y muerte, y de los gloriosos de su resurrección y glorificación en los cielos. A las tres partes históricas del rosario que se articulan en estos quince misterios, san Juan Pablo II, gran devoto de la Madre del Señor, añadió los cinco misterios luminosos.

Todos sabemos que la fiesta de la Virgen del Rosario fue instituida por el santo papa Pío V en el aniversario de la batalla de Lepanto, que la tradición piadosa atribuye al auxilio de la Madre de Dios, habiendo obteniendo la cristiandad la victoria sobre los enemigos mediante el rezo del rosario. Justamente en esta fecha se cumplen ahora 450 años de aquella batalla que tuvo lugar en el golfo de Patras, en el Mar Jónico el 7 de octubre de 1571 entre armada de la cristiandad y la armada del Imperio otomano. La armada cristiana estaba formada por formado por la Liga del Imperio Español, las Repúblicas de Venecia y Génova, el Ducado de Saboya y los Estados Pontificios, al mando de Don Juan de Austria; y la armada del Imperio otomano superior en el número de naves estaba comendada por el almirante turco Alí Bajá (Pasha), gran marino y experto guerrero que el año anterior a la batalla de Lepanto había conquistado Chipre. En Lepanto fueron vencidos los turcos y con la victoria cristiana se vio garantizada la paz y la fe en Cristo, tras décadas de peligrosa expansión del Imperio turco poniendo a prueba y en grave riesgo la independencia y la paz de las naciones cristianas de Europea.

Hoy damos gracias a Dios por haber salvado a Europa de su sometimiento al Islam. Somos conscientes de la necesidad de una convivencia justa y pacífica entre las naciones; más aún, la promovemos con esperanza y al mismo tiempo con realismo. Pretendemos una convivencia pacífica, asentada sobre el respeto a los derechos de la persona y de los pueblos, sin ignorar que las confrontaciones bélicas siguen poniendo en grave peligro la convivencia que deseamos y la paz entre las naciones. Esta convivencia deseable hace justicia a la honda aspiración del ser humano a una vida digna y al ejercicio de la libertad religiosa, sin coacciones de ningún género, porque el ejercicio de la religión ha de ser gobernado por la razón inspirada por la fe, dando verdadera motivación moral a las acciones de los hombres. Respetamos la religión musulmana y deseamos un diálogo interreligioso respetuoso y sincero. Sabemos que no nos está permitido cerrarnos sobre nosotros mismos como personas, porque todos los seres humanos son hermanos (cf. Mt 23,8); ni tampoco les está permitido a los pueblos cerrarse sobre sus propios límites, porque como dice al papa Francisco, «el número cada vez mayor de interdependencias y de comunicaciones que se entrecruzan en nuestro planeta hace más palpable la conciencia de que todas las naciones de la tierra […] comparten un destino común»[2].

Hemos de suplicar confiadamente la intercesión de la Virgen María, porque ella está en medio de la Iglesia con su presencia espiritual permanente como madre amorosa que cuida de sus hijos, cumpliendo la encomienda que Jesús desde la cruz le hizo del discípulo a quien tanto quería (cf. Jn 19,26-27). Como hemos escuchado en la lectura del libro de los Hechos, María estaba en el cenáculo con los discípulos de Jesús y con las santas mujeres (Hch 1,14; cf. Jn 19,25), y está hoy con nosotros que en cuanto cristianos somos también discípulos de Cristo, y «hemos sido bendecidos con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos en Cristo» (Ef 1,3). Como María también nosotros hemos sido predestinados por Dios Padre a ser santos e inmaculados, pues Dios «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables en su presencia ante él por el amor» (v. 1,4).

Esta predestinación a ser conformes con la imagen de Cristo es ciertamente anterior a la creación del mundo universo. Dios quiso desde toda la eternidad que fuéramos salvados en Cristo, un destino que es sólo fruto de la gracia, un don inmerecido y sólo nos es dado por la redención de Cristo, ya que en Cristo fuimos creados. Creados en él, hemos sido redimidos por él y en su sangre hemos sigo perdonados. Es el misterio la historia de nuestra salvación que meditamos en los misterios del rosario. Mantenernos en como discípulos de Jesús y ser ante el mundo santos es obra de la gracia de Dios que actúa en nosotros, porque por nuestras solas fuerzas no podemos hacer nada por nuestra salvación. Necesitamos la ayuda de la misericordia divina y de la gracia. María que es la mujer «llena de gracia» (Lc 1,28), y, como la proclamaría su prima Isabel, es «dichosa por haber creído» (v. 45) nos encomienda y nos acompaña en las dificultades de la fe. Ella intercede por nosotros, porque conoce las diversas situaciones de la vida por las que pasamos, porque ella hubo de pasar situaciones de oscuridad. Por eso, nos hemos de confiar a María con la convicción de que ella hará que no nos apartemos de Cristo en el difícil camino del seguimiento y el discipulado. Es decir, que la predestinación de María mira a su misión como madre del Hijo de Dios, y nuestra predestinación mira a ser configurados con Cristo y, siendo así hijos de Dios en su Hijo único Jesucristo, también la predestinación de María mira a todos los discípulos de Jesús. Como enseña el Concilio: La Madre del Señor unida al destino de Cristo «colaboró de manera singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente caridad, para restablecer la vida sobrenatural d ellos hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia»[3].

Acudimos a María porque es refugio de los pecadores y consuelo de los afligidos, salud de los enfermos y auxilio de los cristianos. María es madre de misericordia y nos ha precedido en el seguimiento de Cristo y conoce los dolores que encierra el camino del Calvario, sabe cuáles son nuestras dificultades humanas y los obstáculos que representan las tentaciones para ser en verdad buenos. Como hemos escuchado en el evangelio de san Lucas, María se encontró en una difícil encrucijada al serle anunciado por el ángel cuál había de ser su misión como madre del Hijo del Altísimo. Pensó María en su situación como mujer que, aunque estaba desposada, no había convivido con su esposo José, y preguntó al ángel: «¿Cómo cómo será esto, pues no conozco varón?» (Lc 1,34), y recibida la respuesta del ángel, contestó: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (v. 1,38). María se confió plenamente a Dios, sabiendo que en las manos de Dios no hay riesgo alguno.

María no nos aparta de Cristo, sino que nos lleva siempre a él, como enseña el magisterio de la Iglesia: el influjo de la Virgen en la salvación de los hombres «dimana de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia; favorece, y de ninguna manera impide, la unión inmediata de los creyentes con Cristo»[4].

El rezo frecuente, e incluso diario, del santo rosario ha marcado durante siglos la piedad del pueblo de Dios, y en nuestra tierra de María Santísima, el rosario se ha convertido en la plegaria que aúna la fe profesada y la fe vivida en brazos de María y junto a su corazón. Para decirlo con palabras del santo papa Juan Pablo II, al recitar el avemaría y reiterar las palabras del ángel en la anunciación y las palabras de Isabel en la respuesta, el rosario se ha convertido en el “camino de María” para llegar a Cristo, fruto bendito de su vientre[5]. Que el rezo del rosario nos ayude a acercarnos a Cristo y en él al designio de Dios para nosotros, en el que se encierra nuestra felicidad eterna.

Iglesia parroquial de Nuestra Señora del Rosario

Macael, a 7 de octubre de 2021

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

[1] Cf. J. A. Martínez Puche, O. P. (ed.) y otros, El año dominicano (Madrid 2016) 738-739; y 941 (Venerable Alán de la Roche).

[2] Francisco, Carta encíclica sobre la fraternidad y la amistad social Fratelli tutti (3 octubre 2020), n. 96; cf. cit. en Mensaje para la 47ª. Jornada Mundial de la Paz 1 enero 2014 (8 diciembre 2013).

[3] Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, n. 61.

[4] LG, n. 60.

[5] San Juan Pablo II, Carta apostólica sobre el santo Rosario Rosarium Virginis Mariae (16 octubre 2002), n. 24.

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