Homilía en la fiesta de la Presentación del Señor

El Obispo de Almería en la Jornada de la Vida consagrada.

Lecturas bíblicas: Mal 31-4

Sal 23,7-10

Hb 2,14-18

Lc 2,22-40

Queridos hermanos sacerdotes, religiosas y personas de vida consagrada;

Queridos fieles laicos;

Hermanos y hermanas en el Señor:

La fiesta de la Presentación del Señor en el templo trae consigo la ya tradicional Jornada de la vida consagrada, que este año tiene un carácter especial. El Papa Francisco ha querido que celebremos este Año de la Vida consagrada, cuando justamente transcurre con gran provecho espiritual para todo el pueblo de Dios, y principalmente para los religiosos y religiosas, el Año Jubilar Teresiano, con el que la Iglesia conmemora el quinto centenario del nacimiento de la santa reformadora del Carmelo. Con esta reforma santa Teresa de Jesús no sólo puso en marcha la renovación de la vida religiosa, sino que contribuyó también a la reforma profunda de la Iglesia en tiempos que ella misma calificó de «tiempos recios», por causa de las convulsiones ocasionadas en la cristiandad europea por la Reforma protestante del siglo XVI.

Santa Teresa fue seguida por otros grandes reformadores de las Órdenes religiosas que a partir del siglo XVI afrontaron la difícil empresa de purificación de la vida religiosa, culminando un proceso que en España había comenzado con la gran obra de reforma eclesiástica que alentó el reinado de los Reyes Católicos ya en el siglo XV. Sin esta reforma no hubiera sido posible la ingente labor de evangelización que eclesiásticos y religiosos llevaron a cabo en el inmenso continente americano recién descubierto.

También en nuestro tiempo, el último Concilio hubo de afrontar con decisión la reforma de la vida religiosa, pero esta vez se trataba de su adaptación a la nueva situación social y cultural de nuestra época. Fue lo que el Vaticano II quiso realizar orientando los cambios que habrían de producirse en la vida religiosa para su acomodación a la segunda mitrad del siglo XX y su apertura a la novedad del siglo que vendría y del que hemos recorrido ya tres lustros después del cambio de milenio. El Decreto sobre la adecuada renovación de la vida religiosa Perfectae caritatis cumplirá el próximo 28 de octubre cincuenta años de su aprobación por los padres conciliares. El cincuentenario de este decreto y el recién cumplido, el pasado 21 de noviembre de 2014, de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium son el motivo principal que el Papa Francisco presenta para explicar su decisión de dedicar el año en curso a la Vida religiosa y de consagración.

En la Carta apostólica que ha dirigido a todos los religiosos y religiosas y personas de vida consagrada, el Papa parte de un hermoso texto de la Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata, que afirma: «Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir. Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas» (SAN JUAN PABLO II, Exhort. ap. pos. Vita consecrata, n. 110). La palabra de Dios que acabamos de proclamar habla del impulso del Espíritu Santo, que dirigió la vida del justo anciano Simeón y de la piadosa profetisa Ana para salir al encuentro del Señor en el templo. La narración evangélica de san Lucas tiene su centro en el himno y palabras de Simeón, que desvelan el ministerio de salvación del Niño, que da cumplimiento a la promesa de la cual vive todo el Antiguo Testamento.

El encuentro de estas almas piadosas con el Niño se desarrolla dentro de un rito de purificación, porque Dios confiará al Mesías de Israel la purificación que lleva consigo la justificación de los pecadores y el don del perdón de los pecados, mediante el cual Dios ofrece una nueva vida que tiene al Espíritu Santo como primer hacedor de novedad de vida, recreando el interior del hombre y transformándolo.

Se trata de un rito de purificación, porque la salvación trae consigo la limpieza de la culpa mediante la eliminación del pecado, de ahí que el profeta, que anuncia la purificación escatológica del pueblo elegido, plantee el gran interrogante que exhorta al arrepentimiento y al cambio de vida: «¿Quién podrá resistir el día de su venida? ¿Quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero» (Mal 3,2). Esta purificación es por eso inseparable de la ofrenda pura, que no puede estar contaminada por el pecado del que la ofrece, y que sólo puede ser la ofrenda de quien es santo. Por eso, se anuncia la purificación de los hijos de Leví, que como plata y oro serán refinados; y una vez purificados los sacerdotes y levitas destinados al templo y al sacrificio, podrán desempeñar su ministerio: «Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos» (Mal 3,4).

Jesús es llevado al templo al cumplirse los cuarenta días de su nacimiento, cuando ha de ser purificada su madre, pero él mismo es rescatado durante este rito de purificación de su pertenencia al Señor como primogénito, según la ley de Moisés (Ex 13,2.12.15; (Núm 18,15-16). En realidad, Jesús no necesita purificación ni tampoco rescate, pero del mismo modo que será bautizado llevando consigo los pecados del mundo, es ahora rescatado, cuando en verdad Jesús es el Hijo del Padre y está desde la eternidad con el Padre. Se pone de manifiesto así que en Jesús se cumple, aquello que el mismo Jesús dice al Bautista, que se niega a bautizarlo: «Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt 3,15).

Lo que de verdad acontece en este rito de purificación y rescate por «un par de tórtolas o dos pichones» (Lc 2,24) es que Jesús se hace solidario con quien ha de ser rescatado, y es bautizado llevando no los propios pecado sino los ajenos. Así, cumpliendo la Ley con su obediencia Jesús es habilitado por Dios para realizar la purificación y el rescate de la humanidad, como aquel que ha de ofrecer al Padre la ofrenda cultual debida, la que agrada a Dios Padre, la ofenda existencial que pasa por su propia sangre y su inmolación en la cruz. El sacrifico de Jesús tiene su primera manifestación en la circuncisión, y se anuncia en las palabras del Bautista al Señalar a Jesús como quien de verdad es: «el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» ( Jn 1,29; cf. 1,36). El autor de la carta a los Hebreos dirá que «Cristo ha venido como sacerdote de los bienes definitivos (…) y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna» (Hb 9,11.12b).

Jesús es propiedad de Dios, porque es el Santo de Dios que nació virginalmente de María (Lc 1,35), para redimirnos y «salvar a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Es santo en aquella perfección de quien sólo puede serlo porque es de Dios y viene de Dios. Cuando perdido en Jerusalén sus padres lo encuentren en el templo, Jesús mismo dará la razón de su permanencia en el templo: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Por eso con Jesús se inaugura un sacerdocio nuevo, que se ejerce en «la tienda más grande y más perfecta: no hecha por manos de hombre; es decir, no de este mundo creado» (Hb 9,11). La tienda verdadera, figurada en el viejo templo de Jerusalén, no se halla ya en la vieja ciudad santa de la Jerusalén terrena, sino en la Jerusalén celestial, donde ha entrado el verdadero sumo y eterno Sacerdote, que «después de haber ofrecido por los pecados un único sacrificio está sentado para siempre jamás a la derecha de Dios» (Hb 10,12).

Simeón profetiza el misterio de muerte y resurrección que redime el mundo del pecado mediante el sufrimiento del que señala como gloria de Israel y luz de todas las naciones. Simeón asocia a al sacrificio de Jesús a su madre, a la que dice oscuras y proféticas palabras: «y a
ti misma una espada te traspasará el alma» (Lc 2,35). El sacrificio de Jesús iluminará a las naciones. El Espíritu Santo no oculta a Simeón y a Ana, hija de Fanuel, el destino del Niño y ambos se gozan en su visión, porque con el Niño contemplado en el templo llega la liberación de Jerusalén.

Con su obediencia ha realizado la redención haciéndonos hijos adoptivos de Dios, de suerte que se cumple en nosotros, por la encarnación y el misterio pascual lo que manifiesta el autor de Hebreros: «Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús; así muriendo aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida como esclavos» (Hb 2,14-15).

Queridos religiosos y religiosas, en toda vida de consagración se ha de dar la oblación de uno mismo mediante su renuncia al mundo, para obtener del Espíritu Santo aquella configuración con Cristo que le cambia por completo y le habilita para ser en el mundo testigo del amor de Dios y portador de la llamada de Dios a toda la humanidad a vivir la vida de Dios. La obra de evangelización que la Iglesia ha sido enviada a realizar se anticipa en la vida de la misma Iglesia, en el renacimiento de lo alto de sus miembros en su consagración bautismal Es esta consagración la que se radicaliza en generosa entrega en los que abrazan los consejos evangélicos y hacen propia una vida de consagración, para convertirse en testimonio de las realidades que esperamos.

Como dice el Papa, en los orígenes de cada instituto de vida consagrada se ha hecho presente la acción del Espíritu, que hizo posible un pasado hacia el que es preciso mirar con gratitud. Se trata de una mirada para beber en las fuentes del carisma donde las aguas del Espíritu saciaron la sed de Dios y de entrega a los hermanos que arrastró las vocaciones y dio sentido a la vida de consagración. Todas las personas de vida consagrada han de tener presente que este retorno a las fuentes no es nostalgia sino búsqueda y apertura a un futuro innovador. El Papa lo dice con toda verdad: «No se trata de hacer arqueología o cultivar inútiles nostalgias, sino de recorrer el camino de las generaciones pasadas para redescubrir en él la chispa inspiradora, los ideales, los proyectos, los valores que las han impulsado, partiendo de los fundadores y fundadoras y de las primeras comunidades» (Carta apostólica).

Queridos religiosos y religiosas, y fieles de vida consagrada: pensad que el futuro de la vida religiosa pasa por la inspiración en vuestros propios orígenes y en la renovación de una vida que exige purificación y voluntad sincera de reforma, no de acomodo al mundo, sino de renuncia y radicalidad en la conversión a Dios y el servicio a la Iglesia y a los hombres; ciertamente, con especial dedicación a los más pobres y necesitados materiales y espirituales, sin olvidar que la mayor de todas las pobrezas, en palabras certeras del Papa es la carencia de Dios.

Que la Virgen María nos ayude en este empeño de renovación y fidelidad, en la confianza esperanzada de que la intercesión de la Virgen y la de vuestros santos y santas fundadores nos ayudarán a lograrlo recibiendo como don lo que exige de nosotros esfuerzo y sacrificio. Que así sea.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

2 de febrero de 2015

Fiesta de la Presentación del Señor

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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