Homilía en la Conmemoración de la Muerte del Señor

Viernes Santo en la S.I. Catedral.

Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo” (Jn 18,37). 

Queridos hermanos y hermanas: 

La muerte de Cristo llena de silencio la creación, que enmudece ante la cruz de su Creador, porque por la Palabra de Dios fueron creadas todas las cosas. En verdad, como leemos en la carta a los Colosenses: “en él fueron creadas todas las cosas (…): todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo y todo tiene en él su consistencia” (Col 1,16). Estas palabras de san Pablo suscitan en nosotros la misma pregunta que se hicieron primero los Apóstoles y luego todos los cristianos: ¿cómo pudo sufrir el Verbo, el Hijo eterno, Palabra de Dios, por cuyo medio hizo fueron hechas todas las cosas? La pregunta, sin embargo, se halla respondida en los textos del Nuevo Testamento y fue ampliamente reelaborada por el pensamiento de la antigüedad cristiana y la teología medieval; después, ya en los tiempos modernos, el racionalismo que tánto influyó en algunas corrientes de pensamiento cristiano disolvería la respuesta, para hablar del fracaso de la predicación y vida de Jesús.

La respuesta de la fe cristiana es la única que da razón cierta de la muerte de Jesús: Dios, en su designio de amor por nosotros, incluyó la muerte de Cristo, para que nosotros viviéramos por ella. Fue mediante la muerte del Hijo primogénito como Dios destruyó nuestra muerte. Así lo declara el evangelista san Juan poniendo en boca del sumo sacerdote Caifás las palabras proféticas que declaran el sentido salvífico de la muerte de nuestro Señor: “Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta de que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación” (Jn 11,50). Y el Propio evangelista, comentando estas palabras proféticas de Caifás agrega que el sumo sacerdote, por serlo, profetizó el sentido exacto de la muerte de Cris: “que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino para reunir en uno solo a los hijos de Dios dispersos” (Jn 11,52).

La muerte de Jesús no fue, pues, el resultado de una victoria del mundo sobre Dios, de las tinieblas sobre la luz. Como el mismo evangelista observa, fue, ciertamente intención de las tinieblas acabar con la luz divina, pero “la luz brilla en las tinieblas, / y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,5). Jesucristo es el Verbo eterno de Dios hecho carne, el Hijo unigénito que procede del seno del Padre y que por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo y se encarnó de la Virgen María, como reza el credo, para que, hecho hombre como nosotros y dotado de un cuerpo, pudiera padecer la pasión y la cruz y ser sepultado, en comunión con las tinieblas de la tierra, para derrotar su aparente victoria venciendo sobre la muerte, causada por el pecado de la humanidad, pues, como dice el Apóstol, “todos pecaron y están privados de la gloria de Dios; y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rom 3,23-24).

El sentido de su muerte lo ofrece Jesús mismo, recordando a sus discípulos que “si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, / queda solo; / pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). Jesús es el pastor bueno que da la vida por sus ovejas y por eso es amado por el Padre, a quien obedece hasta la muerte de cruz, porque él ha venido, “para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). A Jesús nadie le arrebata la vida, sino que él la entrega por aquellos a quienes ama: “Nadie me la quieta; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (10,18). Jesús va, pues, voluntariamente a la muerte, cuyo sentido él mismo declara: para que su grey tenga pastos en abundancia y no muera.

Hoy las tinieblas de un mundo que quiere vivir sin Dios acosan el amor de Dios por el mundo. El hombre de todos los tiempos ha buscado el rostro de Dios y nadie, ciertamente, puede ahogar la sed de Dios del hombre, porque sin él no puede sobrevivir como hombre. Sin embargo, hay puntos ciegos en la historia de la humanidad, en los cuales parece hacerse la noche eterna sin posibilidad de aurora. Las sociedades de bienestar del Occidente cristiano parecen romper con Dios, reducido a los fantasmas de la propia conciencia privada. El Santo Padre Benedicto XVI habla con justicia de un cansancio de Dios de las sociedades cristianas, que parecen haber decidido, de forma suicida, aniquilar la conciencia  de sí mismas como sociedades que han vivido históricamente inspiradas por el Evangelio de Cristo, y bajo esta inspiración han dado cauce a los mejores logros de su historia milenaria.

La crisis que padecemos y que, por desgracia, se prolonga pone de manifiesto la permanente amenaza que se cierne sobre los proyectos del hombre, siempre tentados de una voluntad de autonomía soberbia que termina tropezando con la contundencia del fracaso. El riesgo ineludible de una sociedad pagada de sí misma consiste en confundir el deseo con la realidad y el engaño del espejismo que provoca el desierto del alma humana con la realización del deseo. Una sociedad sin valores espirituales como la nuestra, que pretende darse a sí misma derechos que no lo son mientras priva a los más débiles de derechos fundamentales y objetivos, es una sociedad que refleja su propia situación de error, una sociedad que ha malversado su condición espiritual, cerrándose a sí misma su propio futuro. Una sociedad que no tolera que se hable en nombre de Dios en defensa del hombre es una sociedad totalitaria, porque Dios no amenaza la libertad del hombre, sino que le ofrece la vida de su propio Hijo, para que el hombre no pierda la vida que Dios desde siempre quiso darle como participación de la suya divina.

La ausencia de Dios es el origen de todos los totalitarismos y de los mayores crímenes que ha conocido la historia como programa de una pretendida nueva humanidad, crímenes recientes, contemporáneos, que pesan sobre la historia del hombre y su propia responsabilidad. Contra esta terrible realidad y para vida del hombre sólo la sangre de Cristo es verdadero antídoto y remedio de salud. La sangre de Cristo desciende de sus llagas abiertas inundando el madero de la cruz, hasta alcanzar la tierra para mezclarse con la sangre de Abel, la sangre de todas las víctimas de la historia, que han sucumbido a la violencia de los hombres contra sí mismos. En Cristo crucificado muerto en la cruz contemplamos la ejecución del justo por la injusticia de los tribunales humanos. Dista el pensamiento del hombre del pensamiento de Dios como la hondura del abismo de las simas marinas dista del cielo. Sólo cabe enmudecer y esperar la resurrección del Justo vindicado por Dios, para que no triunfen los malvados ni su poder se extienda sobre la tierra.

La sangre de Cristo, que lava los pecados del mundo purificando la tierra, es la sangre reden
tora que nos libra de tanta maldad, mientras el Crucificado carga sobre sí los pecados del mundo, hace suyas nuestras enfermedades y heridas, clavando consigo en la cruz el hombre viejo con sus crímenes y maldades. ¿Cómo no ver en la cruz el gran signo de la pacificación divina de la tierra, sin el cual el hombre queda sin referencia alguna a sus propios pecados como causa de todos los males? ¿Podrán los pueblos que han conocido el amor de Dios revelado en la cruz de Jesucristo condenar la palabra de Dios al silencio para que no se descubra lo mortalmente engañosas que son las voces del mundo?

Queridos hermanos y hermanas, renovemos hoy ante la cruz de nuestro Salvador la fe que anima nuestras vidas y recemos para que el mundo vuelva su rostro a Aquel que fue traspasado por nuestros pecados y lleno de llagas y humillado nos curó con sus heridas. 

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería    

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