Homilía en la Conmemoración de la Muerte del Señor.

Homilía de Mons. Adolfo González, Obispo de Almería, en la Conmemoración de la Muerte del Señor.

Lecturas bíblicas: Is 52,13-53-12

Sal 30,2.6.12-13.15-17.25

Hb 4,14-16; 5,7-9

Jn 18,1-19.42

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos escuchado el poema que describe la pasión redentora que padece el siervo del Señor, varón de dolores sobre el que cayó nuestro castigo. Si los sufrimientos del siervo le colocaron en nuestro lugar para padecer por causa nuestra, sus heridas han resultado saludables para nosotros, mientras él, ocupando nuestro puesto en el castigo, soportó los sufrimientos de la pasión y de la cruz.

El poema describe el dolor del siervo del Señor y da la razón, y última motivación de tanto sufrimiento afirmando la universalidad de la culpa que le llevó al siervo a ser despreciado y maltratado, juzgado «leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes» (Is 52,4b-5). El profeta afirma así el carácter redentor de los sufrimientos del siervo viendo en su pasión y tortura los sufrimientos vicarios, en sustitución nuestra, destinados a curarnos.

Es difícil para los humanos comprender el dolor, y a todos nos repugna aceptar como saludable el sufrimiento. Para responder a la inquietud y desesperación que en el corazón humano desencadena el sufrimiento, el autor sagrado nos dice que «Dios no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes» (Sb 1,13). Dice el libro de la Sabiduría que Dios nos hizo para la vida y no para la muerte, «porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; peo la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces» (Sb 2,23-24). Estas palabras afirman con claridad que el origen de la muerte está en el hombre, y que la universalidad de la muerte se corresponde con la universalidad del pecado; por eso Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, asumió nuestra carne para experimentar la muerte y en lugar nuestro destruirla en la cruz, en la cual el soldado que abrió su costado hizo aflorar el manantial de la vida. Las heridas de Cristo Jesús infligidas por la tortura de la pasión han logrado la destrucción de nuestros dolores y la muerte de Jesús en la cruz ha conquistado par nosotros la aniquilación de nuestra muerte eterna. En las heridas y en la cruz de Jesús Dios nos ha curado y ha destruido la muerte, que ha dejado de ser la realidad última y definitiva para la humanidad.

Con su muerte en la cruz, Jesús ha penetrado en los cielos, dice el autor de la carta a los Hebreos, como «sumo sacerdote de los bienes futuros» (Hb 9,11a); y lo hizo de una vez para siempre, entrando en el santuario celestial «no con la sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una liberación definitiva» (Hb 9,12). El autor sagrado interpreta la inmolación de Cristo como el ejercicio del sumo sacerdocio que Dios le ha entregado a Jesús como Mediador único entre Dios y los hombres, y afirma que este sacerdocio que Jesús ejerce, al ofrecerse de una vez para siempre por nosotros en la cruz, le ha hecho merecedor de nuestra definitiva liberación de la muerte y de la causa universal de la muerte que a todos alcanza: el pecado.

Jesús ha dado un sentido a todos los sufrimientos justos e injustos, porque él siendo el único Justo cargó sobre sí el dolor que merecíamos todos los pecadores por nuestros crímenes e injusticias. Jesús, al hacer suyo el dolor de la humanidad sufriente, dio muerte en sí mismo a la muerte que es consecuencia del pecado y causa de los sufrimientos de los hombres de todos los tiempos. Quiso Jesús aliviar el sufrimiento de cuantos sufrían a su alrededor, enfermos y lisiados, poseídos por el demonio y portadores de enfermedades sin cura; y quiso echar sobre sí mismo el dolor de todos los inocentes y de todas las víctimas injustamente tratadas a lo largo de la historia, y al hacerlo echó sobre sus espaldas la culpa contraída por todos. Bien podemos entender las palabras del profeta: «traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes» (Is 52,5).

La narración de la pasión de Jesucristo según san Juan que acabamos de escuchar nos hace ver hasta qué punto la perversión de la justicia humana puede alterar gravemente el orden de las cosas. El procurador romano que juzga a Jesús no está convencido de la culpabilidad de Jesús y, sin embargo, lo condena. Se molesta porque Jesús no contesta a lo que él quiere; y para arrancar a Jesús la respuesta argumenta con la exhibición arrogante de su autoridad. Jesús, sin embargo, se ha convertido en juez del procurador que le juzga, contestando: «No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto» (Jn 18,11). Contestando así a Pilato, Jesús pone de manifiesto que el ejercicio de la justicia está al servicio de la verdad, de la cual Jesús es el testigo que Dios ha enviado al mundo, pero Pilato no sabe nada de la verdad.

También hoy vivimos sin una claridad suficiente sobre la existencia y alcance de la verdad cuando nos domina la vorágine de las opiniones manipuladas e interesadas. Una vorágine defendida como pluralismo legítimo, para sofocar mejor la verdad de las cosas y escapar de la luz que dimana de la realidad de las cosas mismas dejando al descubierto la vergüenza de nuestros pecados. Parece como si el hombre de nuestro tiempo, traído y llevado por los reclamos de unos y otros, hubiera perdido el sentido de orientación por lo verdadero y lo justo, lo noble y lo bello, lo equitativo y saludable, para entregarse a cuanto considera, desde sí mismo y por sí mismo, válido para él, sin que nadie pueda decirle lo contrario.

La dictadura del relativismo de la que habló el papa Benedicto XVI se ha apoderado de un mundo sin mayor empeño, sin compromiso por hallar la verdad y serle fiel. No sólo la verdad de las cosas, sino la verdad del fundamento de las mismas, es decir, la verdad de Dios y del hombre creado por él. Vivimos cercados por el pecado contra la luz y somos ciegos para la verdad que la razón puede alcanzar y para la verdad sobrenatural que Dios nos ha revelado en la cruz de Jesucristo.

Jesús, «el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra» (Ap 1,5) vino para dar testimonio de la verdad instaurando en sí mismo un reino de gracia, de justicia, de amor y de paz, y respondió por eso a la pregunta escéptica de Pilato, que le preguntaba si era rey: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37).

Frente a la confusión de un mundo alejado de la verdad, como discípulos de Cristo hemos de dar testimonio de la verdad ante los hombres, para que el reino de Dios venga a nosotros y la luz del Evangelio ilumine los sinsentidos y las oscuridades en que vivimos, eliminando la ceguera en la que nos sume el pecado, origen de los males y del desorden inmoral que nos envuelve como una tela de araña. Hemos de dar testimonio de la verdad, porque la verdad nos hace libres (cf. Jn 8,32), para que el reino de Jesús sea haga realidad en el mundo dando sentido a las acciones de los hombres, para que puedan vivir y morir en la luz que irradia su cruz sobre el mal del mundo.

Que la Virgen María, que estuvo junto a la cruz de Jesús, desde la cual Jesús nos dio por madre, nos ayude a ser testigos de la verdad de Dios y del hombre, como lo fue Jesús aceptando la cruz que cada uno haya de llevar por dar testimonio de la verdad.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

Viernes Santo, 29 de marzo de 2013

+Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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