Homilía en la Apertura del curso pastoral 2010/2011

Homilía de Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería.

Queridos sacerdotes, religiosas y laicos;

Hermanos y hermanas: 

Abrimos hoy de forma solemne un nuevo curso pastoral, que desde mediados de septiembre viene afrontando actividades que concretan el programa pastoral que nos hemos trazado para el cuatrienio en curso de 2008 a 2011. Un programa que presentamos en 2008 con los objetivos pastorales que ahora nos ocupan, pero dando continuidad a los objetivos pastorales que nos habíamos propuesto en el programa anterior, asumiendo nuevos objetivos y compromisos. El Plan pastoral vigente, que este año llega a su término parte del análisis de la situación social y cultural de España y ha pretendido responder a la conciencia y necesidad que tiene nuestra sociedad de una nueva evangelización. Esta nueva siembra del Evangelio, que devuelva a la sociedad actual a sus propias raíces cristianas y a la vida según el Espíritu, sólo puede llegar mediante la purificación y el testimonio de una vida cristiana renovada. Necesitamos una profunda renovación de vida que sirva al conocimiento de Cristo y descubra la transformación que el Evangelio puede hace de la vida humana haciéndola grata a los ojos de Dios. Será, por lo demás, la mejor forma de responder a la descalificación constante de la Iglesia por parte de quienes encuentran en ella un obstáculo insalvable para implantar en la sociedad una mentalidad y un estilo de vida contrario al designio de Dios y al espíritu evangélico de las bienaventuranzas.

La evangelización que la sociedad necesita no es la que corresponde a una sociedad que hubiera estado alejada de la tradición de fe cristiana, sino la propia de una colectividad cuya historia está inspirada por la fe en Cristo, pero que vive hoy un oscurecimiento que amenaza con su disolución en una visión del mundo que opone la voluntad del hombre a la voluntad de Dios. Se trata de una especie de apostasía social y cultural que obedece fundamentalmente a la seducción que sobre las personas ejerce una ideología de la vida sin Dios, entregada al arbitrio discrecional del acuerdo social entre facciones discrepantes, dispuestas a regirse por el mero consenso convencional, sin referencia alguna a Dios y al destino trascendente de la vida.

La fe cristiana, sin embargo, no está desarraigada de nosotros. No es la nuestra una sociedad insensible ante el testimonio vivo de la fe. Se pudiera decir que nos encontramos en una situación no distinta de aquella que padecía el pueblo de Israel seducido por la idolatría que marcaba el estilo de vida del paganismo del exilio. Por eso la labor de evangelización pasa por la purificación y renovación de la vida de la Iglesia, por la puesta en marcha de una acción pastoral asimismo renovada. Un modo de pastoreo que deje ver la acción amorosa de Dios como pastor único de su pueblo.

Si la acción apostólica de los laicos tiene que ser el resultado de un seguimiento de Cristo que resulta de la conversión que transforma la vida de hombres y mujeres, y que hace nueva la vida familiar y social, la acción pastoral renovada resulta asimismo de la fidelidad a Cristo, pastor de nuestras almas, que da la vida por cada una de sus ovejas. En la acción pastoral de los sacerdotes y diáconos todos han de poder percibir que es, en verdad, Cristo quien “sigue el rastro de su rebaño, cuando las ovejas se dispersan (…), sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron un día de oscuridad y nubarrones” (Ez 34,12). La situación de tantos bautizados que viven como si Dios no existiera no puede estar del todo perdida, cuando es Dios mismo el que sale a su encuentro y en Cristo Jesús sigue el rastro de las ovejas dispersas; pues Cristo, en palabras del evangelista san Juan, iba a morir “para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,51).

Esta renovación profunda de la vida pastoral alcanza asimismo a los colaboradores de los ministros ordenados: a los catequistas y ministros de la sagrada Comunión, a los visitadores de enfermos, a los equipos parroquiales apostólicos que colaboran de modo especial con el mantenimiento de la vida cristiana. Cualquier programa de acción pastoral no podrá obtener resultados sin una profunda conversión y un seguimiento del Señor que pasa por la obediencia de la fe y la  configuración con Cristo. Del mismo modo el apostolado laical no podrá obtener mejores resultados si es expresión de una vivencia personal de  Cristo que da testimonio de la vida según el Espíritu. Cuando esto no es así el activismo consume la acción pastoral en ansiedad estéril, cuando falta vida interior no hay nada que transmitir a los demás.

La renovación de la evangelización requiere, por esto mismo, conciencia de que cada bautizado es templo del Espíritu de Dios, y que cada comunidad cristiana, cada agrupación en torno a Cristo, cada comunidad parroquial es “edificio de Dios” (1 Cor 3,9), en el cual se integran cuantos vienen a la fe por la predicación del Evangelio. Los que desde una postura agnóstica, o sin preocupación alguna o muy poca por la vida de la Iglesia, contemplan la vida de los cristianos sólo se sentirán atraídos por el testimonio que resulta convincente, por ser el testimonio de una fe viva y de un amor admirable: un testimonio que, por ser expresión de la esperanza que tenemos en Cristo (cf. 1 Pe 3,15), deja traslucir la vida teologal que aparece a los ojos de los sin fe como un testimonio creíble.

¿Cómo podríamos dar testimonio de Cristo separados de él? La alegoría  de la vid y los sarmientos  sirve a la transmisión de esta idea de la necesidad de la adhesión a Cristo, de la necesidad de la comunión con él, que proporciona la participación de la vida divina que nos llega por medio de él, para poder hace algo que redunde en nuestra propia salvación y en la salvación de nuestros hermanos. Las palabras del Señor no dejan lugar a otra interpretación: “El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).

Tenemos ante los ojos una propuesta de vida que nos viene de un mundo apartado de Cristo, revestida de un humanismo engañoso. Las ofensas infligidas a la vida de los más débiles, particularmente la práctica criminal del aborto nos obligan a no cejar en el empeño de defender la dignidad humana y denunciar cualesquiera formas de agresión a la vida. Celebraremos, por eso, el próximo 27 de noviembre en el contexto de las primeras vísperas del primer domingo de Adviento una vigilia de oración por la vida en esta Iglesia Catedral, unidos a la que celebrará en Roma el Santo Padre en el mismo momento. No podemos dejar de orar para que la dignidad del hombre sea salvaguardada en cualquier circunstancia y se respeten los derechos de las personas concebidas y no nacidas. La Iglesia no puede dejar de anunciar al mundo el evangelio de la vida y la santidad de la familia como comunidad de amor en la que Dios ha querido llam
ar a la vida y al desarrollo personal a los seres humanos.

Nuestro compromiso con la vida ha de ser pleno y sin resquicio alguno. Hemos de procurar, con nuestra palabra y medios, que se atienda a las personas que en soledad o abandono se encuentran enfermas o son dependientes de la asistencia social, a los necesitados que ven peligrar su vida en la exclusión que provoca la incultura y la falta de trabajo. Los apostolados de carácter social y la pastoral de la salud tienen un importante reto en campos hoy tan crecidos por la crisis económica y social.

Hago una llamada a secundar la Jornada Mundial de la Juventud que el próximo año se celebrará en Madrid, y que tiene días diocesanos que hemos de preparar bien. La evangelización de la infancia y de la juventud representa la garantía del cristianismo de mañana, pero no podrá llegar a resultados satisfactorios sin la renovación de la vida espiritual de los educadores de la fe; una renovación que sólo la comunión con Cristo proporciona. La enseñanza y la escuela católica han de responder a la vocación eclesial de cuantos han hecho de la educación católica forma de vida y de apostolado. Los padres que han confiado la educación de la fe de sus hijos a escuela católica y los que han elegido para ellos la clase de religión tienen derecho a esperar de educadores y profesores católicos la colaboración que la familia necesita para la transmisión de la fe con éxito, sin merma de los deberes familiares ni de la libertad de sus hijos.

Todas las formas de apostolado y sus variantes de ambiente o medio se han de nutrir de la comunión con Cristo, porque no responden a una programación autónoma, sino a la voluntad de Cristo de dar fruto abundante que redunde en la gloria del Padre. Sólo quien permanece en Cristo recibe la vida de Dios que nos llega por medio de él, y sólo la vida de Dios puede transformar el mundo. El testimonio de los educadores de la fe resultará tanto más convincente cuanto más trasparezca en él la presencia y acción de Cristo, el Señor que nos reúne en torno al altar del sacrifico y la mesa de la fraternidad, para que tributemos al Padre la acción de gracias y el culto en espíritu y en verdad.

Que Nuestra Señora, la Madre del Redentor y constante intercesora a favor nuestro nos alcance la gracia de la fidelidad al compromiso apostólico y guíe nuestra acción pastoral a lo largo del nuevo curso.

 

S.A.I. Catedral de la Encarnación

Almería, a 23 de octubre de 2010

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

      

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