Homilía del obispo de Almería, Mons. Adolfo González en el XX aniversario de la consagración episcopal
Lecturas bíblicas: 1 Sam 16,1.6-13; Sal 109, 1-4; 1 Pe 5,1-4; Aleluya: “A vosotros os llamo amigos…” (Jn 15,5); Jn 15,9-17
Queridos hermanos sacerdotes y diáconos;
Queridas religiosas y seminaristas;
Queridos hermanos y hermanas:
Al celebrar un año más el aniversario de mi consagración episcopal, damos gracias a Dios porque en el ejercicio del ministerio pastoral del obispo, Cristo Jesús ha querido prolongar la sucesión apostólica, para que, con las palabras del prefacio dirigidas a Dios Padre, por medio de este ministerio la Iglesia «tenga siempre por guías a los mismos pastores a quienes tu Hijo estableció como enviados suyos» (MISAL ROMANO: Prefacio I de los Apóstoles).
La Iglesia, en verdad, tiene en el ministerio apostólico por voluntad de Cristo su propio fundamento, para que de este modo pueda aparecer ante el mundo como «signo perpetuo de santidad y ofrezca a todos los hombres las enseñanzas del cielo» (MISAL ROMANO: Prefacio II de los Apóstoles). Hemos de afirmar con el Vaticano II que, en este fundamento apostólico y su prolongación en el ministerio de los obispos, el Señor ha querido continuar en la Iglesia el ministerio de gracia y santificación que Dios Padre confío a su Hijo, para salvación de todos cuantos vienen a la fe en Cristo. Jesús, como sumo y eterno sacerdote realizó por el misterio pascual la purificación de los pecados y, glorificado por Dios, ha recibido del Padre la plenitud del Espíritu Santo, que ha derramado sobre los apóstoles (Hb 1,3; Hch 2,33), para que por medio de ellos se prolongara el ministerio su Hijo en la Iglesia. Es éste el ministerio del sacerdocio del cual Jesús hace partícipes a los obispos como sucesores de los apóstoles, y se ejerce y extiende con la colaboración de los presbíteros, que «unidos a los obispos en el ejercicio de su potestad y en virtud del sacramento del orden, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, para anunciar el Evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino» (Const. Lumen gentium, n.28).
Enseña el concilio que los presbíteros participan del ministerio sacerdotal de Cristo y contribuyen a la santificación del pueblo de Dios por haber recibido el sacramento del orden para colaborar con los obispos, porque es a los obispos como sucesores de los Apóstoles a quienes el Señor confió la tarea de «ofrecer a la Divina Majestad el culto cristiano y de regularlo según los mandamientos del Señor y las leyes de la Iglesia, que su criterio particular determinará más tarde para su diócesis» (LG, n. 26).
Así lo ha querido Cristo Jesús, que ha hecho del ministerio de los obispos el ministerio de la unidad de la Iglesia, asociando a este ministerio episcopal la acción evangelizadora, pastoral y sacerdotal de los presbíteros, y el ministerio auxiliar de los diáconos, en el que se prolonga la caridad pastoral de los que son guías de la Iglesia.
El ministerio pastoral es obra de Cristo y por esto mismo es el mismo Dios quien llama a su ejercicio. No lo hace en razón de las apariencias humanas y de las dotes que el mundo valora, porque Dios elige en libertad plena e incondicionada, y unge a los que elige para que desempeñen la misión del Hijo, al cual ungió con el Espíritu Santo. Por eso, como eligió, contra las apariencias que miran los hombres, al joven David sacándolo de andar tras el rebaño, para ponerlo al frente de su pueblo y suceder a Saúl en el trono, es Dios quien elige a los que llama a colaborar con su Hijo. Así lo dice a sus apóstoles el mismo Jesús: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16).
Ante las palabras del Señor Jesús deben desaparecer todas las rivalidades y partidismos que, también en el pueblo de Dios, echan raíces y son resultado de una voluntad de poder en ocasiones escandalosa. Estas oposiciones se dieron ya en el círculo de los Doce y fueron ocasión de algunos disgustos y enfados, pero Jesús recriminó este proceder desautorizando la pugna por el poder entre los jefes de este mundo y diciéndoles: «No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,26-28).
El ministerio pastoral es un servicio y, aunque ciertamente conlleva una gran dignidad, «nadie ha de arrogarse este ministerio si no es llamado por Dios, lo mismo que Aarón. / De igual modo que tampoco Cristo se atribuyó el honor de ser sumo sacerdote, sino que lo recibió de quien le dijo: “Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy”» (Hb 5,4-5). Si los llamados sucumbimos a la vanidad y no sabemos ejercer el servicio que se nos confía para edificación de la comunión eclesial, olvidamos que), como pide san Pedro a los presbíteros, hemos sido puestos al frente de la grey para ser «modelo del rebaño» (1 Pe 5,3), ejercitando aquel amor más grande que es el de dar la vida por aquellos a quienes han de amar. El amor de Jesús es la medida de este amor, porque él dio su vida por las ovejas para que nadie se las arrebatara de su mano. Él entregó su vida para salvar al rebaño de ladrones y salteadores, pues «el ladrón no viene más que a devorar, matar y destruir» (Jn 10, 10). El buen pastor defiende el rebaño y expone y entrega su vida por él.
Jesús, verdadero y único buen «pastor y obispo de nuestras almas» (cf. 1 Pe 2,25), «llamó a los que él quiso (…) para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13-14); y es él quien llama a quienes quiere que sucedan a los Doce en ejercicio del ministerio apostólico, incorporándolos al grupo de aquellos a los que llama amigos, y les pide ser fieles a sus mandamientos y ayudar a los demás a guardarlos.
A estos que Jesús llama, les hace destinatarios de una alegría que han de llevar a los demás, invitándoles a alegrarse con María en el Señor. Es la alegría de la salvación y el gozo de ser amados por Dios, anuncio confiado a los apóstoles como misioneros de la alegría, un anuncio prolongado en sus sucesores, los cuales han distribuir generosamente, porque, en efecto: «No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor» (FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 3; cf. PABLO VI, Encíclica Gaudete in Domino, n. 22).
Después de tres lustros al servicio de la Iglesia de Almería y veinte años de ministerio episcopal, quiero dar gracias a Dios porque me ha sostenido en el ejercicio del ministerio apostólico como servidor del Evangelio. Durante estos años, he puesto el
mayor empeño en la necesaria acción evangelizadora y pastoral, con el objetivo que todo obispo hace suyo como sucesor de los Apóstoles, por ser mandato de Cristo: «hacer discípulos a todas las gentes (…) y enseñarles a guardar todo lo que yo os he mandado», con la convicción sustentada por la fe en la promesa del Señor: «…yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19a-20). Este objetivo se concreta en la predicación y la enseñanza, el culto «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24), que se expresa sacramentalmente en la celebración de la sagrada liturgia, fuente y culmen de la vida cristiana, y en todas las acciones que inspira la caridad pastoral al servicio de la fe y de la renovación y fortalecimiento de la vida de la Iglesia.
Quiera el Señor de la mies sostenerme en este empeño y ejercer aquella caridad pastoral que identifica al pastor y alienta la evangelización y la administración pastoral, el cuidado de la vida espiritual y material de cada Iglesia; y la extensión del amor fraterno a todos los necesitados y a los pobres, a cuantos están lejos o no comparten la fe en Cristo.
Por eso, no quisiera terminar sin hacer presentes en nuestra oración al medio centenar de náufragos que han perecido en las aguas del Mediterráneo sumándose a los miles de ahogados en sus aguas. Hago un llamamiento a las autoridades de ambas orillas para que impidan, persigan y castiguen el tráfico de personas, sobre todo de los niños y las mujeres gestantes, un negocio sucio y maldito, sostenido por el engaño de quienes trafican con la sangre de los pobres, y una cruel falta de escrúpulos que ofende la dignidad de los migrantes.
Finalmente, al dar gracias a Dios, elevemos una súplica para que el Señor continúe sosteniendo mi ministerio, y que la intercesión de Nuestra Señora ampare al pastor de esta Iglesia y todos cuantos forman con él la porción del pueblo de Dios que hace presente en nuestra diócesis a toda la Iglesia del Señor. Que así sea.
S.A.I. Catedral de la Encarnación
Almería, 5 de julio de 2017
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería