Homilía de Mons. Adolfo González, Obispo de Almería, en la Misa de la Cena del Señor.
Lecturas bíblicas: Ex 12,1-8.11-14
Sal 115,12-13.15-18
1 Cor 11,23-26
Jn 13,1-15
Queridos hermanos sacerdotes;
Hermanos y hermanas en el Señor:
Nos congrega en este Jueves Santo la Cena del Señor, origen de la Eucaristía y del sacerdocio del Nuevo Testamento, y ámbito y ambiente sagrado en el que el Señor nos legó el mandamiento del amor como señal de identidad de sus discípulos. De hecho cada vez que celebramos la santa Misa se hace presente en el altar la Cena del Señor y sus manjares de vida eterna: el Cuerpo y la Sangre de Hijo de Dios.
En la Eucaristía Cristo nos ofrece la Alianza nueva y eterna sellada en su sangre, que sustituyó a la antigua Alianza, sellada con la aspersión de la sangre de toros y víctimas inmoladas en el monte Sinaí para ratificar el pacto de Dios con su pueblo. Si Dios sacó de Egipto a su pueblo fue para conducirlo hasta el Sinaí y allí pactar una alianza que había de ser figura de la Alianza nueva y eterna en la sangre de Cristo.
Este pacto de Dios con los israelitas es el término de la salida de Egipto, ya que convertía a Israel en el pueblo de Dios destinado a la posesión de la tierra prometida. Por eso, en la celebración de la Pascua que se sucedía cada año, Israel hacía memoria de la liberación de Egipto, por la cual se convirtió en el pueblo de la alianza. Cada año al llegar la fiesta pascual el día 14 del mes de Nisán, primer mes del año hebreo, se sacrificaban los corderos, que se comían conforme a los ritos establecidos por la legislación litúrgica mosaica. Según sus prescripciones, se la comida pascual iba acompañada de panes ázimos y hierbas amargas durante siete días seguidos como memorial de la salida de Egipto, cuando el Señor liberó a su pueblo de la esclavitud, sacándolo de noche del país tras haber comido la carne asada al fuego y el pan sin fermentar.
La cena pascual se convertiría tras el asentamiento en la tierra prometida en el centro de la vida litúrgica doméstica de Israel y el lugar de ejercicio de la memoria de la liberación. Los evangelistas nos dicen que Jesús celebró esta cena con sus discípulos, excepto el evangelio de san Juan. El cuarto evangelio dice que la cena de Jesús fue celebrada en la víspera justamente cuando se estaban sacrificando los corderos de Pascua. El evangelista alude así al significado sacrificial de la muerte de Cristo anticipado en la institución de la Eucaristía, bajo la figura del sacramento del amor incondicional con que Jesús acoge el designo de salvación de Dios Padre: «Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Este significado sacrificial de la muerte de Jesús se expresa en las palabras de la institución eucarística: «Tomó el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». De igual modo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). Estas palabras de la institución recogidas por san Lucas son las mismas que nos transmite san Pablo en la más antigua narración de la institución eucarística. El Apóstol dice haber recibido, como legado anterior a él mismo, esta narración de la Iglesia de los Apóstoles. En la primera carta a los Corintios, escrita en Éfeso en torno al año 53, san Pablo recoge la institución eucarística y en ella añade: lo que acabamos de escuchar en la segunda lectura: «Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Cor 11,26).
La Eucaristía es el sacramento del amor de Cristo por nosotros, el signo visible de su entrega a la muerte por nuestra salvación convertido en alimento de vida eterna, en pan de vida divina. En la misa crismal hemos visto cómo por el bautismo y la confirmación hemos sido integrados, en efecto, en un pueblo sacerdotal convertidos en hijos de Dios, ahora, en esta misa de la Cena del Señor se nos muestra que «la participación en el sacrificio eucarístico perfecciona en nosotros lo que nos ha sido dado en el Bautismo» (BENEDICTO XVI, Exh. apos. posts. Sacramentum caritatis [SCa], n. 17). El bautismo nos integra en la Iglesia y los dones del Espíritu que recibimos en la Confirmación, se nos dan también para la edificación de este cuerpo místico del Señor que es la Iglesia, a fin de que se fortalezca y se haga más convincente mediante el testimonio coherente y valeroso de los bautizados. La Eucaristía, es la plenitud de ambos sacramentos, del Bautismo y de la Confirmación, porque la Eucaristía «lleva a la iniciación cristiana a su plenitud y es como el centro y el fin de toda la vida sacramental» (SCa, n.17).
Por eso, la Eucaristía es en verdad «aquello a lo que tiende toda la iniciación cristiana» (SCa, n.18), no tiene sentido alguno pretender vivir en cristiano sin participar en la Eucaristía. Esto no significa que podamos comulgar en cada misa si no estamos preparados para hacerlo. La participación en la sagrada Comunión exige el estado de gracia que nos otorga el sacramento de la penitencia, donde Cristo nos ofrece el perdón y la reconciliación con Dios y con la Iglesia.
Cristo Jesús ha querido que sus ministros sirvan al pueblo de Dios mediante el ministerio sacerdotal que el mismo instituyó de forma inseparable de la Eucaristía en la última Cena. El ministerio sacerdotal de la nueva Alianza nace unido a la conmemoración permanente de la Cena del Señor. El sacerdocio cristiano es una institución del mismo Cristo, que asocia a su propio sacerdocio a aquellos a los que libremente llama, tomados de entre los hombres y elegidos por el Señor para actuar en representación suya, en la persona de Cristo. Jesús instituye el ministerio de los sacerdotes para que lleven con su autoridad, la de Cristo, la palabra que da la vida a los seres humanos perdidos por el pecado; y para que, mediante la celebración eucarística y el sacramento del perdón; sigan otorgando los beneficios de la muerte y resurrección de Cristo a cuantos vienen a la fe y se integran en la Iglesia y a cuantos bautizados forman la Iglesia y han vuelto a caer en el pecado.
La caridad pastoral de los sacerdotes es así expresión viva del amor de Cristo por sus hermanos, donde no cuentan las limitaciones y defectos y pecados de los que han sido llamados al ministerio sacerdotal, sino la misericordia de Dios y la gracia de Cristo que ellos administran por decisión del Señor. Sin embargo, la importancia de la santidad de vida de los ministros es grande, porque si todos los bautizados estamos llamados a la santidad de vida, en un ministro la búsqueda de la santidad ha de ser ejemplar y un sacerdote santo es para los demás una referencia permanente y visible de Cristo. La vida de un sacerdote santo es hace ella misma signo sacramental que conviene y ampara el ejercicio del ministerio de santificación que Cristo le ha confiado.
La caridad pastoral de los sacerdotes se ha de manifestar en el servicio entregado y generoso, del cual nos dio ejemplo el mismo Cristo lavando los pies de sus discípulos. Jesús les dice: «Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los piés también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que he hecho con vosotros también lo hagáis» (Jn 13-15).
El Jueves Santo es en la tradición cristiana de nuestros días la «Jornada del amor fraterno». Cristo nos da el mandamiento del amor como santo y enseña de la identidad cristiana, y el amor se hace siempre digno de fe; el amor es la gran prueba de la credibilidad de aquello que anunciamos y de la fe que profesamos. Los pobres y
los necesitados, los enfermos y los marginados miran hacia nosotros y solicitan nuestro amor y nuestra atención a sus necesidades. No podemos ignorar el llanto de las víctimas y el sufrimiento de nuestro prójimo, que permanentemente nos recuerda el modo de conducta que Dios pide de nosotros y Cristo ilustró en la parábola del buen samaritano. Una Iglesia samaritana se hace más creíble, una Iglesia en la que los pobres hallan atención a su indigencia y donde los que sufren encuentran el bálsamo para sus heridas hace reconocible a Cristo.
Que esta misa del Jueves Santo nos ayude a afianzar esta convicción en nosotros y por la gracia de la redención que Cristo nos ofrece en ella lleguemos a ser mejores cristianos. Que así nos ayude a serlo la mujer eucarística que es santa María, que nos entregó a Cristo que de ella tomó nuestra carne y sangre para ser pan de la vida y bebida de salvación.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
Jueves Santo
28 de marzo de 2013
+Adolfo González Montes
Obispo de Almería