Estos nueve días, Nuestra Señora del Mar ha visitado nuestra Catedral en la celebración de sus 500 años del comienzo de su construcción. María, de una manera simbólica, ha dejado su casa, su santuario, y se ha acercado a esta casa-fortaleza, imagen de la comunidad creyente almeriense. María siempre está en medio de la comunidad de los discípulos de Jesús, animándoles con su presencia, como lo aprendimos en los relatos de los primeros escritos cristianos.
Ella, que se acercó a nosotros sobre las olas del mar, no sabemos si tras una tormenta o con las aguas calmadas, en el año 1502, fue con gozo acogida por aquella comunidad cristiana, de los discípulos de su Hijo, como una bendición, como un impulso para renovar su fe, como el vínculo que nos une.
Desde la playa la trajimos a vivir en medio de nuestras casas, la hicimos nuestra y la coronamos, no sabemos exaltarla de otra manera, como Señora de Almería, y entre su manto nos cobijamos en los momentos de incertidumbre o de desolación. Hay mucha historia que nos une entorno a ella, mucho corazón puesto en vilo ante su presencia, muchos gozos y sufrimientos elevados como plegarias ante su imagen venerada.
Esta es María, la Madre de Jesús, nuestro Señor, la Madre de Dios y la Madre de la Iglesia. María, “Madre y Esperanza nuestra”, bajo nuestra advocación del Mar. Santa María es siempre la misma, en cualquier nación, en cualquier catedral, santuario o ermita, ¡nuestra Señora! Las diversas advocaciones son parte de nuestra historia particular, de las vivencias de un pueblo concreto que, poniéndolas nombre, las hace devoción particular, sentimiento, tradición familiar y fe a un mismo tiempo.
La nuestra es la Virgen del Mar. Es la advocación mariana que nosotros la hemos puesto. Mar que es vida y alimento, que son caminos abiertos de idas y de venidas, de despedidas y de encuentros. Mar de horizontes que nos hace tierra abierta, brazos de acogida, de tantos y tantos que buscan la esperanza para sus vidas. Mar de pescadores, puestos en valor por Jesús, que nos hizo pescadores de hombres. Mar de emigrantes, que salieron a otras orillas a buscar una mejor vida. Mar de inmigrantes que, huyendo del hambre, la desolación y la guerra, llegan a nuestras playas. Todos migran como las aves en busca de sustento y de paz. Mar del Monte Carmelo, puerto seguro, como el nuestro. Mar de Galilea, donde resonaron las palabras del Señor, donde se curaron a los paralíticos, mudos y ciegos, donde resucitaron los muertos, donde el poder del Señor nos puso a prueba, donde nos preguntó la única pregunta que vale la pena: “¿Me amas? Señor, tu sabes que te quiero”. También está el mar Muerto. Y ahora, la misma tierra, contempla el odio eterno de dos hermanos, masacre y muerte, como si de Caín y Abel se tratara de nuevo. Recemos por ellos.
Santa María del Mar, es la Madre. Es el regazo que nos mantiene unidos, y nos cobija, seamos como seamos, pensemos como pensemos, vivamos como vivamos. Aunque vuestra madre os olvide yo no os olvidaré nunca, dice el Señor, que tiene entrañas de madre, entrañas de misericordia. ¡Qué necesitados estamos de signos de unidad! Ayer mientras cantábamos su himno, y le enviaba el incienso como una oración que sube al cielo, no dejaba de mirarla. Miradla bien, siempre hay unas manos que nos sustentan, como al Hijo. Un rostro sereno que calma nuestra sed y nuestras desmesuradas pretensiones. Y unos ojos que nos miran y que nos hacen sentirnos lo que somos, más familia, más hermanos.
Así lo vivimos ayer en la ofrenda floral. Recordad si no la fila en la plaza de la Catedral de las distintas personas, personalidades y estamentos, de los sanos y de los enfermos, de los ancianos y de los niños y cada uno con su propia vida, su tarea en la sociedad, su pensamiento … Santa María del Mar nos unió a todos en un preciso momento. Bajo el implacable sol peregrinábamos a nuestro Templo, “Corazón de Madre”, con las flores en nuestras manos: signo de resurrección y de esperanza, del buen olor de nuestras obras y deseos, y el color blanco de las flores apiñadas en un ramo. Un ramo de flores es el mejor signo de la unión en la diversidad. Para vivir juntos, ¡cuánto necesitamos escucharnos y comprendernos! Apiñados como un ramo en ofrenda y en servicio entregado.
Y ahora me pregunto -y os pregunto a cada uno de los que me estáis escuchando en nuestra Catedral-, ¿cómo, celebrando a Nuestra Señora, mantenemos y fortalecemos los vínculos de la unidad?
La devoción a la Virgen del Mar tiene una larga historia de centenares de años, una tradición de siglos, que ha agolpado en torno a ella, a todo un pueblo, pero hoy ¿qué significa para ti y para mí? ¿qué supone para nuestra vida, para nuestra sociedad de Almería? Aprendamos de la vida y de las actitudes de María, Nuestra Señora del Mar: manos que acogen, calma en nuestras desmesuras, y una mirada que busque la paz del corazón. Entonces, hermanas y hermanos, si que conseguiremos una sociedad más humana, más justa y sobre todo más fraterna.
Que ella nos bendiga.
+ Antonio Gómez
Obispo de Almería