Homilía de Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería, en el Domingo XV del T.O.

HOMILÍA DEL DOMINGO XV DEL T. O.

Lecturas bíblicas: Am 7,12-15; Sal 84,9-14 (R/. «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación»); Ef 1,3-14; Aleluya: Ef 1,17-18 («El Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de vuestro corazón…»); Mc 6,17-13.

 

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio de san Marcos de este domingo sigue a la noticia de la visita de Jesús a Nazaret y de su fracaso, porque siendo conocido por sus orígenes familiares y de paisanaje, no fue reconocido ni confesado como el enviado del Padre. El evangelista coloca el pasaje de este domingo a continuación de la estancia de Jesús en Nazaret, dando cuenta de la llamada de Jesús a sus Doce discípulos. Los había elegido con plena libertad, según el comentario del evangelista, pues dice que Jesús «llamó a los que quiso y vinieron junto a él; e instituyó a Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13-14). El pasaje evangélico de hoy dice que Jesús, después de haber instituido a los Doce, los llamó para que fueran a proclamar la palabra de Dios, la noticia del cumplimiento del tiempo previsto para la irrupción del reino de Dios, tal como él mismo había comenzado a predicar: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15).

Jesús asocia a sus discípulos a esta tarea, para la cual les advierte el pertrecho con el que deben estar equipados: su porte y equipo debe ser el mismo de Jesús, deben viajar de dos en dos anunciando la buena noticia de la salvación, libres de equipaje y sin repuestos, salvo el bastón como apoyatura para el camino; es decir, sin apego a los bienes de este mundo que, en otras condiciones, podrían acumular. Los discípulos no deben estar provistos de alforja, calderilla y vianda, y han de hacer el camino con sencillas sandalias de peregrinos y una sola túnica (Mc 6,8-9). Como recompensa, recibirán por paga la hospitalidad de los destinatarios de la predicación y ellos a cambio deberán ser portadores de paz para cuan tos los reciban (v. 6,10). El signo de la llegada del reino de Dios será la expulsión de los demonios y la curación de los enfermos.

Decir a los discípulos que no porten otro bagaje que el propio de Jesús lleva a recordar cómo respondió al escriba que le dijo: «Maestro te seguiré a donde quiera que vayas», pero Jesús le dijo: «Las zorras tienen madrigueras, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 10,20). En consecuencia, la vida del discípulo como la de Jesús está puesta en manos de la providencia de Dios, y el discípulo ha de confiar en la provisión que Dios facilitará quienes tienen fe en su misión. Ser asociado a la predicación de Jesús es ser llamado a una vocación de exigente radicalidad, pues los discípulos no dejarán de anotar que pueden experimentar la dureza del rechazo de la predicación y que aquellos que se nieguen a recibir el mensaje del reino que los discípulos anuncian, ni siquiera recibirán la paz que ellos pueden darle. Los que rechazan la predicación se habrán cerrado al don de la paz que trae consigo el anuncio del reino, porque la paz es ya el inicio de la salvación que no quieren recibir.

¿De qué paz se trata? La paz que da Jesús y de la cual los discípulos han de ser portadores no es sólo la ausencia de conflictos, resultado de un pacto o consenso a conveniencia de las partes, sino el don escatológico prometido por los profetas; es decir, el don previsto por Dios para los tiempos últimos. Este don es el resultado de la ausencia de pecado y de la victoria sobre el Maligno. Para comprender mejor el concepto de paz que está en juego en el evangelio de hoy, hemos de traer a la memoria el discurso de despedida de Jesús en la última cena. Jesús no sólo desea la paz a sus discípulos en aquella ocasión decisiva de la despedida, sino que les entrega la paz (cf. Jn 14,27).

Como señalan los comentaristas, desear la paz a alguien es el contenido de saludo hebreo (shalom), lo cual pudiera parecer ordinario y sin alcance excesivo, pero no se trata de un significado banal. La fe de Israel conoce la revelación del contenido real de la paz que Dios promete y da al que acepta con humilde fe recibirla. Es la paz que sólo él puede dar, no es la paz que puede dar el mundo, sino la paz que es el contenido de las promesas mesiánicas hechas a Israel, la paz que Jesús les da es la paz que trae consigo la reconciliación de la humanidad pecadora con Dios y los bienes de la salvación. Dicho con claridad: es la paz fruto de la redención, la paz en la que consiste el don pascual: el perdón de los pecados acontecido en la muerte y resurrección de Jesús. Es la paz que el Resucitado entrega a sus apóstoles en las apariciones en el cenáculo (cf. Jn 20,19-20.21.26)[1].

Por eso en el relato evangélico de hoy, la paz que los discípulos de Jesús ofrecen a quienes no la quieren recibir, rechazando a los que anuncian el reino de Dios y se la ofrecen, revierte negativamente sobre ellos retornando a quienes se la desean. El rechazo de la paz mesiánica es el rechazo del enviado del Padre. La lectura del profeta Amós prepara a los que oyen el evangelio a una comprensión ajustada a la realidad, porque el evangelio de Jesús puede ser rechazado. El profeta Amós no profetiza por cuenta propia, fue arrancado por Dios de su profesión como “vaquero y cultivador de sicomoros” (Am 7,14). Es Dios quien lo ha enviado a profetizar a Israel (cf. Am 7,15) y, por eso, no acepta aun a riesgo de su vida la invitación del sacerdote Amasías del santuario de Betel a retirarse a Judea, para predicar y comer su pan de la predicación.  Betel era el santuario nacional del reino del norte y la escena ocurre durante el reinado de Jeroboán (cf. Am 7,10-13), después de la división del reino de Salomón entre el norte (Israel) y el sur (Judá) de la Palestina bíblica. Amós denuncia las acciones injustas de los gobernantes y esto supone un gran riesgo para el profeta, que fue denunciado al rey.

San Mateo, que desarrolla ampliamente el discurso apostólico del envío de los Doce, incluye las exigencias del seguimiento de Jesús incluyendo las persecuciones. Por eso les dice: «Mirad que os envío como ovejas entre lobos… Pero ¡cuidado con la gente!, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles» (Mt 10,16-18). No puede ser de otra manera, porque los discípulos han de seguir la suerte de su Maestro, como sigue el esclavo la suerte de su amo[2]. Jesús es signo de contradicción (cf. Lc 2,34) y por ello, como vemos en el evangelio de san Juan, les dice: «Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20a).

Así, recibir a los discípulos de Jesús es recibir al mismo Jesús, del mismo modo que guardar la palabra de los discípulos es guardar la palabra de Jesús, tal como Jesús m ismo les dice en la despedida de la última Cena: «Si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra» (Jn 15,20b); y recibirle a él es recibir al que le ha enviado, es decir, recibir a Jesús es recibir al Padre que lo ha enviado. Todo recibimiento tiene la paga de quien es recibido, pero recibir a un discípulo de Jesús no quedará sin la recompensa acorde con aquel a quien se recibe, a Jesús mismo (cf. Mt 10,40-42). El evangelio de san Juan traduce el recibimiento como fe en Jesús: recibir a Jesús es creer en él y rechazar la palabra de Jesús es rechazar la revelación de Dios en él: «el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar (…) lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí» (Jn 49-50).

La fe nos convierte a cada uno de nosotros en receptor del enviado del Padre y por ella nos mantenemos unidos a él: a Jesús, vida nuestra, en el cual Dios nos ha revelado el misterio insondable de su amor por nosotros. El capítulo primero de la carta a los Efesios, segunda lectura de esta liturgia de la palabra, nos deja ver el plan divino para la humanidad a la luz del misterio de Cristo, en quien hemos sido redimidos y en quien se nos han perdonado los pecados. En Jesús Dios ha revelado la consumación de los llamados a la salvación, de aquellos que aceptan la llamada universal a la santidad, por medio de la cual entramos en la herencia de Cristo, que él comparte con nosotros, miembros de su cuerpo, que es la Iglesia en la cual hemos sido integrados por el bautismo. Como canta el himno de esta carta de san Pablo, en Cristo hemos alcanzado la meta a la cual estábamos destinados «para ser alabanza de su gloria los que ya antes esperábamos en Cristo» (Ef 1,14). Jesucristo, que es la cabeza del cuerpo, y alcanzará en nuestra glorificación aquella plenitud que es nuestra consumación como hijos de Dios inseparablemente unidos a él, una vez hayamos llegado a la gloria, que ha conquistado para la humanidad con su pasión y muerte en la cruz.

Pongamos atención en que, en la celebración de la Eucaristía que sigue a continuación, antes de la comunión del cuerpo del Señor, el sacerdote muestra el pan consagrado y el cáliz después de haber deseado recibirlo invocándolo como portador de la paz que es nuestra salvación. Sólo él es el verdadero Cordero de Dios que quita lo pecados del mundo. La paz que busca el pecador y que el mundo no conoce es el contenido del reino de Dios que se nos ha manifestado en la persona de Jesucristo. Él es la paz que el mundo no puede dar, nosotros la podemos recibir en la sagrada Eucaristía, si nos disponemos a hacerlo con la humildad creyente de quién ha conocido en Jesús a nuestro Salvador.

S. A. I. Catedral de la Encarnación

11 de marzo de 2021

+ Adolfo Gonzáles Montes

Obispo de Almería

[1] Cf. X. Léon-Dufour, Lectura del evangelio de san Juan, vol. III:  Jn 13-17 (Salamanca 1995) 111-113.

[2] Cf. sobre el trasfondo judeocristiano de Mt 10,24-25 y paralelos (Lc 6,40; Jn 13,16): U. Luz, El evangelio según san Mateo, vol. II: Mt 8-17 (Salamanca 2001) 167.

Contenido relacionado

Enlaces de interés