Fiesta de Nuestra Señora Virgen del Rosario

Homilía del Obispo de Almería, Mons. Adolfo González Montes.

Lecturas bíblicas: Za 2,14-17

Sal Lc 1,46-49.50-55

Hech 1,12-14

Lc 1,26-38

Queridos hermanos sacerdotes;

Ilustrísimo Sr. Alcalde y miembros de la Corporación municipal;

Autoridades civiles y militares;

Religiosos y religiosas;

Queridos fieles laicos;

Hermanos y hermanas en el Señor:

«Alégrate y goza, hija de Sión, / que yo vengo a habitar dentro de ti / —oráculo del Señor—. / Aquel día se unirán al Señor muchos pueblos, / y serán pueblo mío.» (Za 2,14).

Estas palabras proféticas expresan el mensaje de salvación de Dios para su pueblo, que ha padecido la esclavitud del destierro y ha visto cómo fueron deportados los israelitas del reino del Norte primero y de Judá después. Zacarías comienza su ministerio a finales del siglo VI antes de Cristo y le toca vivir la época de la restauración del Estado de Judea y de la organización de la sociedad posterior al exilio una vez que terminan los setenta años de deportación del pueblo judío en Babilonia. En este contexto se ha de comprender el mensaje del profeta Zacarías, que anuncia la restauración del templo de Jerusalén e invita al gozo a la «hija de Sión», personificación del pueblo elegido. El tono de la profecía es claramente universalista: el profeta mira a Jerusalén como centro de peregrinación de los pueblos y destino de las naciones.

El profeta anuncia un futuro de paz universal, porque Dios morará en medio de su pueblo. Lo que el profeta no puede concretar es que esa paz que anuncia, y que es más que la sola paz política que surge de los armisticios que ponen fin a las guerras y que siempre son un equilibrio de intereses, será fruto de la irrupción de Dios en la historia de los hombres en forma desconcertante y no imaginada: Dios mismo se hace hombre y en Cristo Dios ofrece al mundo la soberanía del Príncipe de la Paz. Una paz que es salvación, resultado y fruto de la reconciliación de los hombres con Dios; de la paz de reconciliación que acontece en el misterio pascual de Cristo, en su muerte y resurrección, que ahora se hace presente en la santa Misa.

El profeta anuncia que Dios viene a morar con los hombres, en medio de su pueblo, porque el templo de Jerusalén será reconstruido, verdadero lugar de la presencia de Dios para Israel, pero el alcance de la profecía es mayor: Dios pone su tienda entre los hombres disponiendo para su Hijo la humanidad que Jesús recibió de las entrañas de la Virgen María, convertida así en verdadera «arca de la nueva alianza». Si Dios entregó los mandamientos a Moisés en las tablas que se guardaban en el arca de la alianza antigua, la que acompañó la peregrinación de Israel hasta la tierra prometida, las entrañas de la Virgen María son, en verdad, la nueva arca —tal como la invocamos en las letanías del Rosario— porque llevó en su seno la Palabra de Dios hecha carne.

Cuando rezamos el Ángelus de cada día, hacemos memoria y confesión de fe en el acontecimiento que cambió la suerte de la humanidad gracias al fiat de María, cuando respondió al anuncio del ángel Gabriel con obediente fe y humildad perfecta: «Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). La carne y sangre de María, convertida en carne y sangre de Cristo Jesús, verdadero Hijo de Dios y al mismo tiempo verdadero hijo de María, es la morada de Dios con los hombres. Sólo después de la resurrección de entre los muertos comprendieron los discípulos aquello que dijo Jesús respondiendo a los custodios del templo de Jerusalén, cuando derribó las mesas de los cambistas y expulso a los mercaderes del templo: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Dice el evangelista que Jesús hablaba del templo de su cuerpo y que sólo pudieron comprender sus palabras después de su resurrección de entre los muertos.

En el vientre de María la Virgen Dios ha puesto su tienda entre los hombres: «Y la Palabra se hizo carne, / y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14). Sucedió como lo anunció Zacarías, pero el cumplimiento de su profecía rebasó con mucho el horizonte de la historia judía. El ángel Gabriel se sirvió de las mismas palabras del profeta Zacarías, para dirigirse a María con el saludo que hemos escuchado en el evangelio de san Lucas: ««Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (…) «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,28.31-32).

La encarnación está en el centro de la confesión de fe cristiana, que ve en Cristo alguien más grande que Salomón, al cual incluso el rey David, padre de la dinastía, llama «Señor», como el mismo Jesús expuso ante sus adversarios. Jesús es el Hijo eterno de Dios, que por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo y se hizo hombre, tal como recitamos en el Credo de fe de la Iglesia, que hace imposible la reducción de Jesús a un hombre extraordinario, por muy grande que lo consideremos.

Siendo así, comprendemos la singular grandeza de la Virgen María, a la que proclamamos Madre de Dios y Señora nuestra. A ella canta la antífona sagrada de la Iglesia como Virgen y Madre del Rey que gobierna cielo y tierra, porque María es la «Madre del Redentor, virgen fecunda, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar» que acompaña e ilumina la travesía de la vida con maternal cuidado de todos nosotros. Así lo ha querido Jesús, que nos asoció a él y, al mismo tiempo que nos hizo hijos de Dios, nos hizo también «hijos de María», la madre espiritual de los discípulos del Señor. Cantamos a su amorosa y divina maternidad espiritual sobre nosotros en la Salve, reconociéndola como madre de misericordia, vida y dulzura y abogada nuestra; y celebramos su gloria contemplándola asunta a los cielos y coronada de esplendor junto al Rey del Universo.

La devoción mariana, queridos hermanos y hermanas, acompaña la historia del pueblo de Dios y la vida de cuantos creemos en Cristo. Por eso, tiene ciertamente sentido que hayáis querido honrarla declarándola regidora honoraria de la ciudad. Como Obispo vuestro desearía que fuera para concordia y paz social, siempre pero especialmente en tiempos de dificultad. Este título de María a nadie ofende porque no debe tener significado político partidista, sino público reconocimiento de nuestras raíces mayoritariamente cristianas y devocionalmente alimentadas desde la infancia de casi todos nosotros por la maternal vinculación espiritual a la Virgen María.

Aceptar el carácter más plural que en pasado de la sociedad actual no puede significar nunca desatención a la fe mayoritaria de los ciudadanos. Así lo ha reconocido el alto Tribunal que no encuentra contrario al ordenamiento jurídico el hecho de que, libremente y de forma mayoritaria, los cuerpos sociales quieran por decisión propia, no impuesta, vincular su actividad social a la intercesión de María y de los santos que mayoritariamente son venerados por los fieles cristianos invocando su patrocinio espiritual. El respeto de todos los grupos sociales incluye también el respeto a las mayorías sociales.

Sin embargo, también como Obispo vuestro desearía que cuando las Corporaciones toman una decisión así, se procediera teniendo en cuenta el sentir de la sociedad a la que se quiere servir, de cuyo acervo cultural forma parte la fe religiosa mayoritaria, sin que ello suponga nunca la desconsideración de las minorías. Es oportuno recordar que la Virgen María no sólo es amadísima de los fieles católicos, es asimismo amadísima de las Iglesias del Oriente cristiano, de las cuales hemos recibido en Occidente el culto a la Virgen como Madre de Dios, la Theotókos, como la aclamó el Concilio de Éfeso el año 431. María
es madre de Dios porque es madre del Hijo eterno de Dios, que de ella recibió nuestra carne. Por lo demás, María es también es respetuosamente venerada por los creyentes musulmanes, que creen en el nacimiento virginal de Cristo y no toleran blasfemia alguna contra la madre de Jesús, para ellos gran profeta y para nosotros verdadero Hijo de Dios.

Que esta solemne fiesta patronal sirva a la común alegría de la ciudad, pues habéis querido honrar a la Virgen con el amor su divina maternidad que caracteriza la historia de nuestro pueblo y hace de toda nuestra nación, pero especialmente de Andalucía la «tierra de María Santísima». Considerad que con ello os comprometéis a tener en cuenta las enseñanzas de nuestra fe y a gobernaros con espíritu abierta y generosamente cristiano, buscando la concordia en la diversidad, la paz social mediante la justicia y la promoción de la libertad de todos, con un criterio que todo lo encauza y limita y debe orientar la actuación privada y pública de las personas que siempre son un equilibrio de intereses: el bien común. Esto exige asimismo una particular atención a los más pobres y marginados de la sociedad, a los excluidos y carentes de derechos reales, cuando escasea el trabajo y faltan recursos sociales para evitar las situaciones de indigencia y exclusión social.

Si así lo hacéis que la Virgen os lo premie. Pedidlo a María, cuando repaséis las cuentas del Santo Rosario y recitéis las alabanzas marianas de las letanías. ¿Cómo no recordar las enseñanzas del beato Juan Pablo II sobre el santo Rosario, ahora que va a ser inscrito por el Papa Francisco en el libro de los santos, junto con el beato Juan XXIII, que convocó el Concilio Vaticano II. Decía el gran Pontífice: «Recorrer con María las escenas del Rosario es como ir a la ‘escuela’ de María para leer a Cristo, para penetrar sus secretos, para entender su mensaje. En el Rosario, mientras suplicamos a María, templo del Espíritu Santo (cf. Lc 1,35), Ella intercede por nosotros ante el Padre que la ha llenado de gracia y ante el Hijo nacido de su seno, rogando con nosotros y por nosotros» (Juan Pablo II, Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, nn.14 y 16).

Macael y Roquetas de Mar, 7 de octubre de 2013

Nuestra Señora, la Virgen del Rosario

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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