En la Fiesta de Nuestra Señora del Carmen

Misa de la B. V. María del Monte Carmelo.

Lecturas bíblicas: Zac 2,14-17 (Leccionario de Santos: p. 396)
Sal Lc 1,46-55 (Leccionario Santos: p. 401)
Rm 5,12-19 (Común Virgen María. L. Santos: p. 402)
Mt 12,46-50 (Leccionario Santos: p. 410).

Queridos hermanos y hermanas:

Nos congrega esta tarde en torno a la mesa de la palabra de Dios y de la Eucaristía una de las fiestas marianas más amadas: la advocación de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo, cuya imagen, del título del «Carmen de las Huertas», venerada en esta iglesia parroquial de San Sebastián, pudimos coronar solemnemente, por la misericordia y favor de Dios, hace cinco años el 30 de mayo de 2015. La Plaza de la Catedral fue el bello escenario de la celebración de la santa Misa de Coronación, ante la fachada norte realizada por Juan de Orea en 1567, marco privilegiado que ofrece nuestra primera iglesia diocesana a cuantos por la fe llegan a la casa de Dios del título de Santa María de la Encarnación, centro en el que converge la vida espiritual de los fieles cristianos.
Aquella jornada fue vivida con honda fe y emoción, con sincera voluntad de vida cristiana, acogiéndose los fieles a la intercesión de la Virgen María, Madre de Dios, por ser Madre del Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, y Madre de la Iglesia, cuerpo místico del Señor. Damos gracias a Dios por el don de la Virgen María, que llevó en su seno al Hijo de Dios, para ofrecernos por designio del Padre al Salvador del mundo. Bendecimos a Dios por María, a la que la Iglesia aplica las palabras que el profeta Zacarías dirigió al resto de Israel, la comunidad religiosa purificada por el sufrimiento del destierro, que permaneció fiel a la Alianza y recibió el consuelo del Dios misericordioso, que perdonó los pecados de un pueblo rebelde y alejado de los mandamientos. A esta comunidad que se recapitula en la figura creyente de María se dirigía el profeta con estas palabras de ánimo: «Alégrate y goza, hija de Sión, pues voy a habitar en medio de ti» (Zac 2,14).
Son palabras que anticipan el saludo del ángel Gabriel a María: «Alégrate, llena de gracia el Señor está contigo» (Lc 1,26). En este saludo resuenan los ecos del saludo de los profetas a la comunidad religiosa de Israel, a la cual se dirigen como a la «hija de Sión», para alentar su esperanza en momentos históricos que fortalecen la fe en el futuro mesiánico, esperado por el pueblo creyente. Dios vendrá a morar en medio de su pueblo, cuando el templo reconstruido, después de la destrucción y las penalidades del destierro, se convierta en el centro de la salvación y en Jerusalén se reúnan todos los pueblos. Escuchamos la palabra del profeta Sofonías dirigida a Israel: «Aquel día se dirá a Jerusalén: ¡No tengas miedo, Sión, no desfallezcan tus manos! El Señor tu Dios está en medio de ti» (So 3,16-17). Estas palabras de Sofonías son del mismo tenor que la profecía de Zacarías y resuenan en el saludo del ángel a María, que le anuncia el nacimiento de Jesús, añadiendo: «Será grande y se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará en la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33).
Son palabras de esperanza, porque en el niño que va a nacer de la Virgen Dios hará morada definitiva entre los hombres. María se convierte en figura y recapitulación del resto de Israel y en ella toma carne de nuestra carne el Hijo de Dios, haciendo de María morada y arca de la nueva Alianza. En su vientre Dios ha querido crear una humanidad nueva: la humanidad del Verbo eterno de Dios, que redimirá al mundo pecador derramando su sangre por él, y así ―como hemos escuchado a san Pablo en la carta a los Romanos―, si por el viejo Adán vino la muerte al mundo, por medio de Jesús, nuevo Adán, los que se hicieron deudores de la muerte por el pecado «los que reciben a raudales el don gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a uno solo, Jesucristo» (Rm 5,17).
María nos ha dado al Salvador, significado del nombre de Jesús, que quiere decir “Dios salva”, “Dios libera”, como el ángel explicó a José en sueños, cuando pensaba abandonar a María: «Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). María nos ha entregado al autor de la vida y al redentor del mundo, Jesucristo. María, la verdadera hija de Sión, porque en ella se recapitula la fe de Israel, y figura de la Iglesia madre, porque en su regazo maternal la Iglesia da a luz a los hijos renacidos del bautismo y el Espíritu Santo. María es la madre de Jesús, y es madre de la Iglesia, la mujer que Jesús en la cruz entregó a Juan antes de morir (cf. Jn 19,26-27).
Dice san León Magno que María, «antes de concebir corporalmente a su prole, divina y humana a la vez, la concibió en su espíritu» : concibió al Hijo de Dios por la fe en su corazón y mente, haciendo fructificar en ella la palabra de Dios, obediente al designio divino; y dócil a Dios, María se convirtió por el Espíritu Santo que obró en ella en verdadera madre del Hijo de Dios. Así explica también san Agustín que Jesucristo nació del Espíritu Santo y de la Virgen María: «Pues también la misma bienaventurada María concibió creyendo a quien alumbró creyendo… ella, llena de fe y habiendo concebido a Cristo antes en su mente que en su seno, dijo: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38)» . Lo hemos escuchado en el evangelio de este día: no es el parentesco carnal el que tiene la primacía, sino el parentesco espiritual. Se trata «de los que no nacieron de sangre ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios» (Jn 1,13).
María es verdadera madre del Hijo de Dios humanado, nacido por obra del Espíritu Santo, pero su grandeza está sostenida por la gracia de Dios que «ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1,48), la sierva creyente del Altísimo, la figura que encarna en su vida la acogida del designio de Dios, la obediencia de la fe. María respondió al saludo del ángel con la aceptación humilde del plan de Dios sobre ella: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Por eso Jesús les dice a cuantos le siguen, cuando le comunican que le esperan su madre y sus parientes: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?… todo el que cumpla la voluntad de mi Padre de los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,49-50).
La advocación de la Virgen del Carmen nos ayuda a alcanzar el centro del evangelio: que hemos sido redimidos en Jesús y que María ha contribuido con la gracia de Dios y sostenida por la gracia, con su fe y su docilidad obediente al designio de Dios a nuestra salvación. Por eso la invocamos con confianza plena como intercesora y amparo de los que Jesús ha querido que seamos sus hijos espirituales. Ella dio a luz al Redentor y nos asiste durante la vida orientando nuestro caminar a Jesús, que es el único camino que lleva a Dios; y ella nos asiste en la hora de la muerte con su amparo maternal e intercesión constante por nosotros ante Jesús, para que entremos purificados en la visión de Dios para siempre y alcancemos la vida que no termina. La piedad popular no se equivoca cuando le asigna esta labor de intercesión por los vivos y por las almas que el amor de Dios purifica para llegar a su divina presencia.
Patrona de las gentes del mar, María es la estrella que conduce al puerto de salvación que es Cristo, para que ningún navegante de esta vida sucumba ante el oleaje de las tormentas y las aguas embravecidas de la vida. A ella acudimos esperanzados, invocándola como refugio de los afligidos y consuelo en la tribulación y la tristeza; invocándola como auxiliadora de los cristianos, porque ella es vida, dulzura y esperanza nuestra.
«Virgen amadísima del Carmen, madre de los pecadores y reina de nuestras almas, ruega al Señor por nosotros. Ayúdanos a no apartarnos de tu Hijo, llévanos siempre hasta él, tú que eres estrella de los mares que brillas en nuestros corazones. Ayuda a nuestra fe pidiendo para nosotros la gracia redentora de Cristo Jesús tu Hijo y Señor nuestro. Amén».

Iglesia parroquial de San Sebastián
Almería, 16 de julio de 2020

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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