En la Cena del Señor

Homilía de la Misa «en la Cena del Señor» de D. Adolfo González Montes, Obispo de Almería

Lecturas bíblicas: Ex 12,1-8.11-14 Sal 115,12-13.15-16bc.17-18 R/. «El cáliz que bendecimos es la comunión en la sangre de Cristo»). 1Cor 11,23-26. Versículo: Jn 13,34. («Os doy un mandamiento nuevo»). Jn 13,1-15.

Queridos hermanos y hermanas:

         Con la misa en la «Cena del Señor» comienza la celebración del Triduo pascual de la muerte y resurrección del Señor, acontecimientos por los que fuimos salvados. Dios, amigo y amador de todos los vivientes, pero sobre todo de la humanidad, en la que dejó su propia imagen, quiso rescatar por amor a los que había creado por amor. Es necesario prestar atención a lo que acabamos de escuchar en la lectura del evangelio de san Juan: «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). El amor de Jesús no tiene límites porque es llevado al extremo: la entrega de la propia vida por los que ama.

En la última cena Jesús anticipa sacramentalmente el sacrificio del viernes santo, al que voluntariamente se ofrece por todos los hombres como les dirá a sus discípulos al entregarles el cáliz en la cena: «Bebed de ella todos, porque esta es mi sangre de la lianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26,27.28). El derramamiento de la sangre de Jesús en la pasión y la cruz sustituye de manera definitiva los sacrificios de la antigua alianza y el sacrificio del cordero pascual judío, cena pascual de los hebreos liberados por Dios de la esclavitud egipcia. El acontecimiento de la liberación transformó una fiesta que tuvo su origen en el pastoreo nómada de las tribus hebreas, desde la época de los patriarcas.

La fiesta de la Pascua adquirió un significado liberador con la salida de Egipto que, como hemos escuchado en el pasaje del Éxodo, quedaría fijada para el 14 de Nisán, el primer mes del año judío, para perpetua memoria de la liberación de Egipto y la partida en libertad hacia la tierra prometida. Dice el libro del Éxodo: «Este será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor, de generación en generación» (Ex 12,14). La celebración daría lugar a la comida ritual de la pascua judía y a la fiesta de los ácimos. Es la fiesta de la antigua Alianza que será definitivamente superada por la alianza en la sangre de Jesús.

         El testimonio de san Pablo recoge en la primera carta a los Corintios la celebración de la Eucaristía, en la que desembocará la celebración pascual que Jesús quiso celebrar por última vez con sus discípulos antes de padecer. Esta narración de la institución de la Eucaristía es sin duda la más antigua del nuevo Testamento, a la que se añaden los relatos de los evangelios sinópticos, sustancialmente idénticos. La Eucaristía es comprendida en estos testimonios apostólicos como memorial del sacrificio de Cristo, que él anticipó en la última cena de forma sacramental, instituyendo este sacramento admirable del amor de Cristo por nosotros, y que mandó celebrar a sus discípulos hasta su venida en gloria: «Haced esto en memoria mía» (1Cor 11,24.25; Lc 22,19). Jesús instituye la Eucaristía y con este mandato ordena a la Iglesia su repetición a lo largo de los tiempos hasta que el vuelva, como dice san Pablo ofreciendo el significado salvífico de la muerte de Jesús: «Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1Cor 11,26).

         San Juan Pablo II afirman que la Iglesia vive de la Eucaristía, porque en ella se encierra el núcleo mismo del misterio de la Iglesia, porque en ella se experimenta con una intensidad especial e inigualable la presencia de Cristo en la Iglesia, conforme a su esperanzadora promesa: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20)[1]. Y como la Eucaristía ha de permanecer en la Iglesia hasta el final de los tiempos, así el ministerio sacerdotal que fue instituido con la Eucaristía es inseparable de ella. La comunidad no es la que hace la Eucaristía, sino que ésta le es dada a la comunidad eclesial como un don de Cristo a su Iglesia, lo cual se produce por la acción del Espíritu santo del Padre y del Hijo. La institución del ministerio sacerdotal ocurre en el mandato de Cristo, por ello el sacerdote actúa «in persona Christi», en la persona de Cristo, que quiere decir «en la identificación específica, sacramental con el “sumo y eterno Sacerdote”, que es verdadero autor del sacrificio eucarístico»; y así añade en el mismo lugar el santo papa Juan Pablo II: «El ministerio de los sacerdotes… manifiesta que la Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la Cruz y a la última Cena»[2].

         No deberíamos olvidar estas afirmaciones fundamentales sobre la doctrina eucarística, porque la crisis de fe en la Eucaristía refleja y acusa al mismo tiempo la crisis de la fe en la Iglesia. Cuánto se ha de agradecer a Dios el ministerio de los sacerdotes, aunque sean hombres pecadores o, precisamente por ello, para compadecerse de los pecadores. La Eucaristía manifiesta el misterio de la misericordia de Dios que quiere incorporarnos a la vida divina que nos llega a los fieles cristianos por la comida y la bebida del cuerpo y sangre de Cristo Redentor, un alimento de vida eterna irreductible a los demás géneros de comida.

Tal como el papa Benedicto XVI expone en su magisterio sobre el sacramento del altar, en la Eucaristía tenemos un misterio que hemos de creer, lo más importante. La crisis de fe en el misterio de la Eucaristía es coincidente con una sociedad que ha perdido la fe en la Iglesia y se mantiene alejada de la práctica religiosa, pero por eso mismo hemos de anunciar al mundo este misterio de amor que es la Eucaristía, porque en ella es Jesús convertido en comida el que nos dice que nos invita a alimentarnos con su cuerpo para que él more en nosotros y nosotros vivamos de él. Es el mismo Señor el que nos dice: «Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed… Si uno come de este pan vivirá para siempre; y el pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 35.51). Esta manducación sucede en la sagrada asamblea, para la cual la Eucaristía es un misterio/sacramento que se ha de celebrar, proclamando su muerte y anunciando su resurrección. La Eucaristía es misterio del cual hemos de vivir, porque ha sido instituida por Jesucristo para alimentar nuestra espiritualidad cristiana de comunión de todos los bautizados en Cristo, porque la Eucaristía nos asocia al sacrificio de Cristo por nosotros al tiempo que nosotros por la misericordia de Dios, presentamos nuestros cuerpos «como hostia viva, santa, agradable a Dios» (cf. Rm 12,1).

De este modo, secundamos la exhortación de san Pablo a ejercer un “culto razonable”, ofreciendo a Dios por medio de Cristo nuestra vida en la celebración eucarística por manos del sacerdote. La celebración eucarística nos une a Cristo como miembros de su cuerpo por la comunión en su cuerpo y sangre, para ser transformados en una sola cosa con él, por los efectos de la presencia de Cristo que viene a morar en nosotros. Sucede de esta suerte que, como dice Benedicto XVI, cuando recibimos este alimento de vida eterna, «no es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; “nos atrae hacia sí”»[3]. Es así como la Eucaristía es sacramento de la unidad del cuerpo con la cabeza, que es Cristo mismo. Por eso, en verdad, en la exhortación de san Pablo a ofrecer nuestro cuerpo como hostia agradable a Dios unidos a Cristo, «se ve la imagen del nuevo culto como ofrenda total de la propia persona en comunión con toda la Iglesia»[4]. La Eucaristía es sacramento de la unidad de la Iglesia que integra a cada fiel en la comunión eclesial, despertando la conciencia de cada fiel de su pertenencia al cuerpo de Cristo que es la Iglesia[5].

El evangelio de san Juan coloca el lavatorio de los pies donde está la institución de e la Eucaristía en los evangelios sinópticos. El gran discurso sobre el pan de vida tiene un alcance eucarístico de honda significación en el evangelio de san Juan. El pan de vida es Jesús mismo, palabra encarnada de Dios, de la que se ha de alimentar el hombre y no sólo del pan material. Este amplio discurso supone la institución eucarística y proyecta su luz sobre el lavatorio de los pies. Jesús actúa de ministro de la caridad, en la cual se proyecta el don divino de la Eucaristía, extendiendo la mesa eucarística a los necesitados. Frente al egoísmo que rige el mundo de las apetencias y el dominio, que hace del prójimo instrumento del cual servirse, Jesús asume un cometido que en el mundo antiguo correspondía realizar a los esclavos que tenían las personas pudientes. Lavar los pies de los caminantes era tarea de siervos y Jesús lo asume para sí siendo maestro y señor. Jesús les dice, al terminar el lavatorio: «os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13,15).

El Señor nos llama al seguimiento de su ejemplo, porque sólo en el servicio a los hermanos llegaremos a configurarnos con él y seremos reconocidos como sus discípulos. Una configuración de la vida propia con la de Jesús que ha de ser entrega incondicional a los demás, si bien cada uno en su circunstancia y situación, pero éstas no deben servir para sustraerse al servicio como cauce cotidiano de la caridad, que se extiende a la comunión de bienes dando participación de los mismos a los pobres y a los que más lo necesitan.

Hoy nos sumimos en la adoración del misterio de la Eucaristía, verdadero sacramento de nuestra fe, proclamando la muerte y resurrección de Jesús como lugar donde el mundo puede alcanzar salvación; y abandonando los egoísmos y la soberbia de la vida, para dar paso al servicio y a la caridad cristiana a la que ningún sufrimiento ni necesidad les son ajenos. Al celebrar ahora el sacrificio eucarístico nos unimos a Jesús para ser transformados en su amor y poder ofrecer nuestro amor a cuantos lo esperan de nosotros.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

Almería, a 1 de abril de 2021

                        X Adolfo González Montes

                                 Obispo de Almería

           

 


[1] Cf. Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia [EE] (2003), n. 1.

[2] EE, n. 29.

[3] Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis [SC] (22 febero 2007), n. 70a.

[4] SC, n. 70b.

[5] SC, n. 68.

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