En el XXIV domingo del Tiempo Ordinario

Carta del obispo de Almería, Mons. Adolfo González, en el XXIV domingo del T. O.

Homilía del XXIV Domingo del T. O.

Lecturas bíblicas: Eclo 27,33-28,9; Sal 102,1-4.9-12; Aleluya: Jn 13,34 (Os doy un mandamiento nuevo); Mt 18,21-35

Queridos hermanos y hermanas:

El domingo pasado el Señor nos proponía la corrección fraterna como ejercicio de caridad para con nuestro prójimo, de ayuda fraterna para transitar seguros por el camino de la santidad en la comunión eclesial, frente al engreimiento de quien se considera mejor que los demás y tiende a desarrollar una conducta puritana y sin piedad con el prójimo. En el evangelio de hoy, Jesús nos invita al perdón sin condiciones. La parábola del siervo intransigente se torna una advertencia para quienes se dejan llevar por la ira, la cólera y la venganza, mostrándose justicieros e intolerantes con los pecados del prójimo.

Jesús exhorta al perdón de las ofensas y aclara a Pedro, que seguramente había interpretado las palabras de Jesús de manera estricta, que el perdón no tiene límite, porque no lo tiene la misericordia de Dios. Pedro, al preguntar a Jesús cuántas veces hay que perdonar al prójimo, está motivado por las palabras del Señor. Los evangelios nos han transmitido estas palabras de Jesús con algunas variantes. San Mateo las transmitió como invitación a la corrección fraterna, como veíamos el domingo pasado, y san Lucas nos las transmite centrándose en la idea del perdón indefinido: «Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces vuelve a decirte: Lo siento, le perdonarás» (Lc 17,3b-4).

El número siete tiene en la sagrada Escritura tiene un valor de indefinido y, en cierta forma, transmite la idea de infinitud, de perfección. Dios, en verdad, no es cicatero, perdona siempre; porque su misericordia no tiene fin, como dice el salmo. El salmista canta la historia de la salvación como resultado de la misericordia de Dios, repitiendo el estribillo: «porque es eterna misericordia» (Sal 136,1). La obra de la creación es fruto de la misericordia de Dios como es fruto de su misericordia el perdón y la redención de su pueblo. En la entrega del Hijo de Dios a la muerte por nosotros, Dios nos ha dado prueba suprema de su misericordia.

Probablemente la invitación de Jesús al perdón siete veces responda a la afirmación igualmente paradigmática de la Escritura de que le justo peca siete veces al día. El libro de los Proverbios afirma que «el justo peca siete veces, pero se levanta, pero el malvado se hunde en la desgracia» (Prov 24,16). Sin embargo, san Pedro ha entendido de forma estricta que el perdón debe ofrecerse al hermano que nos ofende, duda y pregunta: ¿Cuántas veces? Jesús eleva al límite de la utopía la respuesta, respondiendo a Pedro: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta siete veces siete» (v. 18,22). Jesús no sólo invita al perdón, sino teniendo presente la dificultad del corazón humano para perdonar, eleva el perdón a gracia divina que se obtiene mediante la oración. Así, en el Padrenuestro incluye Jesús la súplica a Padre del perdón del prójimo: «y perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofende» (Mt 6,12). Ambos perdones son inseparables, pues el perdón por Dios de nuestros pecados está condicionando al perdón de las ofensas a aquellos que nos han ofendido a nosotros. La sentencia de Jesús en el sermón de la Montaña es determinante: «pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6,15).

Así, pues, no está en duda que Pedro no perdone de todo corazón, lo que preocupa saber a Pedro es si está obligado al perdón perfecto, a perdonar sin límite[1]. La respuesta de Jesús es inequívoca, la imitación de Dios, la santidad del cristiano pasa por esta imitación de Dios: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48; cf. Lv 11,44). La perfección divina es compasión y misericordia infinita, según la versión de san Lucas: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). El discurso de Jesús en el evangelio de san Lucas deja claro que sin practicar la misericordia no serán los discípulos de Jesús muy distintos de los paganos, que se rigen por sentimientos, muchos de ellos nobles, pero desconocen que es atributo de Dios la infinitud de su misericordia; porque, como recita el salmista: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia» (Sal 103,8; cf. Núm 14,18).

La venganza en Dios es siempre justicia, por eso es sólo suya y la prohíbe a los hombres, porque la justicia de los hombres está amenazada por el grave riesgo la corrupción del juez que no la aplica, sino que simula hacerlo, o bien la ejerce en grado desproporcionando hasta convertirla en venganza por propio interés actuando a mandato de quien tiene el poder o la riqueza. La justicia que los hombres aplican es fácilmente trastornada por la ideología, que sumada a la soberbia y la vanagloria oprime al inocente sin hacerle justicia frente a los malvados. La parábola del siervo intolerante que, habiendo sido perdonado por su señor, no dejaba de agobiar con amenazas al consiervo que le debía mucho menos que él debía a su señor. Con esta parábola Jesús ponía de manifiesto cómo hemos de perdonar sin restricciones, ilustrando con impacto en sus oyentes la enseñanza evangélica.

Volviendo al perdón ilimitado que propone Jesús, los santos Padres ya observaron en sus comentarios a los evangelios que Jesús tenía delante el pasaje de la historia sagrada donde Lamec, descendiente de Caín, se manifiesta en toda su violencia, tras haber matado a un hombre sólo por haberlo herido, y a un joven tan sólo por haberlo golpeado, ampliando, contradiciendo la palabra de Dios a Caín, al prometerle que castigaría a quien quisiera matarle por haber matado él a su hermano Abel. La historia la encontramos en el libro del Génesis, y en ella Dios dice a Caín: «Quienquiera que diera muerte a Caín, lo pagará siete veces» (Gn 4,15). Lamec alarga la maldición divina a quien diera muerte a Caín, diciendo: «Caín será vengado siete veces, y Lamec lo será setenta y siete» (Gn 4,24). Los santos Padres vieron en este precedente bíblico el origen de las palabras de Jesús en positivo: no será el castigo el que se multiplique, sino el perdón hasta «setenta veces siete». El gran obispo del siglo IV san Hilario de Poitiers comenta el evangelio de hoy aludiendo a este pasaje del Génesis, y añade que en realidad el número de siete ysu multiplicación hasta setenta veces siente es simbólico, para de esta manera decirnos que Dios perdona siempre y así hemos de perdonar nosotros: «Esta asiduidad en el perdón nos enseña que no debe haber en nosotros ningún tiempo para la ira, pues Dios nos concede el perdón de todos nuestros pecados más por su don que por nuestro mérito»[2].

La ira y el resentimiento son resultado de un estado de ánimo violento, vengativo, que espera tomarse la revancha de la ofensa infligida, porque el que se venga no ha otorgado el perdón. Evoca la ofensa, el golpe o la confrontación violenta padecida para reanimar el resentimiento contra el agresor, al que nunca disculpa ni menos perdona, más aún le considera perpetuamente culpable, sin reparar en la propia culpa y el pecado propio. Cuando facciones enfrentadas de una misma sociedad invocan la memoria histórica con ánimo de saldar las cuentas, sin reparar en las consecuencias de retornar a estados de ánimo que condujeron a la confrontación violenta, esta sociedad corre el grave riesgos de repetirla. No es posible disfrazar la venganza de justicia sin caer a sabiendas en la mentira. La venganza desplaza la ponderación del juicio justo y excluye de por vida el perdón.

Por el contrario, el perdón trae consigo la reconciliación y nos devuelve a la fundamental fraternidad de quienes han de reconocerse recíprocamente hermanos por ser hijos del mismo Padre celestial, el Dios vivo y verdadero que creó el mundo por amor y por amor lo rescató del pecado en la entrega de su Hijo. En la carta a los Efesios expone san Pablo el acontecimiento de reconciliación sucedido en Jesucristo, en la sangre de su cruz: «Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, a la enemistad» (Ef 2,16) Esta reconciliación se produjo, porque Dios derribó en el cuerpo sacrificado de Cristo el muro que separaba a los dos pueblos: la enemistad entre el pueblo de la elección y los pueblos paganos (cf. v. 2,14). Cuando se cree que este acontecimiento es el fundamento de una paz verdadera, porque en este acontecimiento redentor Dios ha reconciliado a los pecadores (cf. 2 Cor 5,19), el discípulo de Cristo sabe que todas las ofensas del mundo han caído sobre Jesús para enseñarnos a perdonar, renunciando al desquite, a la venganza de quien se toma la justicia por su mano.

El libro del Eclesiástico, que introduce hoy la lectura del evangelio, nos recuerda que «el furor y la cólera son odiosos» (Eclo, 27,33). Los posee el pecador que es dominado por estas concupiscencias que alimentan la venganza de quien se toma la justicia por su mano, pero el que se deja llevar por la ira no conoce la verdad objetiva de las cosas, porque está obnubilado para saber que «del vengativo el Señor lleva cuenta de sus culpas» (v. 28,1). Añade el libro del Eclesiástico que el pecador no tiene compasión de su semejante, y se pregunta: «¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? (…) ¿y pide perdón de sus pecados?» (28,3-4). Pues Dios no perdonará a quien así se comporta sin perdonar a su semejante. Su castigo es una posibilidad real por parte de Dios, como Jesús pone de manifiesto en la parábola al revelar el castigo que mereció el siervo malvado: «Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano» (28,35).

La Eucaristía es el sacrificio reconciliador, donde Dios ha pacificado a los hombres, aniquilando en la sangre de Jesús nuestras violencias. Si de verdad somos del Señor, que nos ha comprado con el precio de su sangre, vivamos para el Señor y pongamos en práctica la enseñanza de san Pablo en esta convicción de fe: que Cristo Jesús murió por nosotros y «en la vida y en la muerte, somos del Señor», porque «para esto murió y resucitó Cristo, para ser Señor de vivos y muertos» (Rm 14, 8-9). Es lo que celebramos en la Eucaristía.

Almería, a 13 de septiembre de 2020.

                        X Adolfo González Montes

                                 Obispo de Almería

 


[1] U. Luz, El evangelio según san Mateo, vol. III Mt 18-25 (Salamanca 2003) 91-92.

[2] San Hilario de Poitiers, Comentario al evangelio de Mateo 18, 10: ed. bilingüe BAC de L. F. Ladaria (Madrid 2010) 235-237. También el jesuita del siglo XVI Maldonado comenta en el mismo sentido el texto evangélico, aludiendo a san Hilario de Poitiers. Cf. J. de Maldonado S. I., Comentarios a los cuatro evangelios, vol. I. Evangelio de San Mateo, ed. de L. Mª. Jiménez Font S. I. y J. Caballero S. I. (Madrid 1956 )652-653.

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