En el VIII Centenario de la Orden de Santo Domingo

Homilía de Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería, en la clausura del jubileo de la Orden de Predicadores

HOMILÍA DE CLAUSURA DEL JUBILEO DE LA ORDEN DE PREDICADORES
Feria mayor de Adviento del 22 de diciembre

Lecturas bíblicas: 1 Sam 1,24-28; Sal. resp. 1 Sam 2,1.4-8; Lc 1,46-56

Queridos padres Prior y miembros de la comunidad conventual
de Predicadores del Real de Santo Domingo:

«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos» (Ef 1,3). Estas palabras son un himno de bendición y alabanza del Apóstol por nuestra elección en Cristo, porque en él hemos sido bendecidos por Dios «antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor» (Ef 1,4). Son palabras que podemos hoy aplicar a la Orden de Predicadores y a todos nosotros que con la comunidad de dominicos con sumamos a su alabanza al cumplirse los ochocientos años de la confirmación de la Orden de Predicadores por el papa Honorio III. Lo podemos hacer con plena confianza en la misericordia de Dios, porque a lo largo de este tiempo jubilar también nosotros, miembros unos y seguidores otros de la espiritualidad de la Orden de santo Domingo, hemos recibido las innumerables gracias con que Dios nos ha agraciado por medio de esta Orden que tantos servicios ha prestado a la Iglesia sirviendo al Evangelio de Cristo.
Acción de gracias que como sacrificio de alabanza tributamos al Padre de las misericordias de modo muy especial por este jubileo que llega a su fin, al término de este año de gracia, que ha corrido desde pasado 7 de noviembre de 2015 a la meta de clausura el próximo 21 de enero de 2017. Un año jubilar que viene corriendo parejo en su duración con el Año Santo de la Misericordia, para abrirnos más y más el acceso al perdón de las culpas y a la renovación de la vida de la Iglesia y de todos sus hijos; en el caso del jubileo dominicano, muy en especial para los hijos e hijas de la Iglesia marcados por el carisma religioso y de consagración de santo Domingo. Un carisma que el Papa Honorio III quiso confirmar mediante la Bula «Religiosam vitam», fechada en Roma el 22 de diciembre de 1216, y que sería seguida Bula «Gratiarum ómnium Largitori», de 21 de enero de 1217 del mismo Papa.
Honorio III veía a la Orden naciente integrada por el prior y los frailes de la comunidad de San Román, de la región de Tolosa del Languedoc, como una comunidad de hombres «inflamados interiormente con la llama de la caridad» , dedicados a infundir por todas partes «el perfume de la buena fama, que deleita a las almas sanas y fortalece a las débiles». Si el Papa Francisco nos habla hoy de cómo desea él que la Iglesia sea en nuestros días un hospital de campaña, el Papa Honorio III, a comienzos del siglo XIII, veía a los frailes de santo Domingo como «médicos diligentes que, para que las mandrágoras espirituales no permanezcan estériles ¬¬¬¬[les decía el Papa], las fecundáis con la semilla de la Palabra de Dios con vuestra saludable elocuencia».
Si la mandrágora es planta medicinal que se ha utilizado como narcótico y remedio lenitivo del dolor, para que surta efectos espirituales el bálsamo de la caridad pastoral necesita estar fecundado con la palabra de Dios. Dedicarse a la predicación de la palabra «a tiempo y a destiempo» (2 Tim 4,2), a su estudio y explanación, y mediante la palabra divina instruir en la fe y combatir el error, facilitando así el acceso a la experiencia de Dios y de la gracia que santifica, es la gran tarea que Honorio III propone como tarea a la nueva Orden de frailes mendicantes. Cometido que el Papa confirma al aprobar la Orden, exhortando a los frailes a «cumplir laudablemente la tarea del evangelista»; es decir, se trata de llevar adelante obra evangelizadora que Cristo confió a los Apóstoles mediante la proclamación y exposición de la palabra, que dan acceso y cauce a la voluntad de Dios como medio de conocimiento de su misericordia y perdón, de su gracia salvadora. Se trata, en definitiva, de hacer franco el acceso a la fe proclamada por el predicador, dispuesto a «deshacer sofismas y cualquier baluarte levantado contra el conocimiento de Dios, y reduciendo a cautiverio todo entendimiento sometiéndolo a Cristo» (2 Cor 10,5).
Si el entendimiento del ser humano es pequeño para comprender la grandeza de Dios será precisa para llegar al conocimiento de Dios la iluminación de la fe por la razón, ya que ambas proceden de Dios. Es el camino de santo Tomás de Aquino, uno de los grandes hijos de la Iglesia y gloria de la Orden tal como lo ensayó el gran santo Tomás de Aquino. Refiriéndose a él decía el santo papa Juan Pablo II: «Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona, así la fe supone y perfecciona la razón. Esta última, iluminada por la fe, es liberada de la fragilidad y de los límites que derivan de la desobediencia del pecado y encuentra la fuerza necesaria para elevarse al conocimiento del misterio de Dios Uno y Trino» .
Los frailes predicadores deben hacerlo, además, soportando por ello algunas tribulaciones, no sólo toleradas, sino asimismo vividas como el Apóstol dice, como motivo de gloria, pues los frailes han de estar listos para sufrir por el mensaje proclamado y ser así hallados «dignos de padecer los ultrajes por amor del Nombre [de Jesús]» (Hech 4,17), porque no es posible llevar adelante el Evangelio de Cristo sin padecimiento de los evangelizadores.
Este jubileo que hoy clausuramos ha tenido por lema «Enviados a predicar el Evangelio» y esta es la vocación que el jubileo ha querido fortalecer por voluntad de la gran familia dominicana de frailes, clérigos y hermanos laicos, monjas contemplativas y apostólicas, laicos testigos de Cristo y cuantos se han sentido durante siglos inspirados por el carisma de la vida religiosa, apostólica y en general de consagración, que caracteriza la Orden de santo Domingo. Cuando se cierre definitivamente este año de gracia jubilar para la Orden, el próximo 21 de enero en la basílica de san Juan de Letrán, donde Honorio III entregó la segunda bula de confirmación a santo Domingo, será un momento de especial contento espiritual, constatar que este año jubilar ha servido para renovación y purificación de la Orden y para la intensificación de su obra evangelizadora y apostólica, conducidos sus miembros por el carisma de la predicación.
Hemos escuchado cómo Ana, la madre del profeta Samuel, da gracias a Dios con el cántico que ha inspirado la composición lucana de la acción de gracias de la Virgen María. Ana da gracias a Dios por el hijo que acudió a suplicar de la misericordia divina en el santuario de Silo, y este hijo es el que ella devuelve a Dios en agradecimiento a la gran merced que le ha hecho el Señor levantando de ella el baldón de la esterilidad. Es una acción de gracias que reconoce en el Dios de Israel un Dios en diálogo con sus adoradores, un Dios que se conmueve y no es impasible ante las súplicas de sus fieles, porque «no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27); y no es Dios como los &iacu
te;dolos muertos, que son «plata y oro, / hechura de manos humanas: tienen boca y no hablan; / tienen ojos y no ven; tienen orejas y no oyen; / tienen nariz y no huelen; tienen manos y no tocan; / tienen pies y no andan; / no tiene voz su garganta» (Sal 115/113B, 4-7). Un Dios, en fin, que es el verdadero protagonista de una historia de salvación que arranca al hombre de la muerte inexorable, historia que en el nacimiento de Samuel ofrece a la fe un signo del poder de Dios para vencer la esterilidad y dar curso a la vida.
Este signo es profecía de la encarnación del Hijo de Dios en María, porque en la encarnación de la Palabra la carne humana, marcada por la caducidad y la muerte, es devuelta a la vida de aquel vino para morir y vencer la muerte en la resurrección. El canto del Magníficat sigue al acontecimiento que nos ha devuelto la vida, la encarnación del Verbo en las entrañas de María. El Magníficat es, por eso, un canto de acción de gracias y de alabanza al Dios de la vida, que «levanta del polvo al desvalido, / alza de la basura al pobre, / para hacer que se siente entre/ y que herede un trono de gloria» (1 Sam 2,8). Es el Dios cuyo poder hace que «la mujer estéril dé a luz siete hijos, / mientras la madre de muchos queda baldía» (1 Sam 2, 5); porque es Dios quien «a la estéril le da un puesto en la casa como madre feliz de hijos» (Sal 113/112,9). Dios hace que la fecundidad de la estéril, como Ana concibiendo a Samuel en su ancianidad y como Isabel concibiendo al Bautista (cf. Lc 1,25), anuncie la creación de una nueva humanidad en la que el hombre no tiene parte alguna, es obra de la divina omnipotencia del todopoderoso creador del cielo y de la tierra, «porque para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37).
Damos gracias hoy a Dios porque de hombres humildes y llenos de obediente amor a Jesucristo, Dios quiso que los frailes de santo Domingo afrontaran el reto de la salvación de los hombres mediante el conocimiento del evangelio de la vida. Es verdad que se puede predicar sobre todo con el ejemplo, y así lo propone el magisterio y los obispos lo repetimos con verdad, pero todas las cosas, incluida la misma palabra de Dios requieren aquella interpretación que explicita su propio contenido, para ser inteligido y mejor asimilado. Como dijo el Vaticano II la revelación divina ha acontecido por hechos y palabras: hechos de salvación cuyo sentido salvífico explicita la palabra que los interpreta . Por eso a la predicación los frailes de santo Domingo unieron el estudio y así la proclamación dio curso al mayor conocimiento del Evangelio y la catequesis, y la teología dio curso, a su vez, a la mejor instrucción e inteligencia de la fe, al servicio de la «evangelización del mundo entero», tarea para la cual había fundado la Orden santo Domingo (Carta de Honorio III del 4 de febrero de 1221).
Ojalá que este año jubilar haya servido para repristinar la identidad del carisma de la Orden, para proseguir por el camino marcado por su santo fundador, para acrecentar las vocaciones al carisma dominicano, para servicio de la Iglesia y, en definitiva, para la gloria de Dios, a quien sea dad la gloria y la acción de gracias por los siglos.
Que Nuestra Señora la Virgen del Rosario, cuya devoción extendió santo Domingo por toda la Iglesia, y la entrañable advocación del patrocinio mariano de nuestra ciudad, de la Santísima Virgen del Mar, en este día aniversario de su llegada a esta casa, así nos lo concedan.

Iglesia conventual del Real de santo Domingo
Santuario de la Patrona
22 de diciembre de 2016

 Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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