Homilía del obispo de Almería, D. Adolfo González Montes, en el domingo XVIII del Tiempo Ordinario
Homilía del XVIII Domingo del T. O.
Lecturas bíblicas: Is 55,1-3; Sal 144,8-9.15-18; Rm 8,35.37-39; Mt 14,13-21
Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de este domingo XVIII del tiempo ordinario narra la multiplicación de los panes y los peces que Jesús realizó, hallándose con sus Apóstoles en despoblado y rodeados de una gran multitud que acudía a escucharlo. Nadie había tomado consigo provisiones para la comida, entusiasmados escuchando a Jesús. No se habían preocupado de hacer un receso a su tiempo para la comida, porque el mismo Jesús tampoco ha tenido en cuenta el tiempo transcurrido. Recordemos el evangelio de la samaritana, cuando Jesús quiso descansar junto al pozo de Jacob en Siquén (Sicar), mientras los discípulos fueron al poblado a comprar comida. Cuando ellos regresaron y rogaban a Jesús que comiera, Jesús les dijo: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis (…) Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). Jesús es enteramente humano sin dejar de ser el Hijo de Dios, siente hambre (cf. Mt 21,18-19), pero le preocupa más el hambre de los que le siguen que la suya propia. Jesús siente compasión por la gente y cura a los enfermos, pero no despide a la gente, sino que pide a los discípulos que le den de comer a la multitud.
El diálogo que sigue ante la extrañeza de los discípulos sobre lo poco que tienen, cinco panes y dos peces, no sorprende a Jesús, porque sabe qué va hacer. Jesús multiplica la comida, sin duda mostrando que lo primero es la voluntad de Dios y que todo lo demás viene por añadidura. Como sucedió en tiempo del Antiguo Testamento con la multiplicación que hiciera Dios durante el ministerio profético de Elías con la viuda siria de Sarepta y su hijo, a los que sólo les queda un poco de harina en el cántaro y un dedal de aceite en la alcuza (1 Re 17,14-16).
La multiplicación de los panes y los peces sólo se narra una vez en el evangelio de san Lucas (9,10-17) y en el evangelio de san Juan (6,1-13), pero en los evangelios de san Marcos y en san Mateo nos encontramos con un duplicado procedente probablemente del mismo hecho conservado por dos tradiciones distintas y recogidas ambas por estos evangelistas[1]. Lo importante es quedarnos con el significado del milagro y la enseñanza que se sigue de la narración. Dios es el que de verdad da el alimento que salva la vida del hombre, y su plenitud sólo podrá llegarle al mundo con el alimento espiritual que Jesús ofrece, el alimento que la sagrada Escritura anunciaba para los tiempos mesiánicos. De este banquete escatológico, propio de los tiempos últimos, del que habla el profeta Isaías en la primera lectura, es la figura del banquete al que invitará Jesús, palabra encarnada de Dios que da vida eterna, porque «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4; cf. Dt 8,3). Jesús ofrece el alimento de vida ofrece gratis, porque los alimentos del banquete divino no tienen precio y producen vida sin fin, mientras los alimentos perecederos no pueden evitar la muerte de los comensales. Por eso, escuchamos decir al profeta: «¿Por qué gastáis dinero en lo que no alimenta? ¿Y el salario en lo que no da hartura?» (Is 55,2).
El alimento que da hartura y da la vida es la misma palabra de Dios, continúa el profeta: «Inclinad el oído, venid a mí: escuchadme y viviréis» (55,3). Jesús en discurso del pan de vida que tenemos en el evangelio de san Juan dirá, por esto mismo, que él es el alimento que da la vida. Jesús es el alimento mesiánico y la realidad que sigue a la figura. También el maná era figura del alimento que había de venir: la carne y la sangre del Hijo: «Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed» (Jn 6,35). Para vivir hay que escuchar la palabra de Jesús (5,24), hay que vivir de Jesús, porque él es «el pan vivo bajado del cielo, para que quien lo coma no muera… Si uno come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,50-51). El pan que comieron los padres, el maná del desierto, no les dio la inmortalidad, por eso Jesús agrega, sabiendo que no será correctamente entendido: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día» (6,54).
El milagro que hemos escuchado remite a la última Cena, al alimento eucarístico, en el que Jesús se ofrece a sí mismo como el alimento que supera a todos los alimentos que prefiguran en la historia de la salvación la carne y la sangre del Hijo de Dios. Por eso, el gesto de Jesús en la multiplicación de los panes adelanta el mismo gesto de la última Cena: una vez que la gente estuvo sentada, Jesús «tomó luego los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, y partiéndolos, dio los panes a los discípulos y los discípulos a la gente» (Mt 14,19).
La multiplicación de los panes y los peces aproxima al banquete eucarístico y lo anuncia, como las comidas de Jesús con los pecadores, y en esta milagrosa comida de la multiplicación todo adquiere un simbolismo propio: Jesús es el gran anfitrión de la comida escatológica, pero ha querido contar con la colaboración de sus discípulos: «Dadles vosotros de comer» (Mt 14,16). Se abre aquí una doble referencia de la palabra de Jesús: la exhortación de Jesús se refiere la comida que la multitud reclama y que para nosotros hoy es una invitación a dar de comer a los necesitados; y, al mismo tiempo, dado que la comida de la multiplicación de los panes y los peces como las comidas de Jesús con los pecadores son un anuncio y una figura de la Eucaristía, la tradición espiritual y sacramental de la Iglesia ha visto en esta invitación a los discípulos a dar de comer a la muchedumbre el anticipo del ministerio apostólico. Ha visto anunciada la encomienda de Jesús a los discípulos en la última Cena: «Haced esto en conmemoración mía» (1 Cor 11,25; Lc 22,19). Jesús nos ofrece en la Eucaristía su Cuerpo y Sangre por medio del ministerio de los apostólico de los ministros.
La liturgia de la palabra nos introduce hoy en el misterio del alimento de vida eterna que es el sacramento del altar. No podemos perder de vista que nuestra vocación es la santidad y el designio de Dios sobre nosotros es nuestra configuración con Cristo. Por medio de la comunión en el sacrificio eucarístico nos adherimos a Cristo de tal forma que ningún peligro humano puede apartarnos de él. En una gradación de menos a más, san Pablo dice que ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, ni la desnudez, el peligro o la espada podrán apartarnos de Cristo, porque ninguna de las realidades de este mundo «podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,39), si de verdad vivimos adheridos al Cristo Jesús. Que la Eucaristía que ahora celebramos fortalezca nuestra unión con él.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
Almería, a 2 de agosto de 2020
X Adolfo González Montes
Obispo de Almería
[1] Cf. Mc 6,13-46 y 8,1-9; y Mt 14,13-21 y 15,32-39. Véase en Biblia de Jerusalén: Nota a Mt 14,13-21.