Homilía de D. Adolfo González Montes, Obispo de Almería, en el Domingo XVIII del T. O
«El verdadero maná es Jesús, don y donante de la vida duradera»
Lecturas bíblicas: Éx 16,2-4.12-15; Sal 77,3-4.232-25.54 R/. «El Señor les dio pan del cielo»); Ef 4,17.20-24; Aleluya: Mt 4,4b «No sólo de pan vive el hombre…»); Jn 6,24-35.
Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de hoy es un fragmento del evangelio de san Juan, que sigue a la multiplicación de los panes y los peces que realizó el Señor para no tener que despedir a la gente que le seguía en despoblado y sin comida. El impacto del milagro debió de ser grande, acrecentando el movimiento en torno a Jesús. La multitud busca a Jesús en la orilla oriental del lago, pero Jesús ha regresado con sus discípulos a Cafarnaún, en la orilla occidental, y la gente se vuelve para ir hasta él. El evangelista recompone este discurso fuerte y claro de Jesús, en el que profiere la denuncia profética de una religiosidad interesada, la motivación errada de quienes le buscan. Es verdad que el evangelista elabora el discurso de Jesús, pero el discurso es resultado de la preocupación del evangelista por narrar un acontecimiento de la historia de la salvación como la disputa de los hebreos con Moisés en el desierto y el don del maná, pasaje que recoge la lectura del libro del Éxodo, y el contexto el debate de Jesús con los judíos sobre la fe en la revelación de su persona, cuestión que motiva la multiplicación de los panes y lo peces. La cuestión más honda sobre cómo aceptar la revelación de Jesús estriba en que la fe es don de Dios y sólo Dios puede concederla, por eso Jesús les dice: «Nadie puede venir a mí, si no se lo concede el Padre» (Jn 6,65→6,45)[1].
Hemos visto que se da un paralelismo entre la actitud de los israelitas incapaces de afrontar el sacrificio que representa la marcha hacia la tierra prometida, que es tanto como decir hacia la patria en libertad, y protestan por la falta de comida en el desierto. Protestan a Moisés por la situación que padecen y manifiestan sin ambages que hubieran preferido permanecer en la esclavitud de Egipto sentados «alrededor de la olla de carne, comiendo hasta hartarse», a tener que peregrinar hacia la libertad por un desierto sin comida, «para matar de hambre a toda la comunidad» (Éx 16,3). Moisés los tranquiliza con la promesa del maná, que el Señor hará bajar del cielo cada mañana, don con el que Dios quiere poner a prueba al pueblo elegido, al que quiere guiar de etapa en etapa por el desierto para hacerle comprender que no son ellos los que encontraron el camino hacia la libertad, sino Dios que los llama al desierto y los guía hacia la patria prometida. Por eso, el autor presenta la murmuración contra Moisés como expresión del interés del pueblo por su permanencia en Egipto, donde podrían haber comido, y no en el desierto, las ollas de carne que dicen añorar. La falta de comida es para los israelitas un atentado tan grande contra el pueblo que los murmuradores llegan a decirle a Moisés que la falta de alimento y agua puede poner en peligro la nación[2]. A la pregunta de Moisés de por qué tientan a Dios, los murmuradores responden con otra pregunta a Moisés: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?» (16,3).
Los comentaristas observan la trascendencia de la protesta contra Moisés como protesta contra Dios, porque si Dios se ha dado a conocer en la liberación de los israelitas de la esclavitud de Egipto y ellos prefieren haber permanecido en Egipto, la relación entre Dios y su pueblo ha fracasado. A pesar del paso del Mar Rojo, en el sucumbieron el faraón y su ejército, a los israelitas les falta fe en Dios y la perspectiva de la alianza se nubla, porque no confían en que Dios les protegerá frente a las adversidades que pueden sobrevenirle. A pesar de la rebeldía de los liberados, Dios salva a Israel de la situación creada por el hambre y la sed del desierto dándoles el maná, el “pan del cielo”, después de satisfacerles el ansia de comer carne. El pan del maná les llega como don de Dios, y así lo contempla el salmista al afirmar que es el Dios de Israel quien les «hizo llover maná para comer y les dio hizo llegar un trigo celeste» (Sal 78,24); igual que el recorrido del desierto no lo han trazado los fugitivos israelitas, lo ha trazado el mismo Dios, que «no los llevó por el camino del país de los filisteos, aunque era el más corto» (Éx 13,17), bordeando la costa mediterránea, para evitar que, al verse atacados, decidieran volverse, sino que los encaminó hacia el desierto del mar de Suf o “de las Cañas”, donde tendrá lugar tanto el paso del Mar Rojo como los episodios de la rebelión contra Moisés. El camino del desierto es parte del designio de Dios, que quiere así enseñar a su pueblo poniéndolo a prueba: «para probarte y para conocer lo que había en tu corazón: si ibas a guardar sus mandamientos o no» (Dt 8,2). De esta manera Dios enseña a Israel que «no sólo de pan vive el hombre» (Dt 8,3).
No vive sólo del pan cuotidiano, que el mismo Jesús nos ha enseñado a pedirle a Dios Padre, porque vivimos no sólo del don de cada día, sino del donante, de aquel que cada día nos da el pan: de la vida de aquel que nos va la vida. Este es el contenido del discurso de Jesús sobre el pan de vida. Jesús mismo es el pan que da la vida. Los judíos buscaban a Jesús porque, en la multiplicación de los panes y los peces, les había les había dado el pan cotidiano. No habían visto en aquella comida milagrosa el signo visible del verdadero pan, y por eso les recrimina el bajo interés que les mueve y les exhorta: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura y da vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre» (Jn 6,27). Los israelitas no comprendieron bien lo que estaba en juego en el don del maná, porque no fueron ellos los que tentaron a Dios, sino Dios el que tentó a Israel. No podían aceptar que era Dios el que les ofrecía la vida divina en Jesús y no tuvieron fe en él, mientras la obra que Dios quería de ellos era justamente la fe en el Hijo del hombre: «que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29).
La multiplicación de la comida es el signo que revela al Hijo como presencia de Dios en el mundo y alimento de vida eterna. Se produce así un diálogo en el que los interlocutores de Jesús hablan en un plano meramente humano mientras Jesús les habla del misterio de su persona como portador y donante de vida eterna. Del mismo modo que el maná venía del cielo y era don de Dios, así ahora les dice que él viene de Dios y que han de creer en él. De este modo Jesús se coloca en lugar del maná igual que se coloca en el lugar del agua, ambas realidades que sostienen la alimentación terrena remiten a al que da la vida divina y el Espíritu que está simbolizado en el agua que apaga la sed para siempre, y quien la bebe —dijo Jesús a la samaritana— «nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14).
No obstante, el discurso deja ver que no se quedan en el plano literal del debate, es decir, en la mera comprensión del don del maná y del don de la multiplicación de los panes. Los adversarios de Jesús saben que el discurso sobre el maná es alegoría de la ley de Dios, por eso el diálogo deja ver cómo los judíos conocen la equiparación del maná y con el alimento que vivifica y que es la ley divina, los mandamientos que han de guardar. Los adversarios de Jesús saben que el cumplimiento de la ley vivifica, pero les falta fe para aceptar que Jesús transfiera el maná de la ley divina a su palabra, más aún a que Jesús mismo, su persona sea el lugar donde Dios se hace presente y les habla. No aceptan la exhortación de Jesús a buscar el alimento imperecedero, más allá de la ley, en su persona, por eso quieren saber qué “obra” realiza parta que crean en él, es decir, le piden el signo que le acredite como sucedió con Moisés (cf. Jn 6,30-31). Conocen sus orígenes, como ya hemos visto en domingos anteriores, y no tienen fe en que la presencia de Dios en la ley es sustituida por la presencia de Dios en quien es enviado como palabra encarnada, como aquel que se identifica a sí mismo con el Hijo del hombre, porque es el enviado del Padre que ha bajado del cielo y ha de volver a subir a él (Jn 3,13; 6,62; 17,11.13)[3]. Como palabra encarnada, igual que la ley divina es alimento del creyente, así Jesús es el verdadero maná y pan del cielo que ha bajado del cielo y da vida al mundo, por eso el donante de este maná de vida eterna no es ya Moisés, sino el Hijo del hombre, con el cual se identifica Jesús.
El discurso del pan de vida tiene una significación eucarística, a la que se llega a partir de la significación de la palabra divina como pan de vida eterna. Al meditar el discurso del pan de vida no debemos dejar de tener presente, como observan los comentaristas, que en este discurso se refleja también la práctica sacramental de las comunidades judías cristianas. Sin dejar de considerar que Jesús es la Verbo encarnado en quien Dios ofrece al mundo la novedad de la ley evangélica, hay que tener presente que Jesús es la palabra de Dios hecha carne y bajada del cielo en la que se le da no sólo a Israel, sino a todo el que cree, porque el amor de Dios por el mundo se manifiesta en la entrega que Dios ha hecho de su Hijo al mundo para que el mundo no perezca (cf. Jn 3,16-17).
San Pablo en la carta a los Efesios, que seguimos leyendo, nos exhorta a la renovación que en nosotros ha de producir el Espíritu, y exhorta a dejarse renovar y transformar por el Espíritu de Dios Padre y de Jesucristo su Hijo. Hemos de revestirnos por medio del Espíritu, de su acción renovadora en nosotros, de la «nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas» (Ef 17,24). Por medio de la acción del Espíritu Dios transforma nuestra condición humana al transformar el pan y el vino terrenos en el pan celestial del cuerpo de Cristo y en la bebida vivificadora de su Sangre, pues el Espíritu Santo es el gran protagonista de toda acción sacramental. Transformados los dones eucarísticos por la acción del Espíritu Santo, producen en nosotros la transformación deseada por el Apóstol, mediante la cual adquirimos la nueva condición por asimilación a Cristo. Somos en verdad hijos en el Hijo de Dios y en él somos divinizados por la acción del Espíritu en nosotros.
Esto tiene que tener consecuencias morales, porque los cristianos han de contribuir con la entrega generosa de su vida a saciar el hambre de los hambrientos y la sed de justicia de los sedientos, empeñándose en la transformación de la sociedad, donde se supere el hambre y la injusticia, compromiso que el cristiano no puede eludir. Mas no sólo, la vida en Cristo exige aquella coherencia que sólo puede emanar de la renuncia al pecado, dejándose transformar por el Espíritu, lejos de la vaciedad de los pensamientos de los paganos, dice el Apóstol, que se dejan gobernar por la vanidad del mundo. Pudiera parecer una discriminación del mundo no cristiano infravalorado frente a la superioridad moral del cristiano, pero no se refiere san Pablo a los valores naturales de la humanidad, sino a la situación de abandono de los paganos en una vida marcada por el pecado, tal como los corintios la habían conocido antes de hacerse cristianos convirtiéndose al evangelio de Cristo. Todos conocemos la fuerza del pecado en nuestra vida, por eso la transformación que anhelamos no es posible sin la vida de la gracia que nos llega por la fe y los sacramentos, de un modo singular por la participación en la Eucaristía que vamos a celebrar.
- A. I. Catedral de la Encarnación
1 de agosto de 2021
+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería