Domingo III de Pascua

Homilía del obispo de Almería, Mons. Adolfo González

Lecturas bíblicas: Hch 3,13-15.17-19. Sal 4,2-4-7-9 (R/. «Haz brillar sobre nosotros el resplandor de tu rostro»). 1Jn 2,1-5a. Aleluya: Lc 24,32 («Señor, Jesús, explícanos las Escrituras…»). Lc 24,35-48.

Queridos hermanos y hermanas:

El pasado domingo el evangelio según san Juan nos presentaba el relato de las apariciones de Jesús a sus discípulos en el cenáculo. La primera vez aconteció en el atardecer del mismo día de la resurrección y no estaba Tomás, a quien le costaba creer que el Señor después de su pasión hubiera podido resucitar y manifestarse a los discípulos. La segunda vez ya estaba Tomás y el Señor le mostró las llagas de manos y pies y la llaga del costado, invitándole a palpar la realidad material de sus heridas. Hoy el evangelio es de san Lucas y ofrece un relato de la aparición de Jesús a los discípulos, a los que muestra su cuerpo con las señales de la crucifixión, como en el evangelio de san Juan del pasado domingo. Anterior a estas narraciones de san Juan y de san Lucas, san Pablo da cuenta de la aparición de Jesús a los Doce, suponiendo que ya había sido sustituido Judas, que desesperado por haber traicionado a Jesús se ahorcó. El libro de los Hechos da cuenta de la sustitución de Judas por san Matías, elegido como testigo de la historia de Jesús desde el bautismo por Juan Bautista en el Jordán, y testigo de su resurrección (cf. Hch 1,22.26).
El evangelio de san Marcos habla también de una aparición de Jesús a los Once, recogida de la tradición anterior al relato de san Pablo (cf. 1Cor 15,5), con toda seguridad este relato forma parte de la tradición cristiana surgida de la experiencia que los apóstoles tuvieron de Cristo resucitado , y a esta primitiva tradición se remite san Pablo.
El evangelio de san Lucas que acabamos de proclamar viene inmediatamente detrás de la aparición de Jesús a dos discípulos que caminaban de Jerusalén a Emaús (Lc 24,13-34). El evangelio de san Marcos se refiere también al encuentro de estos dos discípulos con Jesús cuando iban de camino, uno de los cuales se llamaba Cleofás (v. 24,18). Después de la experiencia de Emaús corrieron a decírselo a los apóstoles y tampoco les creyeron, como no habían creído a las santa mujeres (cf. Mc16,12-13) cuando fueron a contarles que habían encontrado el sepulcro vacío. Se explica así que, según el evangelio de Marcos, Jesús «les echara en cara su incredulidad y dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado» (Mc 16,14). Un reproche que Jesús hace a los caminantes de Emaús, a los que les dice: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!» (Lc 24,25).
Es lo mismo que les dice a los Once: «¿Por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Lc 24,39a). Y, aquí como en el reproche a Tomás, hay una afirmación del carácter corpóreo del Señor resucitado, que nos disuade de creer que se trata una ilusión o fantasía. Sin que podamos afirmar cuál es la naturaleza del cuerpo resucitado y glorioso de Cristo, la experiencia apostólica de la resurrección nos permite afirmar que es, sin embargo, plenamente real y al tiempo diferente, como explica san pablo: «se siembra corrupción, resucita incorrupción… se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual» (1Cor 15,42.44). La narración de san Lucas insiste en el realismo: Jesús les dice: «Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que tengo yo» (v. 24,39); y como no acababan de creerlo les pregunta si tienen algo qué comer, le ofrecen un pez asado y él lo come delante de ellos. Enseguida les instruye en el significado que tiene el padecimiento de la pasión y la cruz, cómo todo estaba anunciado en las Escrituras, tal como él lo había predicho «mientras estaba con vosotros» (Lc 24,44). De esta manera el Resucitado les está indicando que ahora está ya fuera del ámbito histórico de relación física, fuera del espacio y del tiempo en el que convivió con ellos. Jesús ha entrado en un orden diferente al de nuestra existencia terrena. Es lo que sucedió con los caminantes de Emaús: le reconocen al partir el pan, afirmación que pone de manifiesto cómo en la comunidad apostólica la “fracción del pan” es la Eucaristía, presencia del Señor. Cuando le reconocen él ya no está en la posada de Emaús, por eso comienzan a comprender preguntándose si no ardía su corazón cuando les hablaba por el camino y les explicaba el contenido de las Escrituras.
La experiencia de las apariciones de Jesús deja constancia de cómo Jesús les hizo comprender la realidad de su nueva vida como resucitado, que sin embargo no podía separarse de la experiencia física y afectiva que habían tenido de él, la experiencia que habían tenido de su humanidad durante la vida terrena de Jesús. Comer con ellos era experimentar su amor y su enseñanza, llegar a su persona y entrar en el misterio de Dios mediante la experiencia de Jesús. El pez asado que le ofrecen a Jesús, en este relato de san Lucas, para que lo coma, les recuerda lo que habían vivido con él y experimentado. Es un relato parecido al de san Juan sobre la pesca milagrosa de los apóstoles después de una noche sin traer pescado. Cuando le reconocieron, «nada más saltar a tierra, «ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan» (Jn 21,9).
Como los discípulos, que no acaban de creer lo que ven y están asustados y acobardados ante la hostilidad que experimentaron tras la muerte de Jesús, también a nosotros nos cuesta creer. Nuestro tiempo es un tiempo descreído y, a pesar de ello, alejados del evangelio de Cristo los hombres de hoy, de nuestra sociedad tecnológicamente avanzada, no dejan de asustarse; y están atrapados en miedos que no saben resolver las ciencias de la mente, miedos que no logran controlar. Son síntomas de estos miedos, las depresiones, la angustia existencial y la incertidumbre ante el futuro. Estas y otras situaciones semejantes hoy se pretende remediarlas mediante seguridades imposibles, y vivimos entre reclamos de múltiples prevenciones de distinto género para paliar el miedo al desamparo económico y social, a la pérdida del puesto de trabajo; para enfrentar las enfermedades mortales, los contagios incurables, para prevenir los accidentes, y, para superar el temor ante la oscuridad de la muerte. En estas situaciones el hombre es tentado por el Maligno para que conjure sus miedos con amuletos, cartas, adivinanzas, fetichismos y prácticas pseudorreligiosas que crecen en una sociedad como la nuestra que ha renunciado a sus raíces cristianas.
Las apariciones de Jesús abren nuestra vida al futuro de la resurrección prometida a cuantos creen en él. Jesús nos dice: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11,25-26). Por la fe en la resurrección podemos afrontar las situaciones de dolor, enfermedad y muerte, de fracaso moral y desesperación, porque Dios nos ha salvado en Cristo, nuestros pecados han sido perdonados en la muerte propiciatoria de Cristo. Así lo dice la primera carta de san Juan: «Si alguno peca tenemos uno que boga ante el Padre: a Jesucristo, el Justo» (1Jn 2,1). Ciertamente, la historia de la pasión y muerte de Jesús es el mayor efecto de nuestros pecados, pero en esa pasión y muerte Dios nos ha reconciliado. Pedro no hurta la verdad de lo sucedido, como vemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles: «Rechazasteis al santo, al justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida…» (Hch 3,14.15). Dios lo resucitó y nos mostró el significado de su muerte conforme a las Escrituras: Jesús «es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1Jn 2,2). El amor de Dios se ha manifestado así en la muerte de Jesús por nosotros, y en ella hemos sido perdonados y salvados.
Por la fe en la muerte y resurrección de Cristo alcanzaremos la salvación, porque mediante la fe obtenemos el perdón y la filiación divina. Como a los discípulos, Jesús nos reprocha con amor misericordioso nuestra falta de fe. Pide de nosotros una fe eficaz, que se acredita en las obras, como pone de relieve la primera carta de san Juan: No basta decir que conocemos a Jesús y que le confesamos como nuestro Salvador, es preciso que cumplamos los mandamientos, para no ser mentirosos: «Quien dice “yo le conozco” y no guarda sus mandamientos es un mentirosos y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, en él, ciertamente, el amor de Dios ha llegado a su plenitud» (1Jn 2,4-5).
Cuando Jesús se aparece a los Once y a los demás discípulos que estaban con ellos, para que la escena tenga pleno sentido cabe supone que estaban a la mesa, porque le ofrecen algo de lo que estaban comiendo, y de hecho Jesús comió con sus discípulos después de resucitar de entre los muertos (cf. Hch 1,4). La mesa es el ámbito de la relación amorosa por excelencia y nos ofrece la experiencia que nos hace hermanos y nos convierte a todos en comensales iguales. La eficacia de una fe que obra por la caridad es la que incorpora a la mesa a cuantos no tienen fe atrayéndolos a Cristo, igual que incorpora por la caridad a lo que no tienen qué comer. Santiago pide mostrar la fe con las obras, porque «una fe sin obras está muerta por dentro» (cf. Sant 2,17). Son las obras fruto de la fe eficaz las que manifiestan la autenticidad del testimonio cristiano. Es mediante las obras como damos testimonio de que creemos en verdad en Cristo resucitado vivo y presente en su Iglesia.

Almería, a 18 de abril de 2021

+Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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