Homilía de Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería.
Lecturas bíblicas: Ne 8,2-4a.5-6.8-10
1 Cor 3,9c-11.16-17
Jn 12,20-33
Querido Sr. Cura párroco y hermanos sacerdotes;
Ilmo. Sr. Alcalde y respetadas Autoridades civiles y militares;
Queridas religiosas y fieles laicos.
Hermanos y hermanas en el Señor:
Me complace de veras —y Vera es el nombre de esta vieja ciudad de la Almería levantina— dedicar hoy esta iglesia parroquial, cuya historia de fe consagró sus muros centenarios por la celebración en ella de los misterios divinos desde hace más de quinientos años. Cuando se ha celebrado ya el V centenario de la erección de la parroquia de la Encarnación en el año 2005, titular de esta iglesia parroquial, inauguramos hoy la plena rehabilitación de su fábrica, el remozamiento de sus muros y apertura de los vanos cegados por el tiempo y la falta de medios en el pasado para afrontar su restauración, la reordenación por entero de su presbiterio, su nuevo baptisterio; y la devolución a su original estado de algunos importantes elementos de su fábrica como el acceso escalonado a la tribuna por el torreón, cuya restauración ha permitido la ordenación del nuevo baptisterio, devolviendo a la norma litúrgica más genuina su ubicación.
A la intervención en la fábrica que hoy vuelve a lucir sin la oscuridad interior que agudizaba la experiencia de contendor hermético sólo alterado por el sucederse de los contrafuertes y arcadas que sustentan el abovedado de crucería bajo la cubierta. Incluso el retablo coronado por el misterio de la Anunciación que da título litúrgico a la iglesia se ha mantenido en la sobria configuración mate de la madera, solo enaltecida por la filigrana del dibujo barroco que domeña esa hermosa la materia prima del pino canadiense.
No constando documentación alguna que acredite la consagración o dedicación histórica de la iglesia, la misericordia providente de Dios nos ofrece el don de poder celebrar hoy la dedicación de esta iglesia de la Encarnación, afirmación rotunda de la divinidad de Jesucristo, confesión de fe que se hace piedra labrada y plástica de gran belleza en el primer templo de la diócesis, la iglesia Catedral de Nuestra Señora de la Encarnación y tantas otras iglesias de nuestras poblaciones dedicadas a la Anunciación de a María con el título de Nuestra Señora de la Encarnación. Iglesias que hablan de la historia cinco veces centenaria de la restauración cristiana de estas tierras, devueltas a la fe de Cristo que conocieron en las primeras hispanorromanas que siguieron a los tiempos apostólicos, receptoras de la predicación del Evangelio. Aquellas comunidades fueron ideando sus salas de reunión eucarística primero, que dieron paso a las primeras naves de la Iglesia visigótica, que perduraron siglos acogiendo a los mozárabes hasta su huida al Norte.
Hoy nuestra voluntad de paz y de convivencia se inspira en la civilización del amor que es programa del Evangelio y de las bienaventuranzas. Es la palabra de Dios la que nos congrega hoy, como congregó a los israelitas devueltos por el edicto del rey Ciro de los persas a la patria perdida en la cautividad en tierra extranjera. Aquellos repatriados que llegaron a Jerusalén en torno al año 538 a. C. lloraban de gozo al comenzar la obra de restauración del templo y de la ciudad. Ciro había ordenado devolver los bienes confiscados a los israelitas por Nabucodonosor. Los trabajos de restauración tuvieron lugar en dos etapas. Justo el texto sagrado que acabamos de leer nos cuenta lo sucedido en la segunda etapa de la restauración del templo al frente de la cual se encontraban el sacerdote Esdras y el gobernador Nehemías, cuyas memorias se recogen en el libro sagrado que lleva su nombre.
El motivo del texto es el descubrimiento durante las obras de restauración del templo de Jerusalén del libro de la Ley con los preceptos que Dios entregó a Moisés, y cuyo resumen es el Decálogo. Su falta de cumplimiento fue ruptura de la alianza de Dios con su pueblo, infidelidad y pecado que mereció, a juicio de los autores sagrados, el castigo del destierro y la cautividad. El templo había de servir para que en él resonara la palabra de Dios y en ella la voluntad divina, que conduce al bien y a la virtud, y es camino de santidad de quienes han de ser santos, como así lo exige la ley de Dios: «Porque yo soy el Señor vuestro Dios; santificaos y sed santos, pues yo soy santo» (Lev 11,44).
Son las palabras que resuenan en el imperativo de Jesús: «Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto» (Mt 5,48), traducidas por san Lucas del modo conocido: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Como los israelitas hicieron firme propósito de no volver a violar la ley de Dios, así nosotros debemos atender al imperativo de los mandamientos de Dios y cumplirlos, para poder entrar en el reino de los cielos. Esos mandamientos, resumidos en el amor a Dios y al prójimo resuenan en esta casa, donde la Palabra de Dios es escuchada con piedad verdadera en este tiempo santo de la Cuaresma: «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha, porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición» (Mt 7,13). No es posible agradar a Dios, si no se cumplen los mandamientos impresos en el corazón del hombre, verdadero imperativo moral de una conciencia recta. Por eso, el hombre no puede hacer la ley a su medida, sino a la medida de la ley de Dios, garantía del mayor bien para la vida del hombre.
Así, Jesucristo no hizo su voluntad sino la voluntad del Padre que lo envió al mundo, rebajándose por el misterio de su encarnación hasta nosotros, haciéndose uno de nosotros y cargando sobre sí todo el peso de los pecados de un mundo que, desde Adán, es rebelde a la ley divina. El abajamiento de Cristo, su anonadamiento por nosotros es el paradigma de toda imitación de Cristo, por eso nos dice san Pablo en la carta a los Filipenses: «Tened vosotros os mismos sentimientos que Cristo: / El cual, siendo de condición divina, / no codició ser igual a Dios / sino que se despojó de sí mismo / tomando la condición de siervo. Asumiendo semejanza humana / y pareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte / y una muerte de cruz» (Fil 2,5-8). Estas palabras de san Pablo que, sin duda, recogen un himno que la comunidad apostólica cantaba en la liturgia, traducen a la perfección el contenido de las palabras de Jesús que acabamos de escuchar en el evangelio del V domingo de Cuaresma: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto» (Jn 12,24). Jesús va a la muerte en plena libertad entregando su vida en obediencia de amor al Padre y a los hombres, porque su muerte es expresión de la misericordia y del amor de Dios al mundo que entregó a su Hijo para que el mundo viva.
Vamos a consagrar el altar para celebrar sobre él el sacrificio eucarístico, haciendo por su unción con el crisma que todo él exprese el misterio pascual de Cristo, piedra angular de la construcción de Dios rechazada por los hombres. Jesús es, en verdad, la piedra sobre la que es necesario edificar para cumplir la voluntad de Dios. El sacrificio eucarístico que se actualiza sacramentalmente sobre el altar es el lugar en el que Dios ha querido que cada uno de nosotros pongamos junto a la ofrenda de Cristo de su vida al Padre nuestra propia vida, nuestra obediencia de fe y amor, para que Cristo pueda presentarnos al Padre con voluntad perfecta de acatamiento de sus mandamientos. La voluntad de Dios es a veces difícil de entender para los hombres, pero Dios no busca la destrucción de nada humano, sino la consumación de todo lo nuestro en amor de Cristo.
Nuestra religiosidad da lugar a veces a una piedad equivocada y falta de contenido evangélico, porque no son las obras de piedad en sí mismas el camino de la salvación, sino la obediencia de la fe que
las inspira y las santifica. Es Cristo mismo quien así nos lo recuerda: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí m ismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25). Sólo la fe es capaz de penetrar el misterio de la cruz y nos permite entender que el Crucificado es el exaltado a la gloria del Padre, que atrae a sí todas las cosas.
La santidad del templo tiene en el altar su pieza fundamental, que por eso mismo lo veneramos con piedad, como signo sacramental de la piedra angular de toda la edificación de la casa de Dios que es la humanidad del Señor, en la cual entramos a formar parte como piedras vivas. Una iglesia es un edificio destinado a la recepción de la asamblea litúrgica de los fieles que tributan la alabanza y el culto sagrado a Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, y lo hacen movidos por el Espíritu Santo; principalmente, en la celebración de los misterios de nuestra salvación. En el centro del culto cristiano se halla el sacrificio eucarístico, el más alto y admirable de los misterios de la fe, que se expresan en la misma estructura sacramental que componen los elementos que integran el conjunto de signos y símbolos de una iglesia, signos que sólo se pueden interpretar a la luz de la fe cristiana. De la Misa dimana el tabernáculo de la Reserva eucarística, donde Cristo ha querido quedarse como presencia sacramental permanente que hace visible su presencia espiritual y real en su Iglesia.
Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, a la que veneráis con amor con el título de Nuestra Señora de las Angustias, por sus angustias y sufrimientos, padecidos del pesebre de Belén a la cruz del Calvario, ampare la fe de cuantos se reúnan en esta casa. Que con su presencia espiritual de Madre de la Iglesia, se celebre el culto cristiano en esta iglesia para la alabanza y la gloria de Dios Padre en el Espíritu Santo, porque por medio de la pasión, muerte y resurrección de su Hijo nos ha salvado, misterio de dolor y gloria al que ha querido asociar a su Madre, que permaneció junto a la cruz de su Hijo.
Iglesia parroquial de la Encarnación
Vera, a 21 de marzo de 2015
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería