Corpus Christi

Lecturas bíblicas: Ex 24,3-8; Sal 115,12-13.15-18 (R/. «Alzaré la copa de la salvación invocando tu nombre»); Hb 9,11-15; Aleluya: Jn 6,51-52; Mc 14,12-16.

Queridos hermanos y hermanas:

La Fiesta del Cuerpo y Sangre del Señor nos devuelve a la institución de la Eucaristía, que contemplábamos el pasado Jueves Santo. La Eucaristía es sacramento de nuestra fe que contiene el misterio pascual de Cristo, la muerte y resurrección del Señor que nos han redimido. En el sacrificio eucarístico de la Misa, Cristo resucitado y glorificado junto al Padre se hace presente con su sacrificio pascual de la cruz, que sustituyó definitivamente los sacrificios de comunión de la antigua alianza. Estos sacrificios sirvieron de figura de este sacrificio definitivo que había de acontecer con la entrega de Jesús a la muerte por nosotros y por nuestra salvación.

La lectura del libro del Éxodo que hemos escuchado dice que, después que Moisés contó al pueblo todo lo que había dicho el Señor y le transmitió sus mandatos, que el pueblo recibió aceptando cuanto el Señor mandaba, Moisés puso por escrito cuanto el Señor mandaba cumplir al pueblo elegido y tras edificar un altar, se sacrificaron reses mayores. Moisés vertió la sangre sobre el altar y con ella asperjó también al pueblo, y así quedó ratificado el documento de la alianza que todos prometieron cumplir (cf. Ex 24,3-8). Después, como parece que se sigue del relato que precede a lo que hemos escuchado sobre los sacrificios y holocaustos celebrados ante el becerro de oro (cf. Ex 32,1-6), se celebró un banquete de comunión con la carne sacrificada. La sangre de esta alianza antigua, renovada en diversas ocasiones, como vemos por la historia sagrada, no era sino figura de la alianza en la sangre de Jesús.

La narración del evangelio de san Marcos nos coloca ante la institución de la pascua de la nueva alianza, cuyo contenido expone la carta a los Hebreos, donde Cristo es presentado como Sumo Sacerdote de los bienes definitivos, porque «ha penetrado “de una vez para siempre” en el santuario del cielo no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una liberación definitiva» (Hb 9,11-12). Lo que no podían obtener los sacrificios antiguos, lo obtiene de una vez para siempre y de forma definitiva la sangre de Cristo.

Esta ofrenda de sí mismo de Cristo se expresa en el sacrificio eucarístico mediante la consagración del pan y del vino que hacen presente el cuerpo y la sangre del Señor con su sacrificio definitivo, tal como narra el evangelio de san Marcos la institución de la Eucaristía en la última Cena, donde Jesús anticipa sacramentalmente el sacrificio del Calvario que había de acontecer el Viernes Santo. Siguiendo el mandato de Jesús, en la celebración de la Eucaristía el sacerdote pronuncia las palabras de Jesús sobre los signos del pan y del vino, pidiendo que el Espíritu Santo descienda sobre las ofrendas, para que vengan a ser el cuerpo y sangre del Señor, para que en ellas se haga presente Cristo Señor con la divinidad que el Hijo de Dios recibe de Dios Padre, y con su humanidad glorificada, que incluye el cuerpo y alma del Señor.

El Catecismo de la Iglesia Católica recoge la enseñanza de la Iglesia sobre la Eucaristía y expone que la ofrenda del pan y del vino eucarísticos tiene sus antecedentes en las figuras de la alianza antigua de Israel desde la salida de Egipto, noche en la que los israelitas comieron los panes ázimos antes de emprender el camino a la Tierra prometida. Con la institución de la Pascua Dios mandó a Israel comer panes ázimos durante siete días y así durante la peregrinación de cuarenta años por el desierto, uso litúrgico que pasaría a la tradición litúrgica de Israel, un símbolo eficaz de la salida apresurada de los hebreos hacia el Mar Rojo por el camino del desierto. Ya antes de la salida de Egipto la tradición religiosa de Israel recoge el hermoso precedente histórico de la ofrenda de pan y vino de Melquisedec, rey de Salén, al patriarca Abrahán, al cual bendijo, respondiendo Abrahán con el pago del diezmo de todo cuando regresaba del combate en el que había vencido la coalición de los reyes enemigos (cf. Gn 14,18-20)[1].

Esta prefiguración de la Eucaristía se prolongará en la ofrenda de las primicias de los frutos de las cosechas como acción de gracias al Creador, ofrenda que se incorpora de modo perpetuo a la tradición litúrgica judía una vez establecidos los hebreos en la Tierra santa. El Catecismo enseña cómo el pan de cada día, y el vino ““fruto de la tierra” “de la vid y del trabajo del hombre” que se ofrecen en la Eucaristía eran ya en la ofrenda de las cosechas un sacrificio de alabanza[2]. el “cáliz de salvación” que se pasa al final de la cena pascual judía son también figuras que apuntan al significado de salvación que contiene el sacramento de la Eucaristía. Jesús cuando enseña a rezar a los discípulos recita el Padrenuestro que contiene la petición del pan cotidiano, aludiendo tanto a la palabra de Dios de la cual ha de vivir el hombre como el pan de la Eucaristía, donde él mismo se nos da como alimento de vida eterna y de resurrección. Después de haber multiplicado los panes y los peces, Jesús pronuncia en la sinagoga de Cafarnaún el discurso sobre el pan de vida, advirtiendo a los que le siguen que no han de buscar tan sólo el pan perecedero, sino el que da vida eterna, pan que sólo Él puede darles; y provocará el rechazo y la incredulidad de muchos, al decirles: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo le daré es mi carne por la vida del mundo… El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,51.54-55).

¿Cómo podríamos vivir la fe sin la Eucaristía, que es el sacramento augusto y admirable de la nuestra fe, como proclamamos cada vez que la celebramos? Nuestra incorporación a Cristo por el bautismo se consolida mediante la Eucaristía, porque mediante nuestra unión con Cristo adquirimos la figura propia de la Iglesia, sacramento para el mundo; y porque es en Cristo donde la Iglesia se hace partícipe de la vida divina que vivifica el cuerpo social de la Iglesia. Jesús confía a la Iglesia la misión de anunciar el Evangelio y entregarle el pan de la vida, para que el mundo se salve. Lo resume san Juan Pablo II en la encíclica sobre la Iglesia que vive de la Eucaristía: «Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el pueblo de la nueva Alianza se convierte en “sacramento” para la humanidad, signo e instrumento de salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16), para la redención de todos»[3]. Como el santo papa dice, la Iglesia recibe de la Eucaristía su fuerza para llevar adelante su misión evangelizadora, porque en la Eucaristía tiene la Iglesia la fuente y el culmen de la vida cristiana, como declara el Concilio[4]. Por eso la Eucaristía no puede ser el punto de partida de la comunión eclesial, sino que la supone y la lleva a su consolidación y perfeccionamiento[5].

La Eucaristía consuma la comunión eclesial, y mediante la comunión eucarística se consolida la unidad del cuerpo eclesial como cuerpo de Cristo, cuya eficacia unidora es virtud del pan único y del único cáliz del Señor: «La argumentación es terminante: nuestra unión con Cristo que es don y gracia para cada uno, hace que en él estemos asociados también a la unidad de su cuerpo que es la Iglesia»[6]. Esta unidad en Cristo es obra del Espíritu Santo, por medio del cual acontece la acción de santificación de las ofrendas que son consagradas en el cuerpo y sangre de Cristo por medio del sacerdote. La Eucaristía es sacramento de la unidad y sacramento unificador. No es posible participar en la Eucaristía sin que cedan las tensiones y enfrentamientos entre quienes son miembros de un único cuerpo. El dinamismo de amor que desencadena la Eucaristía en quienes participan dignamente de ella, con sincera voluntad de concordia y paz cristiana, parten del principio paulino según el cual el cumplimiento de los mandamientos de Dios, que es preciso guardar para permanecer en Cristo, alcanza su plenitud en el amor al prójimo como recapitulación de la ley divina y testimonio veraz del que amamos a Dios. Por eso, advierte el apóstol san Pablo a los Gálatas: «si os mordéis y os devoráis unos a otros, ¡miras no vayáis a destruiros mutuamente!» (Gál 5,15). ¿Cómo se puede entonces participar en la Eucaristía haciendo de ella un culto de parte?

Si la Eucaristía es el verdadero banquete de comunión de vida con Dios y sacramento definitivo de la unidad de la Iglesia, el ministerio que la confecciona en la persona de Cristo cabeza (in persona Christi capitis) es un ministerio de unidad y consolidación de la fraternidad y de la comunión eclesial. Razón por la cual el ministro por excelencia de la Eucaristía es el Obispo que la celebra y preside como sucesor de los Apóstoles, como sumo sacerdote de su pueblo, y manda celebrar a los presbíteros, realizándose así sacramentalmente la unidad del cuerpo de Cristo en la unicidad del único pan y del único cáliz. Es así, porque «la comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio Obispo y con el Romano Pontífice»[7], enseña san Juan Pablo II, fundamentando su enseñanza en la declaración del Concilio: «Cada uno de los obispos, por su parte, es el principio y fundamento visible de la unidad en sus Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal»[8]. Por eso mismo sólo el obispo diocesano representa a su Iglesia, según las enseñanzas del Concilio.

La Eucaristía es sacramento de amor y de unidad y se consolida en ella la comunión de todos los fieles en Cristo. Necesitamos fortalecer la fe en la Eucaristía, amar la presencia misteriosa y real de Jesucristo entre nosotros, corazón de la fe y lugar de encuentro con Dios. La pérdida de fe en la Eucaristía refleja la crisis de fe de una Iglesia tentada por el secularismo de nuestro tiempo. No podemos recibir indignamente el Cuerpo del Señor, sin hacernos reos de condena eterna (cf. 1Cor 11,28-29).

Al venerar hoy el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, contemplemos este amor encarnado que nos transfigura y nos cambia en el mismo Cristo y reafirmemos la fe que profesamos en este misterio de amor, porque si la Eucaristía deja de ser amada y adorada, la fe de la Iglesia se pierde y se disuelve la misma Iglesia, dejando de celebrar el amor crucificado de Cristo para celebrarnos a nosotros mismos, convirtiendo la Eucaristía en un reflejo de nuestras construcciones humanas y no de Cristo y de la santa Trinidad de Dios, cuya unidad indivisible es el fundamento de nuestra comunión.

Queridos diocesanos, pidamos a la Santísima Virgen María, de quien Jesucristo Señor recibió nuestra carne y sangre, que no nos apartemos jamás de Él y de vivir en la plena comunión de su Iglesia. No dejéis unos por otros y de rezar por mí, a quien el Espíritu Santo puso al frente de esta Iglesia, que pasa ahora momentos de especial dificultad, para que no dejemos nunca de encontrar el alimento de la vida cristiana. Recemos todos para que sea preservada la unidad de nuestra Iglesia particular por medio de la Eucaristía, que Cristo ha confiado al ministerio del Obispo y de sus sacerdotes.

Almería, a 6 de mayo de 2021

X Adolfo González Montes

Obispo de Almería

[1] Catecismo de la Iglesia Católica / Catechismus Catholicae Ecclesiae [CCE], n. 1333.

[2] CCE, n. 1334

[3] San Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia [EE] (17 abril 2003), n. 22.

[4] Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 11.

[5] EE, n. 35.

[6] EE, n. 23.

[7] EE, n. 39.

[8] LG, n. 23.

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