Homilía de Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería.
Lecturas bíblicas: Ne 8,2-4a-.5-6.8-10
Sal 18, 8-10.15
1 Jn 2,1-5ª
Lc 24,35-48
Queridos hermanos sacerdotes;
Ilustrísimo Sr. Alcalde;
Excelentísimas e ilustrísimas Autoridades;
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy es un día de gozo para esta villa que durante tantos años ha visto clausurada su iglesia parroquial, sin resignarse a su cierre definitivo por deterioro de su fábrica, que data del siglo XVI, reformada posteriormente en el siglo XVIII y que ha conocido a lo largo de los siglos desde la restauración cristiana de estas tierras la vida de generaciones de hijos de esta villa históricamente tan referencial, acostada a las estribaciones de Los Filabres.
Desde 2001 las tres fases que jalonan los trabajos de restauración han ido haciendo posible el anhelo de los habitantes de la villa: la completa rehabilitación del templo parroquial que hoy nos congrega en esta hermosa liturgia de dedicación que consagra sus muros y su altar, implorando la bendición sobre cuantos signos materiales expresan en ella el misterio de Cristo y de la Iglesia.
Hemos leído un fragmento del libro del gobernador Nehemías que forma con el libro del sacerdote Esdras un conjunto narrativo que nos transmite la crónica histórica de la vuelta del exilio de los israelitas que, una vez liberados por el rey persa Ciro de la cautividad asiria, retornan a la patria y comienzan la reconstrucción de la ciudad y del templo. En las lecturas de dedicación de un templo no puede faltar este texto sagrado, que nos informa de cómo el hallazgo del rollo de la Ley entre las ruinas del templo de Jerusalén, devastado desde la conquista asiria, congrega después del comienzo cautiverio a la comunidad israelita en torno a la Palabra de Dios. Su emocionada lectura le ayuda a descubrir que en la observancia de la Ley divina reside la garantía de futuro del pueblo elegido, reconociendo así que la cautividad, que los israelitas interpretan como castigo divino por sus infidelidades, ha sido consecuencia del apartamiento de la ley de Dios y de su designio para Israel.
La Palabra divina es, en efecto, la garantía de vida para Israel y ha de ser observada. Lloraba el pueblo de alegría mientras era proclamada en solemne lectura la palabra divina, reconociendo en ella la consistencia de cuanto se asienta en la Palabra de Dios, que realiza por medio de su palabra todas las cosas. La palabra de Dios es eficaz y realiza cuanto profiere, por eso el mandato del Obispo de que la palabra de Dios resuene en este templo lo convierte en ámbito sagrado de audición y conocimiento de la voluntad de Dios, de sabiduría que le viene al hombre de lo alto, de la manifestación del mismo Dios por medio de su Palabra.
La estructura de la Misa tiene una primera parte centrada en la proclamación y audición de la Palabra, y una segunda en la cual consiste la celebración de la Eucaristía. Pues bien, la pieza que ha de concentrar sobre ella en la iglesia parroquial todas las miradas es la piedra del altar, que se asienta de diversas formas sobre columnas, pilastras o un cuerpo central que la sostiene, convertida en el ara y, al tiempo, en la mesa de participación en los dones del sacrificio eucarístico. La bendición de las imágenes no requiere el santo Crisma, ungüento de aceite perfumado con aromas, que es consagrado por el Obispo el Jueves Santo y distribuido por toda la diócesis.
El altar, pieza consagrada en su realidad material, es el símbolo de Cristo mismo, piedra angular del edificio que forma su Cuerpo místico. El altar es la piedra símbolo de Cristo, piedra angular sobre la que se levanta toda su construcción humana y divina que es la congregación de los redimidos por su sangre. Por eso es solemnemente ungido con el santo Crisma y, una vez consagrado, es iluminado para que alumbre la celebración sobre él del mayor sacramento de nuestra fe. El altar acoge así el sacrificio eucarístico, memorial de la muerte y resurrección del Señor, «víctima de propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 2,2).
La cruz es inseparable del altar, para que evoque el misterio que en él se realiza y del cual emana la Reserva eucarística que conservamos en el Sagrario. La reserva eucaristía no es posible sin la Misa, por eso hoy, después de celebrar sobre el altar recién consagrado la Eucaristía reservaremos solemnemente con cantos de alabanza la santísima Eucaristía en el tabernáculo, para que la presencia sacramental del Señor acompañe la vida de la comunidad cristiana cumpliéndose así la promesa del mismo Cristo: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,20b).
La presencia de Cristo en la Eucaristía es real y sacramentalmente física, porque, en el sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor que nutre la vida del cristiano, es Cristo mismo el que se hace presente con su sacrificio redentor. Esto sucede porque Cristo glorificado envía a su Iglesia desde el seno del Padre el don pascual del Espíritu Santo, para transformar en su Cuerpo y Sangre el pan y el vino eucarísticos, que ven los ojos de la fe, aunque no los ojos del cuerpo. Por eso sin fe y sin preparación espiritual, no es posible recibir este alimento celestial. Es posible la Comunión de deseo y espiritual, que también trae perdón y excita el arrepentimiento por los pecados, aumentando la fe de quien así desea vivamente recibir al Señor; y aunque no es lo mismo que participar en la sagrada Comunión, el valor de la Comunión espiritual dispone a la penitencia sacramental y ayuda a la fe.
Necesitamos renovar una y otra vez nuestra fe y recordar las palabras de Jesús resucitado a sus discípulos en el cenáculo. Se trata de la tercera aparición de Jesús narrada en el evangelio de san Lucas: la primera es la aparición a las santas mujeres, la segunda a los discípulos de Emaús, y esta tercera a los Apóstoles y discípulos reunidos. Todas ellas en la tarde del mismo día en que se descubre el sepulcro vacío del Señor, aunque ellos no acababan de creer que hubiera resucitado de los muertos, inmersos en un «clima de asombro, duda e incredulidad» (J. A. FITZMYER, El evangelio según san Lucas IV [2005] 600). Por eso les dijo, como hemos escuchado en el evangelio de san Lucas proclamado este tercer domingo de Pascua: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que tengo yo» (Jn 24).
Jesús nos sigue diciendo hoy a nosotros estas mismas palabras, justo cuando en nuestra sociedad que se aleja de la tradición cristiana se desvanece la convicción de fe de que el Hijo eterno de Dios se hizo carne; cuando el hombre contemporáneo duda de que Jesús de Nazaret sea en verdad el Verbo que «estaba junto a Dios y era Dios» (Jn 1,1); cuando a este hombre actual secularizado le cuesta creer a ciencia cierta que «por medio de él [del Verbo eterno de Dios] se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho» (Jn 1,3).
Para convencer a los discípulos Jesús les pidió algo de comer, porque la duda era desconfianza en que aquel que había sido crucificado y sepultado tras un cruel suplicio fuera el resucitado que ahora parecía ofrecerles figura humana, dudaban de la identidad entre el Crucificado y el Resucitado. Por eso, el realismo del evangelista, al narrar la experiencia de la resurrección de Jesús, tiene la finalidad de provocar en los discípulos la fe en esta identidad. El Crucificado y el Resucitado son la misma y única persona del Señor Jesús, que les instruye sobre el sentido del sufrimiento, de la pasión y de la cruz como designio de Dios que, por amor al mundo, entregó a su propio Hijo. Jesús les explica cómo todo estaba ya en la Ley y los Profetas, en las Escrituras que hablaban en
realidad de Cristo y de su muerte y resurrección, aunque no eran conscientes de ello.
La Eucaristía es el memorial de la muerte y resurrección del Señor y en ella la Iglesia tiene la prenda de la gloria futura, que ha de ayudarnos a comprender el valor de este altar que vamos a consagrar, donde se hace presente Cristo con su sacrificio redentor; y el significado sacramental de esta iglesia parroquial, donde se celebra el memorial de la Cena del Señor.
Hoy como siempre se suceden reiteradas las dudas sobre la Iglesia, cuerpo místico del Señor, comunidad eclesial compuesta de pecadores y al mismo tiempo comunión de los santos, de los que son santificados por la gracia de la redención que nos llega por medio de los sacramentos.
Que esta iglesia que hoy dedicamos nos ayude a ver en la Iglesia que formamos los bautizados el Cuerpo místico de Cristo Jesús, mientras dirigimos nuestra plegaria a Santa María del Monte Carmelo, titular de la misma, para que nos ayude a conservar la fe; y, como la Virgen María, meditemos en nuestro corazón el misterio pascual de Cristo, vida de los hombres.
Iglesia parroquial de Gérgal
19 de abril de 2015
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería