Homilía del Obispo de Almería, Mons. Adolfo González Monstes, en el Domingo III de Cuaresma.
Lecturas bíblicas: Ex 3,1-8a.13-15; Sal 102,3-4.5-8.11; 1 Cor 10,1-6.10-12; Lc 13,1-9
Ilustrísimo Sr. Vicario y Cura párroco;
Queridos hermanos sacerdotes;
Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades;
Religiosas y Asociación Pro Canonización del Cura Valera;
Queridos fieles laicos;
Hermanos y hermanas en el Señor:
Hace doscientos años nacía en esta vieja villa el santo Cura Valera, el 27 de febrero de 1816. Su celo sacerdotal y amor a los pobres y necesitados le convirtieron pronto en testigo de Dios y servidor de la dignidad humana. D. Salvador Valera Parra lo fue en grado de excelencia tal que su persona es parte de los bienes históricos de estos dos siglos en Huércal-Overa y en la diócesis de Cartagena, de la cual fue presbítero; y lo es desde hace más de medio siglo de la diócesis de Almería. Fallecido el 15 de marzo de 1889, pero permanece presente espiritualmente en el corazón de los huercalenses, en su villa natal, en la que comenzó la trayectoria hacia la santidad, que esperamos ver reconocida por la Iglesia con su beatificación. Quiera el Señor que muy pronto tengamos la confirmación por parte de la Congregación para las Causas de los Santos del milagro ahora en estudio, cuyo proceso ha concluido felizmente en la diócesis de Providence, Estado de Rhode Island, de los Estados Unidos de América. Concluíamos hace pocos meses con éxito en su fases diocesana y ahora es Roma la que tiene la última palabra.
A esta fecha está cerrada y entregada ya la relación o Positio que expone y demuestra la vivencia heroica de las virtudes cristianas y sacerdotales por el Siervo de Dios; y se halla en preparación la versión italiana de la documentación con la cual podrá cerrase la nueva Positio, esta vez sobre el presunto milagro, al cual acabo de referirme. La Congregación romana podría haber concluido el examen de ambos trabajos (la Positio sobre las virtudes, y la Positio sobre el presunto milagro) a finales de 2017.
Justamente entonces, cuando haya concluido el estudio de ambas investigaciones, en ese momento, don Salvador será declarado «Venerable». Desde ese momento se podrá proceder a la localización de sus restos, ya considerados como reliquias, en el suelo del presbiterio de esta iglesia parroquial de la Asunción de Nuestra Señora. La causa, por tanto, no sólo avanza, sino que ha recorrido fases decisivas, probablemente las más difíciles, situados ya como estamos en la fase próxima al final del proceso. Nos queda un esfuerzo más para llevarla causa a buen puerto y don Salvador desde el cielo nos ayudará con su intercesión, del mismo modo que nosotros pedimos al Señor nos permita ver pronto la glorificación de su siervo.
La personalidad sacerdotal del Cura Valera, en un momento histórico como el que a él le tocó vivir, requería una mediación social de la caridad cristiana; y él supo llevarla a cabo convirtiendo su amor por los necesitados en testimonio del amor de Dios por el hombre: el amor que por sí mismo hace patente la dignidad del ser humano, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Justamente en este Año Santo de la Misericordia la personalidad sacerdotal del Cura Valera cobra una singular relevancia, porque él hizo de la misericordia divina razón de ser de su amor por los más pobres. Hace unos años, escribía como Obispo diocesano para la nueva edición de uno de los libros más conocidos sobre el santo Cura Valera. Con este motivo me pareció obligado observar que la caridad como faceta de personalidad sacerdotal de don Salvador es inseparable de su condición de predicador insigne y catequista.
Como predicador de la Buena Nueva de la salvación, busca el arrepentimiento del pecador y su conversión a Dios y a Cristo; y «aprovecha cualquier circunstancia y pretexto para llevar al confesonario a sus feligreses y está atento a que el cumplimiento pascual los devuelva al estado de gracia tal vez perdido»; y al mismo tiempo el predicador incansable que es don Salvador, «brilla con luz propia por su caridad pastoral como socorro de los pobres a costa de su permanente empobrecimiento y caída en la pobreza, hasta perder la ropa personal con que cubrirse y el alimento que llevarse a la boca» (Mons. A. GONZÁLEZ MONTES, Prólogo a la obra de A. JIMÉNEZ NAVARRO, El cura Valera y sus cosas [Huércal-Overa 32012] 9).
La misericordia y la compasión caracterizan el dinamismo más genuino de la caridad cristiana, que es manifestación de la caridad de Dios. Ahora, cuando algunos injustificadamente quieren reducir la práctica religiosa a meras creencias y al culto cerrado sobre sí mismo, resuenan con fuerza las palabras proféticas de Isaías invitando a los israelitas a llenar de contenido el culto: «El ayuno que yo quiero es abrir las prisiones in justas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento y hospedar a los pobres sin trecho, vestir al que ves desnudo, y no cerrarte a tu propia carne» (Is 58, 6-7). La profesión de fe no puede quedar encerrada en la pura interioridad espiritual, sino que comporta un modo de vivir, una conducta privada y pública al mismo tiempo. Por eso quienes profesan la fe tienen derecho a vivirla en sociedad; tienen derecho a hacer valer su modo de entender la ordenación de la vida privada y de la colectividad; y tienen derecho a que quienes rigen el cuerpo social lo tengan en cuenta y amparen un verdadero ejercicio de la libertad religiosa, que no es mera libertad de opinión ni de creencias. La Iglesia es una institución social, no es ni quiere ser una institución de Estado, pero es realidad social y su proyección cultural igual que social ha marcado la historia de nuestro pueblo y de nuestra nación a lo largo de los siglos. Contra un laicismo que de forma beligerante pretende recortar la libertad de religión y que, en cuanto ideología que aspira a reprimir esta libertad resulta opresivo, resuena hoy con fuerza en este domingo tercero de Cuaresma la palabra de Dios que inspira el dinamismo social de la libertad del pueblo elegido: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8a).
El Dios de Israel es un Dios que conduce a la libertad y salva liberando de la opresión. La historia de la liberación de Israel es la gran parábola, la figura de lo que había de venir con Cristo, cuyo nombre Jesús significa justamente esto: Dios salva, Dios libera. Jesús ha venido para liberarnos del pecado, origen de todos malos males, de todas las esclavitudes y opresiones que padecemos los seres humanos. Silenciar a Dios es silenciar al que puede librarnos incluso de nosotros mismos y arrancarnos del egoísmo que nos conduce a la muerte eterna. Silenciar a Dios es cegar el manantial del que mana la vida y la verdadera felicidad que el hombre anhela.
El Cura Valera predicaba incansablemente este mensaje, tratando de llevar a sus oyentes a la plena conversión a Cristo, para liberarlos de sus egoísmos y para que comprendieran que el amor con que él como pastor de almas se entregaba a ellos sólo tenía una razón de ser: Dios mismo, que entregó a su Hijo por nosotros. Es lo que dice san Pablo: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (1 Cor 5,8). Todo cuanto sucedió en el desierto del Sinaí camino de la tierra prometida era figura de la liberación que traería consigo el amor de Dios por nosotros revelado en la entrega de Cristo hasta la muerte. Por eso san Pablo puede decir con justicia que, en la travesía del desierto, todos los hijos de Israel bebieron de la roca espiritual que es Cristo simbolizada en la roca de la que manó e
l agua para aplacar la sed de los extenuados peregrinos de la libertad, acosados por la sed y la tentación de abandonar el camino de la libertad para retornar a la esclavitud de Egipto. Explica san Pablo que, si algunos fueron exterminados y murieron en el desierto, en ello tuvieron el merecido castigo por su rebelión contra Dios que les devolvía a la libertad perdida: «Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo hicieron nuestros padres (…) Todo esto les sucedía como un ejemplo: y fue escrito para escarmiento nuestro» (1 Cor 10,11).
Así, pues, llegados al meridiano de este tiempo santo de la Cuaresma, aprovechemos el momento favorable para el arrepentimiento y el retorno a Dios, para la conversión al Evangelio mediante la penitencia y las buenas obras: las obras de misericordia, corporales y espirituales, en las cuales se manifiesta la verdadera caridad de Dios en el testimonio de los cristianos. Si no producimos frutos que llevan a la vida eterna, como sucedía con aquella higuera plantada en una viña que no daba el fruto a su tiempo, seremos arrancados de la viña y escucharemos las palabras de Jesús constituido Juez de vivos y muertos: «Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?» (Lc 13,7b). La penitencia arranca siempre de un corazón convertido a Dios como el valor y bien absoluto, porque Dios, que nos llama a la penitencia, no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 18,23). Por eso dice Jesús «que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15,7).
Las obras de misericordia, corporales y espirituales, son signo de la conversión, al mismo tiempo que acreditan la sinceridad de la práctica religiosa, llenando el culto de contenido. Fue lo que siempre tuvo por lema don Salvador Valera, como tantos sacerdotes en tiempos de especial dificultad han acreditado con su caridad la palabra que predicaban. Fue conducta de los sacerdotes del siglo XIX, marcado por «tiempos recios» para la Iglesia —por utilizar una vez más la conocida expresión de santa Teresa—como lo fue el tiempo que delimita la vida del Cura Valera. Hoy, a distancia, percibimos el suyo como testimonio de fe y caridad que descubre la unidad de culto y vida, que hace ciudadanos solidarios, cumplidores de sus deberes cívicos, y al mismo tiempo ministros santos. Es el mismo testimonio que nos legaron los miles de sacerdotes que fueron llevados a la muerte en la persecución religiosa del siglo XX, encontrando en el martirio la forma sublime de configuración con Cristo pobre y desnudo, crucificado por nosotros.
Quiera el Señor y su Santísima Madre, la Virgen de las Angustias cuya imagen veneráis hoy con amor, que nos veamos libres de la ceguera ideológica que impide apreciar en la religión la fuente de inspiración de los valores y virtudes que hacen del bien común el verdadero patrón de conducta, de una vida consagrada al prójimo por estar consagrada a aquel que siempre permanece. Nosotros existimos y vivimos, porque en verdad Dios existe.
Iglesia parroquial de la Asunción de Nuestra Señora
Huércal-Overa, a 27 de febrero de 2016
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería