Alocución en la plaza de la Catedral al término de la procesión eucarística

Palabras del obispo de Alméria, Mons. Adolfo González

Hemos llegado al término de la procesión de la fiesta del Corpus Christi volviendo a esta plaza de la Catedral, de donde partimos para que el Señor presente en la custodia recibiera el tributo de alabanza de nuestras calles llenas de fieles. Agradezco la presencia con nosotros en esta procesión eucarística de las autoridades, junto a tantos miles de fieles esta tarde. Gracias a los sacerdotes, que han acompañado a la custodia haciendo presentes a las parroquias de la ciudad con muchos sus feligreses; gracias a los religiosos y religiosas que no han faltado en la procesión; a los cofrades que con los báculos de sus hermandades y cofradías han escoltado al Santísimo; y la gratitud del Obispo diocesano a todos los fieles reunidos en adoración y cantos de alabanzas al Santísimo.

Hemos recorrido las calles de la ciudad y concluimos esta procesión de alabanzas a Jesús Sacramentado con la proclamación del evangelio de hoy y la bendición solemne con el Santísimo. Hacemos una reflexión última antes de devolver al Señor sacramentado al Sagrario de nuestra Catedral. Jesús, glorificado por su resurrección de los muertos, cumple su promesa y, después de «haber vencido al mundo» (Jn 16,33) y haber sido «coronado de gloria por haber padecido la muerte» (Hb 2,9), no nos ha dejado solos: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

La presencia del Señor en el pan y vino consagrados es una realidad gozosa: el Resucitado está con nosotros y nos acompaña en el camino de la vida, en nuestra peregrinación hacia la nueva creación, ciudad celestial inaugurada en su cuerpo glorioso. En este camino hacia la nueva humanidad nos ofrece su cuerpo y sangre como alimento de vida eterna, para transformar el mundo y santificarlo con nuestra presencia. Hemos sido enviados al mundo para proclamar que lo nuevo ha comenzado en la resurrección de Cristo y que en su cuerpo y sangre Dios ofrece al mundo el alimento de la vida. La comunión nos transforma asimilando nuestra vida a la suya. Hemos de recibir el cuerpo del Señor para poder llevar al mundo el mensaje de salvación, pero hemos de hacerlo confesando que sólo él es el Redentor y el Salvador del mundo, que no hay otro camino hacia Dios, porque sólo él tiene palabras de vida eterna, como confesó Pedro, respondiendo a la pregunta de Jesús, viendo la reacción de quienes le abandonaban porque no podían soportar las palabras de Jesús sobre el alimento de su carne. Vuelto a sus apóstoles les dijo Jesús: «¿También vosotros queréis marcharon? Pedro respondió: ¿A dónde iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,67-68).

Muchos de los que sienten emoción ante la belleza del Corpus Christi han dejado de creen que Cristo pueda darnos su cuerpo y sangre como alimento de vida eterna. La solemnidad del Cuerpo y Sangre del Señor es la gozosa afirmación de la fe en esta verdad fundamental del cristianismo: que el Cristo resucitado y glorioso está presente con su sacrificio redentor de la cruz en el pan de la Eucaristía, que sólo tiene las apariencias de pan y es verdaderamente Cristo sacramentado. Los que así se han alejado de la fe de la Iglesia, y siguen estremeciéndose ante la belleza de la custodia y el desfile procesional, piensan que ésta es una fiesta llena de belleza y simbolismo; que el Corpus es una realidad inmaterial que bien merece el turismo como mercancía. El Corpus es mucho más es la celebración festiva de la fe que siente la verdad de las palabras de Cristo y confiesa que estamos en la presencia del Señor de la gloria, de aquel que vendrá a juzgar a vivos y muertos, de aquel que resucitado de entre los muertos ya no muere más y vive para siempre y se nos da como manjar celestial.

Es por tanto preciso gritar a la sociedad agnóstica de nuestros días que Jesús es alimento verdadero porque es la palabra de Dios hecha carne y el hombre sólo puede vivir de verdad si se alimenta de la palabra de Dios, si trata de remediar el pan material de cada día, para que a nadie le falte, sabiendo que este pan de cada día no garantiza la inmortalidad y que es preciso tener la vida de Dios para superar la muerte y saciar definitivamente el hambre de la humanidad.

Vivimos en un mundo materialista, que experimenta grandes contradicciones a diario: mientras en los países ricos el alimento material se multiplica y malgasta, hay millones de seres humanos que mueren de hambre. A todos nos impresionan los documentales de las hambrunas en algunos países pobres o sometidos a regímenes que deshumanizan y ponen en peligro la vida de sus habitantes. Se da sobreabundancia en la elaboración y el preparado de alimentos, con frecuencia sofisticados, que hacen del paladar un objetivo obsesivo de la comida, explorando novedades que satisfagan el placer de la degustación más esmerada, mientras el derroche de alimentos y el lujo de muchos se mantienen ajenos a la falta de alimentación de muchos más.

La lucha contra el hambre es un problema complejo y difícil, que no resulta sólo de las relaciones entre las personas, sino de las relaciones de injusticia que se dan tantas veces entre las naciones y los estados; relaciones de injusticia que se agravan con los conflictos bélicos, que vienen a sumarse a los procesos atmosféricos y catástrofes de la naturaleza. De ahí la importancia del compromiso en la promoción de la paz social en los pueblos y, al mismo tiempo, compromiso en la búsqueda común y solidaria de una vida más acorde y respetuosa con la naturaleza.

Jesús nos exhorta y nos llama a compartir lo que tenemos con los necesitados y limitar el derroche de alimentos, buscar el equilibrio, y nos pide tomar en serio que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Cristo Jesús nos ofrece su propia vida dándonos a comer su carne como alimento, que incorpora nuestra vida a la suya, llamándonos en esta cena eucarística que celebramos con fe a la adoración de aquel que es Hijo eterno de Dios, que quien por ser Dios nos llama a la comunión con él para que podamos vivir para siempre. Por eso, le hemos acompañado esta tarde en una procesión de alabanzas, profesando la fe en que Jesús glorificado está presente en el sacramento de su amor.

Ahora terminamos la procesión y devolvemos las sagradas especies eucarísticas al Sagrario de nuestra Catedral, tabernáculo que contiene la presencia de aquel que no pueden contener los cielos y la tierra, de quien es el Señor de la creación y de la historia, aunque lo ignoren los hombres. La catedral, toda ella es el sagrario que guarda con amor el pan eucarístico, tesoro de una ciudad cristiana. Una ciudad que se enorgullece de sus cofradías, que gustan que las llamen sacramentales y hacen protestas de fe eucarística y quiere permanecer como comunidad de fe cristiana ha de reconocer en la Eucaristía no sólo un signo de su historia pasada, sino la presencia viva de la Palabra encarnada de la cual sigue alimentándose como comunidad de fe: la Palabra que salió de Dios y nació en nuestra carne de la Virgen María, para entregarse
como alimento que sacia las aspiraciones más profundas de amor de quienes hemos sido creados por amor y esperamos llegar a gozar del amor eterno.

Plaza de la Catedral de la Encarnación
18 de junio de 2017

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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