Alocución al término de la Procesión Eucarística

Mons. Adolfo González Montes, en la plaza de la Catedral.

Hermanos y hermanas: sacerdotes, miembros de las comunidades religiosa, cofradías y diversos apostolados, fieles que con vuestros párrocos habéis tomado parte junto al Obispo y al Cabildo en esta procesión de alabanzas al Santísimo Sacramento, en la que han querido participar también las Autoridades, amparando así la secular tradición del pueblo cristiano.

En este Año Santo de la Misericordia, Dios que sale al encuentro del hombre en Jesucristo nos invita a acercarnos con plena confianza en su amor misericordioso. Lo hacemos convencidos de que, si en el mundo ha abundado el pecado, más abundante ha sido la gracia de Dios (cf. Rom 5,20). Esta mañana, en la Misa estacional recordaba las palabras de san Agustín que acentúa el carácter de la Eucaristía como sacramento de la unidad del cuerpo místico de Cristo que formamos todos los bautizados congregados en la Iglesia: «Los muchos somos un único pan, un único cuerpo [cf. 1 Cor 10,17]. ¡Oh sacramento de piedad! ¡O signo de unidad! ¡Oh vínculo de caridad! Quien quiere vivir, tiene dónde vivir, tiene de qué vivir. Acérquese, crea, incorpórese para ser vivificado» (SAN AGUSTÍN, Comm. in Ioan. ev., 26,13).
La Eucaristía es, en verdad, el gran sacramento de la unidad de la Iglesia, porque en este sacramento de amor Dios mantiene su designio permanente de salvar al mundo por medio de la entrega de Jesús por nosotros, para arrancarnos de las consecuencias del pecado; porque el pecado llevaría el mundo a la muerte si Dios no hubiera tenido misericordia de nosotros. No podemos vivir sin Dios, porque sin Dios el mundo está abocado a la muerte. No me cansaré de repetir que los cielos sin Dios no existen, que el hombre por sí sólo no puede construir el cielo, que Dios lo da como don y regalo a los humildes y a los que lo esperan de su misericordia. Dios ama el mundo y quiere la plena felicidad del hombre, pero el ser humano tiene que tener conciencia de que necesita a Dios. La Iglesia ofrece a Dios al mundo, lo ofrece presente en la Eucaristía entregando a su propio Hijo para que el mundo tenga vida.
Hoy es la Jornada de la Caridad cristiana, que intenta paliar las necesidades más urgentes, las que no pueden esperar a que se instale en la sociedad una justicia plena que supuestamente elimine la caridad. Jesús mismo nos advirtió que siempre tendremos pobres con nosotros (cf. Mc 14,7), y nuestra justicia nunca será una justicia total, porque somos humanos y tenemos pecado, y no podemos construir por nosotros mismos el reino de los cielos. Salgamos al encuentro de los que nos necesitan prolongando en los bienes materiales que hemos de repartir y proporcionar a los que carecen de ellos el bien espiritual que Dios nos entrega, y que es su amistad y su propia vida, la que nos entregó el Hijo de Dios Jesucristo subiendo al madero de la cruz por nosotros.
Hemos de hacer el mayor esfuerzo que nos sea posible para abrir las puertas de nuestro corazón a Cristo dejando entrar por ellas a nuestro prójimo, a los hermanos más necesitados: los que carecen de todo: de patria y de casa, de trabajo y salud; los que no encuentran unos brazos abiertos para arrojarse en ellos y sentir que son amados; los que no tienen delante una mano tendida que les impida hundirse en la desesperanza, mientras huyen de la muerte y de la extrema miseria.
A veces es difícil compartir, por eso la Eucaristía nos ofrece una vez más la lección del amor de Dios, de la generosidad que nos dejó en ella Jesucristo: «el cual, que siendo rico, por vosotros se hizo pobre, a fin de enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8,9). Lo comprenderemos mejor cuanto más contemplemos el misterio de la Eucaristía y más participemos de ella. El donde la Eucaristía no es un derecho que podamos exigir, porque es fruto de la generosidad de Cristo Jesús. Hemos de recibirla como don que es y valorar su dignidad, adorando en ella el misterio del amor de Dios. Cuántas veces es recibida sin arrepentimiento del pecado y sin preparación, ofendiendo el amor de Dios. ¡Cuántas veces es indignamente tratada, cuántas veces blasfemada! No sólo por cuantos cometen el crimen despreciable de atentar contra las formas consagradas y reservadas como viático de vida eterna en el sagrario, y por cuantos reciben la sagrada Comunión de forma indigna, sino también por cuantos separan el culto que dicen tributarle del amor que deben al prójimo con quien Jesús sacramentado se identifica.
Esta mañana recordaba en la homilía de la Misa que el don de la Eucaristía lo recibe la comunidad cristiana por medio de los apóstoles y de sus sucesores. Nos llega de manos del sacerdote, que es quien por voluntad de Cristo confecciona la Eucaristía en cada celebración de la Misa. Pidamos, por tanto, los sacerdotes necesarios, que sirvan con santidad de vida el culto eucarístico, y nos ofrezcan el pan que nos da la vida divina. Pidamos que el Espíritu Santo fortalezca en nosotros la fe eucarística, porque una comunidad cristiana muere si le falta la fe en la Eucaristía. Pidámoselo a la Virgen Madre, la mujer eucarística por quien nos vino el Autor de la vida a quien ella ofreció su humanidad para que hecho carne de nuestra carne, el Verbo tuviera un cuerpo como el nuestro y pudiera prolongarlo hasta nosotros hecho Eucaristía. Que ella nos lo alcance.
¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar! Sea por siempre bendito y alabado. Amén.

Plaza de la catedral
Corpus Christi
Domingo 29 de mayo de 2016

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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