50º Aniversario de la creación de la Parroquia de San Pío X

Homilía del Obispo de Almería, Mons. Adolfo González Montes.

Lecturas bíblicas: Is 55,6-9

Sal 144, 2-3.8-9.17-18

Fil 1,20c-24.27a

Mt 20,1-16

Queridos hermanos y hermanas:

El pasado 21 de agosto del año en curso se cumplían los cien años de la muerte del santo Papa Pío X, acontecida en ese día en 1914. El 25 de octubre de 1964, al cumplirse los cincuenta años de la muerte del Papa, era erigida canónicamente la nueva parroquia de San Pío X, canonizado el 3 de septiembre 1954 por el siervo de Dios Pío XII, a los cuarenta años de su muerte. Fue creada por el gran obispo de nuestra Iglesia diocesana Mons. Alfonso Ródenas García. Dos años después, el nuevo Obispo de Almería, Mons. Ángel Suquía Goicoechea bendecía el nuevo templo parroquial y consagraba el altar el domingo 3 de septiembre de 1966, día de la fiesta de San Pío X, que la reforma litúrgica del Vaticano II trasladó al día de su muerte.

Al cumplirse los cincuenta años de la creación de la parroquia de San Pío X en la capital de Almería, damos gracias a Dios porque esta comunidad parroquial a lo largo de su trayectoria de medio siglo ha sido ámbito de fe y testimonio vivo del Evangelio; y por intercesión de su santo titular suplicamos al Señor la asistencia del Espíritu Santo para que nos ayude a realizar la obra de evangelización que demanda la sociedad actual. Un reto que sólo podremos afrontar con la ayuda insustituible de vocaciones sacerdotales, religiosas y apostólicas, que impulsen la acción de la Iglesia; para que la gracia redentora de Cristo transforme la vida de los pecadores, y para que la gracia santificante del Espíritu Santo configure el corazón y la mente de los creyentes según el modelo de nueva humanidad que Dios Padre nos ha ofrecido en Jesucristo.

La gracia redentora de Cristo está anticipadamente aludida en las palabras del profeta Isaías que acabamos de escuchar en la primera lectura de este domingo, un pasaje bíblico que habla de cómo la paciencia de Dios salva al pecador invitándole a aprovechar el tiempo de gracia: «Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca» (Is 55,6). El profeta invita a la conversión y a la transformación de la vida del pecador: «que el malvado abandone su camino y el criminal sus planes; que regrese al Señor y él tendrá piedad, a nuestro Dios, que es rico en perdón» (55,7).

No es posible salvarse menospreciando la piedad de Dios, que es rico en perdón. Dios no puede ejercer sobre el pecador su misericordia, si el pecador no se arrepiente de sus malas acciones, haciendo inútil en él su gracia redentora de Cristo. Dios es infinitamente misericordioso, como Jesús vemos en el evangelio que hemos proclamado. Su generosidad es desbordante, tanto como para dar a quienes se incorporan tarde a la viña de la salvación, cuando en la frontera del mediodía la jornada está avanzada; o, incluso, cuando el día ya va vencido. Dios, que es el Padre de las misericordias sin fin, a todos da el denario de la salvación, pero de todos requiere la incorporación a la viña, sin permanecer ociosos. La misericordia de Dios es manifestación del pensamiento de Dios, que dista un abismo del pensamiento de los hombres: «Mis planes –dice el Señor— no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55,8).

Jesús censura la protesta de los que trabajaron en la viña desde la primera hora, porque los últimos en incorporarse al trabajo reciben el mismo salario que ellos, que han aguantado el bochorno y el peso del día. En realidad, no tienen conciencia de que ninguno es digno del salario de la salvación. Por eso, quienes primero se han incorporado a la viña deberían estar felices de haber encontrado temprano el camino del premio sobreabundante que les espera. Jesús censura su protesta, porque carecen de generosidad; creen merecer mucho más que los demás, pero olvidan que el premio está en la llamada a la viña, que abre la vida humana a su prolongación en la vida eterna como vida recompensada y eternamente feliz. Deberían dolerse de que haya hermanos que no alcancen a conocer el camino que lleva a la vida y sucumban a la oscuridad del sinsentido ignorantes del premio final. La censura de Jesús es la misma que reprocha el padre del hijo pródigo al hermano fiel y laborioso, que había permanecido junto él mientras el pródigo dilapidaba sus bienes: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado» (15,31).

La evangelización que puede salvar a la humanidad pecadora es el anuncio del amor de Dios al mundo, y los cristianos de la primera hora, los que son conscientes de haber sido llamados y han respondido con la fe, han de vivir preocupados por los alejados, los que no conocen la misericordia de Dios y la vida que promete a quienes le aman. Tiene que moverles al anuncio el testimonio de la fe que profesan una santa impaciencia a dar a conocer a Cristo, la misma que sentía el «divino impaciente» san Francisco Javier, al constatar el desconocimiento de Dios y de su amor de las muchedumbres a las que bautizaba junto al mar del Japón, los millones de seres humanos que no han conocido a Cristo, que no saben que ha vertido su sangre por la multitud de los pecadores; y los millones de indiferentes, agnósticos y ateos prácticos, nacidos en países de tradición cristiana y que viven enteramente alejados de la Iglesia y de la práctica de la fe.

San Pío X impulsó la renovación de la vida cristiana afrontando los retos de su época con una decisión admirable. El impulso que dio a la catequesis, acción privilegiada para la transmisión de la fe, y a la participación los fieles en la celebración litúrgica de la Iglesia obedecía a su fundamental convencimiento de que el conocimiento de Cristo es superior a todo. Por eso, con renovación de la catequesis quiso acercar a los niños a la Eucaristía, adelantando la primera Comunión; y por eso, reformó la liturgia haciendo del canto de las partes invariables de la Misa canto de la asamblea, de forma que su participación en la acción sagrada introdujera a los fieles en el dinamismo de la gracia sacramental de la Misa. Es Cristo, su sacrificio de inmolación en la cruz por nuestra salvación el centro de la Misa, no una simple convivencia social de los fieles, que tan sólo diera cauce a la expresión de nuestros estados de ánimo y de nuestros sentimientos, como si lo que celebráramos en la Misa —nos decía con insistencia el Papa Benedicto XVI—fuera nuestra situación personal o comunitaria, nuestros estados de ánimo, nuestras obras y compromisos.

Lo que ha movido al Papa Francisco a aprobar la corrección del rito de la paz en la Misa es su manifiesta desviación. Al dar la paz a los que están junto a nosotros no realizamos un acto social, cuyo origen está en nosotros y en nuestra buena voluntad respecto al prójimo. Lo que está en juego es la recepción de la paz de Cristo que el sacerdote nos transmite. Recibimos la paz que es la salvación que emana de la inmolación de Cristo por nosotros, porque es el amor de Dios manifestado en el sacramento del Altar el que nos transforma. Al prohibir cantos de paz que cambian el significado del rito en el momento en que se ha de mostrar a la asamblea eucarística el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, «fijos los ojos en Jesús» (Hb 12,2) nuestro corazón debe abrirse al que viene a salvarnos y, por la comunión en su Cuerpo y Sangre nos redime y nos salva.

San Pío X quiso que el canto litúrgico tomara cuerpo en la celebración eucarística en las voces de la asamblea litúrgica, para que mediante el canto de la Misa, no otra cosa, la música y la polifonía sagradas, en palabras de san Agustín, se convirtieran en oración redoblada. Todo en la liturgia tiende a la glorificación de Dios Padre mediante la comunión con Cristo, a quien correspond
e la acción sagrada por medio del Espíritu Santo. Al gran pastor de la Iglesia universal que fue san Pío X le tocó en suerte vivir en tiempos difíciles y afrontar una honda reforma de la Iglesia, que mantuviese su fidelidad a la verdad de la fe católica: a la verdad que Dios nos ha revelado y a auténtica identidad de la Iglesia como fundación de Cristo, como comunidad de salvación a la que Cristo confío la misión del Evangelio para la salvación del mundo.

San Pío X llevó a cabo su obra renovadora proponiendo con decisión la verdad revelada y declarando contrarios a la fe errores graves de su tiempo conocidos como modernismo. Combate al que se agregó dos importantes metas de su pontificado: la santidad sacerdotal, porque sin la santidad de los sacerdotes, la vida de la Iglesia está amenazada por la relajación y el abandono; y la promoción de la vida espiritual del laicado, impulsando la participación de los fieles en la liturgia. En el centro de toda su obra, san Pío X puso el conocimiento y la experiencia de Cristo, la unión con él en la sagrada Comunión, que fomentó de modo singular en los niños. Su compromiso, siguiendo la afirmación paulina de que todo tiene en Cristo su consistencia, fue el de «instaurar todas las cosas en Cristo», meta imposible sin la comunión de vida con Cristo que hace realidad la participación eucarística. San Pío X se identificó con la confesión de fe del Apóstol san Pablo que hoy hemos escuchado: «Para mí la vida es Cristo» (Fil 1,21a).

Así le decía el Apóstol a los Filipenses: «Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo» (Fil 1,27a), algo imposible sin la audición permanente de la palabra de Dios y la comunión eucarística. Por esto mismo, el Papa Benedicto XVI, en el mismo horizonte renovador de san Pío X, nos recordó como maestro de la fe que es Dios y no nosotros el centro de la acción litúrgica; porque lo que importa es que «la palabra de Dios y la realidad del sacramento estén en el centro», porque «la liturgia no es un show, no es un teatro, un espectáculo» (Benedicto XVI, Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos, Barcelona 2010, 164).

La iglesia parroquial es el lugar donde la comunidad local se convierte en asamblea litúrgica, meta a la que tiende toda su obra evangelizadora. De ella arranca la vida cristiana, porque en su recinto está la pila bautismal; y a la iglesia parroquial retorna cada domingo la asamblea en la que se integran los fieles, para reunirse en torno a la mesa de la palabra y de la Eucaristía, el altar de donde brota la presencia eucarística que en sagrario de cada iglesia donde se celebra la Misa hace realidad la permanencia de Cristo hasta el final de los tiempos. La iglesia parroquial es así el reclamo y el signo exterior permanente de la identidad creyente del grupo humano que constituye la comunidad parroquial, donde se alimenta la vida de los fieles y brota de los sacramentos la gracia que los santifica. En la iglesia parroquial se nutre el fervor de la misión apostólica como fruto granado de la vivencia sacramental de la fe; y en la iglesia parroquial se experimenta la necesidad de hacer partícipes de lo propio a quienes carecen de todo, a los pobres y necesitados. De la iglesia parroquial sale la comunión de enfermos para aliviar el dolor humano con la presencia sacramental de Cristo que lleva la luz de la fe al lecho del dolor. Por eso, en la dedicación de la iglesia parroquial, donde se han de celebrar los divinos misterios, el Obispo suplica en la oración de dedicación que «los pobres encuentren aquí misericordia, los oprimidos alcancen la verdadera libertad y todos los hombres sientan la dignidad de ser hijos tuyos, hasta que lleguen, gozosos, a la Jerusalén del celestial» (PONTIFICAL ROMANO: Oración consecratoria de la dedicación de una iglesia).

Quiera el Señor que la celebración de este cincuentenario de vida parroquial de esta comunidad de san Pío X reavive el amor de todos sus miembros y vitalice el testimonio público y privado de la fe en la que fueron bautizados y que les impulsa a ser testigos de Cristo.

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, interceda por todos y cada uno de los miembros de esta comunidad parroquial, que como hijos suyos se confían a su maternal intercesión.

Iglesia parroquial de San Pío X

21 de septiembre de 2010

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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