Se han empeñado en que los sexos estén en lucha. Al parecer, hombres y mujeres somos hasta tal punto antagónicos que es imposible una relación de iguales si antes no se marcan límites y se llega a una entente cordial que delimite las normas del juego. Sin embargo, todo este constructo se basa en un error de fondo que toca al tema del consentimiento. Consentir es la clave en las relaciones y, en general, en cualquier actividad física que requiera límites o respeto. Firmamos consentimientos ante intervenciones quirúrgicas, para uso de datos y se requieren muestras de consentimiento claro en el ámbito de la intimidad.
No estoy en contra del uso del consentimiento y me parece adecuado que se fomente una cultura del consentimiento. Lo que me preocupa es que el consentir pueda ser el único criterio para la acción moral, que se olvide que existen un bien y un mal objetivo que no dependen del hecho de que la persona consienta o no en llevar a cabo una acción. Existen acciones que son malas o buenas en sí mismas y cuya moralidad no depende del consentimiento. Aunque yo estuviera de acuerdo en que me torturaran y diera mi consentimiento, todo ello no transformaría en buena la tortura ni eximiría al torturador de su responsabilidad.
En el fondo de la cuestión creo que reducir todo al consentimiento bien informado es simplista. Hay muchos detalles, motivos, presiones, traumas, ideas, sufrimiento, etc. Que pueden afectar a las personas a la hora de dar su brazo a torcer. Incluso una idea equivocada de la amistad o el amor puede dar al traste con la férrea voluntad de las personas que, enajenadas y probablemente faltas de cariño, caigan en brazos de los más sutiles manipuladores. Tal vez todo requiera un paso previo que fomente un respeto absoluto, un temor reverencial hacia la conciencia libre y una formación sólida que ayude a tener bien claro lo que es cada cosa, a conocer la Verdad.
Jesús Martín Gómez
Párroco de Vera