
Hace un tiempo viajé a Zaragoza; en la Seo me encontré con un tapiz que no había visto nunca: Judas Iscariote saliendo del infierno detrás de Adán y Eva. Jesús ayudaba a salir del Sheol a nuestros primeros padres y, tras ellos, al que lo traicionó.
Normalmente condenamos a Judas a lo más profundo del infierno, aunque la Iglesia nunca se ha manifestado oficialmente al respecto. Le atribuimos pecados como la avaricia, la hipocresía y, por supuesto, la negación de la vida.
Disponemos de muy pocos datos sobre la vida del apóstol. En las listas de los evangelios, todos los evangelistas lo apellidan «el traidor» o «el que lo entregó». Nos dice san Juan que era hijo de Simón Iscariote, de ahí su apellido. Sabemos también que «era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando». Lo último que conocemos es la traición, el beso en el huerto, su arrepentimiento y el trágico desenlace de su vida.
Pensando en la vida de Judas, me cuesta creer que su final fuera solo por la traición a Jesús. Más bien creo que fue una decisión visceral, pero no solo alentada por su animadversión al Maestro o su amor al dinero. Yo creo que el primer amor de Judas se fue enfriando; aquella mirada de Jesús, que había calado en lo más profundo de su ser, había desaparecido. Había llegado el desencanto a su vida espiritual. Si sumamos su amor a lo material y a otras cuestiones que pudieron descentrarlo de su camino, podríamos dar con la clave de su trágica muerte. El suicidio de Judas, como todos, es multifactorial. La gota que colmó el vaso fue vender a su amigo, a su Maestro. Aquello fue el detonante de una vida en la que él mismo se podría haber considerado “una mierda de persona”.
Es cierto que le faltó acordarse de la misericordia que Jesús manifestaba con los pecadores. No recordó que el padre de la parábola estaba esperando al hijo pródigo. Se centró solo en su dolor y en su miseria.
Y me pregunto: ¿en qué nos diferenciamos nosotros de Judas? También nosotros caemos en el pecado, también somos muy materialistas y ponemos nuestro bienestar por encima de Dios y de los pobres, también nosotros podemos desencantarnos y descentrarnos del plan de Dios. No somos tan distintos.
En estos días santos, podríamos animarnos a no desconfiar de Dios, a abandonarnos en su misericordia, a poner en Él toda nuestra esperanza. Cuando en nuestra vida notemos que se enfría el amor, acerquémonos a Jesús, que nos caldee el corazón y nos devuelva al camino. Ahí podemos marcar la diferencia.
No sé si Judas salió del Sheol después de la Resurrección de Jesús, como me encontré en Zaragoza, pero sí sé que «la misericordia del Señor no se acaba».
Antonio María García Martínez, párroco de Cantoria